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La piscina de Corfinio

Los grillos anestesian la noche de luna llena sobre el Adriático, sobre la casa de D’Annunzio, sobre una de las colinas de Pescara que mira el mar con la prudencia de estar a tiro de piedra pero no al lado, de ser familia pero cuando conviene, tan cerca y tan lejos.

"Ayer mismo me zambullí sin nadie en unas aguas azules como el firmamento de esta mañana."

Una de las calles de Pescara que cruza con Gabriele Manthone –en la que nació el escritor presuntuoso, dandy, mujeriego, decadente y algo estrafalario– se llama Corfinio, como esa villa humilde y sin pretensiones que alberga una piscina pensada más para el ocio festivo que para el viajero ocasional que busca lo que no sabe. Ayer mismo me zambullí sin nadie en unas aguas azules como el firmamento de esta mañana. Primero 20, luego 10 y más tarde 30 largos de 25 metros. Y siempre con el eco de una misma canción. No me di cuenta hasta el final. Pregunté al joven de la taquilla (10 euros toda la jornada; 7, media) y me respondió su padre –mucho más despierto, más rápido, más entusiasta–, un hombre próximo a los 70: ‘The bed is burning’, de los Stones. Sí que parecía la voz de Jagger pero la melodía me despistaba. Era una tarde tan aburrida, tan repetitiva como mi braceo (más lento que otras veces, tan sinsentido).

CastelvecchioHay poblaciones, pequeñas ciudades, de esas que han surgido al cobijo de industrias pujantes, que presumen de piscina olímpica, museo municipal y larga avenida con tilos pero que saben, cuando dormitan entre el arrullo del riachuelo que las bordea, que nada tienen que ver con aldeas de dos bares y una tienda que vende postales, pan y naftalina. Les pasa (uno lo cree pero sólo con la temeridad y la prudencia del que pasa por allí cuatro días) a Corfinio y a Castelvecchio, respectivamente. Las dos miran a lo que dicen los pequeños Dolomitas, donde anidan aguiluchos y caballos asilvestrados. La pujanza se olvida pronto; queda la gravedad de lo auténtico, la aparente simpleza de unas casonas en pendiente sobre roca y tierra hasta donde se acerca algún lobo en noches de invierno. Esto me lo cuenta Giuseppino, el marido de Maria Mirabella, y si lo dice él yo no tengo por qué dudarlo.

La piscina de Corfinio no gasta mosaico ni socorrista encaramado en la silla, aunque sí tobogán de vértigo, tumbonas y hamacas (alguna ocupada por una pareja, no se sabe bien si por estar más cerca o por el ahorro, que todo puede ser), futbolín de jugadores de plástico y hamburguesas a cualquier hora (bueno, hasta las seis).

La piscina de Corfinio no tiene gracia alguna un miércoles de agosto. También es verdad que ese día nunca ha pintado nada, ni en agosto ni en febrero, que igual ni los hay. Pero uno se acerca allí porque no sabe dónde. Porque entre que se mira el mapa, se decide, pregunta, se confunde, echa gasolina, comprueba que no falte el gorro ni la toalla, las gafas (las prestadas y las tuyas) y las chanclas, echa la tarde.

–Y usted por qué va tanto a las piscinas.

–Para no aburrirme. Y para justificar el trabajo del chico de la taquilla, del socorrista y el de la mujer que atiende el  bar.

–Ah, en ese caso…

El mal nadador mira de reojo las nubes y cree que puede llover. Tendría su gracia, piensa, mientras sigue a lo suyo, que es nadar por nadar, que es cuando uno mejor nada, o eso cree, y si lo cree uno, vale.

"La pujanza se olvida pronto; queda la gravedad de lo auténtico, la aparente simpleza de unas casonas en pendiente sobre roca y tierra hasta donde se acerca algún lobo en noches de invierno."

Decíamos que el mal nadador barrunta lluvia, aunque no está seguro. Y piensa que sería curioso si lloviera mientras nada. Puede que el setentón al que le gustan los Rolling Stones decidiera cerrar el negocio, o aguantar el chaparrón. Uno cree que seguiría nadando a ver qué pasaba, por curiosidad.

–¿Y usted siguió nadando mientras llovía?

–A ver qué iba a hacer. Y además que había pagado la entrada y no era cuestión de desperdiciarla.

–Hombre, mirado así.

Y el mal nadador se va, o le echan, de la piscina de Corfinio sin saber a ciencia cierta si va a llover o no. Y piensa que esa disyuntiva podría ser aplicable a muchas cuestiones, banales o no, como si preferiría vivir (llegado el caso) en Corfinio o Castelvecchio.

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