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Cenar con David Cornwell

Posiblemente, Volar en círculos sea lo más cerca que la mayoría de los lectores llegaremos a estar de cenar con John Le Carré (o David Cornwell, su nombre real). Estas «no memorias» —recopilación de artículos pasados y de profuso material original— son como esa sobremesa a una cena amplia y concurrida en la que alguien cuenta una buena anécdota y, tras las risas, emerge una voz que dice: «Pues a mí una vez…»

Así podrían empezar cada uno de los treinta y ocho capítulos del libro, con el aliciente para sus lectores de que por allí se pasean Smiley y Leamas y, para el común de los mortales, de que no faltan escenas con secundarios como Margaret Thatcher, como Yasir Arafat, como Fritz Lang (!). Igual que ya hicieron en su día Patricia Highsmith en Suspense o Graham Greene en Vías de escape, Le Carré huye de la escritura de unas memorias al uso o de un ensayo para escritores noveles (solo da un consejo y es una cita, precisamente, de Greene). Entonces, habrá que leer Volar en círculos justo como lo que es: un anecdotario muy bien contado que aguantará el paso de los años, con la retranca gris y nublada de un perfecto caballero; también como un testimonio providencial para entender ese patrimonio nacional británico que es la comunidad de inteligencia. O, mejor dicho, para conocer a los mortales que la componen.

"Le Carré, forjado en aquel tiempo en que los escritores aprendían a dialogar con el lector ante todo, desnuda su memoria como si el tiempo se le fuese agotando"

Por decirlo de otro modo, y en sus propias palabras: «Imagino que si estuviese usted investigando las interioridades de las carreras de alto nivel, no escogería como fuente a un mecánico principiante con una imaginación hiperactiva y ninguna experiencia en la pista. Pues exactamente así me sentí yo cuando, de la noche a la mañana y gracias únicamente a la potencia de mis ficciones, fui elevado a la categoría de gurú en cualquier cosa relacionada con los servicios de inteligencia.»

Así que si se viene en busca de emocionantes historias de la Guerra Fría, la desilusión es máxima: solo (y ya es mucho) nos brinda sus impresiones de la Unión Soviética en diversos estados de descomposición y una semblanza de segunda mano de Kim Philby, uno de los Cinco de Cambridge, célebres agentes dobles (y triples a ratos). El retrato que Le Carré compone de sí mismo, y quizás el más relevante, no es el de un espía devenido escritor, sino el de un escritor que por diversas circunstancias fue espía durante un breve periodo de tiempo.

volar-en-circulosSe nos explica con pelos y señales el germen del creador, su genealogía —que es, como en tantos otros casos, la conflictiva relación con su padre—, pero sin incurrir en hipótesis de baratillo sobre cómo una cosa llevó a la otra. Solo flema, recuerdos (vagos a propósito: «La verdad auténtica, si es que existe, no reside en los hechos, sino en los matices») y una galería de génesis de personajes e historias, de vivencias, en fin.

Casi por obligación, en el capítulo 33 Le Carré ofrece un retrato de familia quebrado pero fascinante, y que sitúa al final del libro por motivos que se explican a la vista del título: «El hijo del padre del autor», en clara referencia a cómo su progenitor, un gángster compulsivo y célebre, iba desplumando a incautos con el nombre y los libros de su hijo por delante.

Es su única concesión. Le Carré, forjado en aquel tiempo en que los escritores aprendían a dialogar con el lector ante todo, desnuda su memoria como si el tiempo se le fuese agotando, pero también con la humildad de aquel al que han convencido con muchísimo esfuerzo de que su testimonio es valioso. No salda cuentas; tampoco asfalta o condiciona el recuerdo que deberemos guardar de él: como ese borrachín al que encarna, de fondo, en la escena de la fiesta de El topo, adaptación de su novela dirigida por Tomas Alfredson en 2011, él solo pasaba por allí. Quizás valga la pena invitarle a una copa: esta es.

Autor: John Le Carré. Título: Volar en círculos. Editorial: Planeta. Venta: Amazon y FNAC

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