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Adolfo Bioy Casares, la vida de un hombre afortunado

Adolfo Bioy Casares, la vida de un hombre afortunado

A veces —no siempre— un escritor logra escribir el libro que le hubiera gustado leer. Tal epifanía experimentó Silvia Renée Arias (Tres Arroyos, provincia de Buenos Aires, 1963) cuando le puso el punto final a Bioygrafía (Tusquets), trabajo de ambición totalizadora que reúne y ordena lo que sobre la vida y la obra de Adolfo Bioy Casares se dijo y se publicó a lo largo de los años en libros, periódicos, revistas y diversos medios audiovisuales. Cuatro años le tomó la tarea a la autora —repartidas como están su vida y su biblioteca entre la Argentina y España, donde vive con su marido, el ex piloto suizo de Fórmula 1 Marc Surer— al cabo de los cuales recopiló información suficiente como para un volumen de más de seiscientas páginas que, por prurito editorial, redujo a la mitad. ¿El resultado? Un sucinto aunque minucioso retrato del escritor y, por añadidura, un fresco de la Argentina de su época, que fue una época singular, en la que el país sufrió profundas transformaciones que lo han marcado hasta hoy: la extinción del sueño cosmopolita y la pujanza de las clases medias —fenómenos alumbrados por la masiva inmigración europea—, el encumbramiento del peronismo y el declive de una elite, a la que el propio Bioy pertenecía, que había sido decisiva en la vida cultural, económica y política de la nación.

Entre los testimonios que alimentan Bioygrafía se encuentran otros dos libros de la autora: Bioy en privado, fruto de las anotaciones que Arias hacía en su diario cada vez que volvía a casa después de una conversación con el escritor, y Los Bioy, viva descripción de la intimidad del matrimonio más brillante de la literatura argentina, conformado por Bioy Casares y Silvina Ocampo, a través de la mirada de su ama de llaves gallega, Jovita Iglesias de Montes.

Arias conoció a Bioy en el ocaso y lo frecuentó hasta el final. La amistad había nacido de la admiración. Silvia consiguió un día el teléfono del escritor y se armó de coraje: lo llamó para pedirle que le autografiara un ejemplar de La invención de Morel. Era 1994, Bioy tenía 79 años y la invitó a que lo visitara en su casa. “Para mí era la literatura viviente”, cuenta Silvia una mañana gris en su piso porteño del barrio de Puerto Madero, que bordea los diques del Río de la Plata. Aquel sería el primero de muchos encuentros más. “Yo le contaba a Bioy que cuando volvía a casa, después de haberlo visitado, anotaba todo lo que habíamos hablado. ‘Muy bien querida’, me decía, ‘yo no tuve la precaución de hacer eso con Borges’; ¡vaya que no la tuvo!”, ríe Silvia al recordar la pícara mentira del escritor, a la luz del colosal Borges que se conoció años después de su muerte y que lleva el registro de las conversaciones sostenidas por teléfono, o en largas veladas cada vez que el creador de Ficciones cenaba en casa de Adolfito y Silvina.

"El libro abunda en anécdotas, sobre todo de infancia, muchas veces risueñas. "

Bioygrafía se estructura en once capítulos ordenados cronológicamente, que escanden la vida del Bioy en períodos de entre cinco y doce años. De sus páginas emerge el perfil de un hombre afortunado, porque fue capaz de darle a su voluntad una pasión, la literatura, y pudo consagrarse a ella sin distracciones. Le fastidiaban las ocupaciones prosaicas y los aspectos prácticos de la vida. “Quisiera poner atención en todas las cosas, pero no lo hago. Parecería que no puedo concentrarme en lo que no me interesa. O soy un sinvergüenza que ha descubierto que puede pensar en lo que quiere porque los otros se
ocupan de esas cosas”, dice en Bioygrafía.

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Hijo único, sobreprotegido y educado en el hogar, Bioy no conoció la escuela hasta los doce años y desde entonces la padeció en todos sus niveles, incluida la universidad. De su tío Enrique acaso heredó su afición a las mujeres, aunque también recibió una advertencia difícil de olvidar: “Son todas el disfraz de un solo buitre, cariñoso y enorme, que vive para devorar a los hombres”.

El libro abunda en anécdotas, sobre todo de infancia, muchas veces risueñas. “Arrastrado al infierno se sintió cuando, mientras se confesaba, monseñor Devoto le preguntó por sus pecados. Puesto que tenía entendido –se lo habían dicho en su casa- que ‘fornicar’ significaba ‘mentir’, muy resuelto contestó que, cada tanto, fornicaba. Monseñor Devoto le preguntó entonces si con hombres o con mujeres. ‘¡Con hombres, siempre con hombres!’, respondió Adolfito al borde de la indignación”.

Los amores de Bioy (entre ellos, el que mantuvo, a través del tiempo y la distancia, con la escritora mexicana Elena Garro, esposa de Octavio Paz), sus amistades literarias, sus desvelos de escritor fluyen en las páginas de Bioygrafía narrados por su amiga con un cariño indisimulable. De aquel vínculo, a Silvia le quedan los recuerdos y la nostalgia. También, sutiles formas de la presencia de Bioy, dice, y señala un pequeño arbusto que crece al amparo de un recodo en el balcón. Las semillas provienen del campo que Adolfito y Silvina tenían en la provincia de Buenos Aires. Cuando llegue el momento, cuenta Silvia, la planta se cubrirá de unas flores diminutas de color azul intenso. El mismo azul de los ojos de Bioy.

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