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Boxeo, esgrima y Moriarty

El tiempo transcurrió inexorablemente y Holmes se fue convirtiendo en una figura pública de indiscutible prestigio. Importantes individuos de todos los estratos sociales se disputaban sus servicios, pero él seguía con la misma norma de siempre, solo aceptaba los asuntos que le interesan por su complejidad, y en lo que respecta a su tarifa seguía siendo invariable salvo en aquellos casos en los que decidía no cobrar nada. La relación con su padre continuaba en punto muerto y guardaba con mucha desazón la escueta carta de su progenitor en el cajón de las causas perdidas: «Te proporcionaré una asignación que me parezca razonable. Pero no quiero volver a verte». Siger Holmes no le perdonó nunca a su hijo que no estudiara ingeniería.

Ahora llegaban del pasado, como dardos envenenados, los recuerdos de la infancia. El tiempo que invirtió su padre haciéndole recorrer media Europa para que su cultura fuera todo lo sólida posible: «Cultura de campo y de esfuerzo», la llamaba él. Las clases de boxeo que le daba todos los días para desarrollar su musculatura (ahora casi lo veía bailar a su alrededor, haciendo gala de un excelente juego de piernas, a un hombre que pesaba casi 14 piedras, o sea unos 100 kilos). Y la satisfacción que sentía el señor Siger al verlo progresar con el gancho a la mandíbula.

El detective tampoco podía olvidarse de su estancia en Pau y del salón del Maître Alphonse Bencin, quien dirigía la mejor escuela de Europa de esgrima. Allí aprendió las estocadas convencionales y otras secretas que el maestro solo enseñaba, con esmerada diligencia, a los alumnos más destacados. Algo parecido a lo que hacía en Madrid don Jaime Astarloa. En una palabra, su padre le proporcionó una sólida base para destacar en la vida y sin quererlo le puso en contacto con quien iba a ser su peor enemigo.

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"La conclusión es que desde el primer momento Moriarty causó una mala impresión al muchacho, una especie de rechazo mezclado con un soplo de repulsión."

Como el joven Holmes no derrochaba salud, su padre consideró que la solución era que un buen profesor le diera clases particulares de matemáticas en su propia casa y con una dedicación exclusiva. Para ello contrató a un extraño y algo siniestro personaje rescatado de una pequeña universidad del oeste de Inglaterra. El profesor se llamaba James Moriarty y era considerado un científico con futuro. Por aquel entonces estaba en la fase final de la elaboración de una obra que acabaría titulándose La Dinámica de un Asteroide y también había escrito un tratado sobre La teoría del binomio. Ambas obras se consideraban muy adelantadas para su tiempo, por lo tanto podía ser el profesor ideal que buscaba el padre de Holmes. Desde el primer momento se pudo observar que era un hombre bastante antipático, su aspecto era el de un individuo mal encarado y prematuramente envejecido. Tenía el pelo tan blanco que de ninguna manera se correspondía con su edad verdadera. Su hueso frontal sobresalía hacia delante, sus ojos eran negros como agujeros de calavera y movía la cabeza con un ritmo de reptil a punto de abalanzarse inesperadamente sobre su presa. Las clases particulares empezaron con un nivel de exigencia inusitado, quizá con el propósito de dejar al alumno en una situación de total inferioridad, casi del ridículo. Ante esta inesperada actitud, Holmes reaccionó con una diligencia en el estudio que desbarató los planes de su profesor. La conclusión es que desde el primer momento Moriarty causó una mala impresión al muchacho, una especie de rechazo mezclado con un soplo de repulsión.

Una noche, el joven Holmes oyó ruidos y provisto de una linterna sorda se desplazó por el pasillo del primer piso hasta la puerta del dormitorio de sus padres, allí estaba Moriarty atisbando por el ojo de la cerradura.

A la mañana siguiente Siger Holmes despidió al profesor, con tres meses de indemnización, pero sin molestarse en darle excesivas explicaciones, puede decirse que fue un pacto amistoso, lo que no impidió que Moriarty y Sherlock Holmes acabaran siendo enemigos irreconciliables durante toda su vida. Al final las cataratas Reichenbach resolvieron el problema.

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