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Diario de Semana Santa: yanitos cabreados, Tinder fallido y jamón del bueno

Diario de Semana Santa: yanitos cabreados, Tinder fallido y jamón del bueno

Viernes de Dolores. Las dos, las tres, las cuatro y las cinco. Nacho Trillo no aparece. Nacho Trillo ha quedado en llevarme a su pueblo. Da una conferencia Vázquez de Sola en una casa solariega de la localidad. Al fin, Trillo me recoge a las cinco y cuarto y ponemos rumbo al pueblo. En el camino nos enteramos del atentado de Estocolmo. El viaje a su pueblo, a Jimena de la Frontera, es ameno. A los márgenes de la autopista de peaje —un peaje altísimo, casi terrorismo viario— se alzan grúas, pues que en la Costa del Sol parece que vuelve a reír la primavera.

Leo a Camba en un recopilatorio que preparó ABC: Maneras de ser español. A veces me asomo y veo el sol de media tarde. Al llegar a Sotogrande tomamos el primer desvío, el que va hacia el Norte dirección Ronda; desde allí el camino se estrecha hasta llegar a Jimena de la Frontera. Según me cuentan, la carretera formó parte de un plan de Franco para permitir la llegada de tanques alemanes a Gibraltar, o un repliegue en caso de una invasión aliada en la Península a través de la Colonia gibraltareña. El acto de Vázquez de Sola es en un edificio contiguo al ayuntamiento, una casa de tres plantas con una balconada principal de la que cuelga una bandera de la República: la llaman la casa de la Sauceda. Al fondo el Ayuntamiento y la banda municipal, afinando las marchas de Semana Santa. Dicen que el edificio lo compró un potentado, dueño de una fábrica de relojes y descendiente de una familia ejecutada en una fosa común. En la planta de abajo hay una exposición con efectos de la Guerra Civil: en la planta de arriba una biblioteca mantenida con donaciones, libros de todo pelaje relativos a la España republicana, a la represión, pero no necesariamente todos. Encuentro La década roja de Umbral, y una guía de las putas de España que me sorprende por curiosidad bibliográfica.

El acto termina con aplausos. Vázquez de Sola, pintor y periodista nonagenario, descubre una placa, y yo salgo de allí confuso de anacronismos y en un ambiente de pueblo andaluz en el que me noto desubicado. Después Nacho Trillo me presenta a su primo Juan Ángel, y ambos congeniamos rápido.

Desde que tengo uso de razón y voy descubriendo los pueblos de España, acostumbro a hacer dos viajes, dos recorridos, dos paradas. La primera es en la plaza del pueblo; la segunda es en el bar de la estación del pueblo o en su defecto en la tasca de la salida. En estos lugares hay rumor de vida, y es donde llegan los ecos de sociedad.

"Decido ir a la cafetería más cercana, palpar el ambiente del pueblo, desayunar algo —pueden llegar imprevistos en Gibraltar— y ver qué coño se cuece en esta parte de España."

Sábado de Gloria. En la gloria sí. Despierto madrugador, con cierta tensión muscular, aunque la medicación nueva se ha ido ajustando poco a poco a los ritmos y los círculos del sueño. Los sueños dejan de ser tan raros y tan desasosegantes. Creo que he descansado. Amanezco en Jimena de la Frontera, en una habitación solitaria. A mi derecha hay una librería con varios tomos de la historia local y una mesa camilla vacía, esperando como el arpa del poema de Bécquer. El dormitorio se encuentra dividido en dos plantas. En la superior hay un televisor y un sofá, en la inferior un ventanal mira hacia la carretera de Ronda. El Sábado de Gloria amanece con fuerte viento de Levante, unos 23 grados, y la batería del teléfono cargada hasta el borde. A 150 kilómetros de la casa materna, dormir unos minutos más puede suponer la frontera entre un buen día o la depresión. Decido ir a la cafetería más cercana, palpar el ambiente del pueblo, desayunar algo —pueden llegar imprevistos en Gibraltar— y ver qué coño se cuece en esta parte de España.

Ahora no recuerdo el nombre del bar. Una barra larga, un parroquiano octogenario con el pelo que le sale del flequillo estudia el periódico, EUROPA SUR, que hoy lleva un interesante despliegue sobre las colas en la Verja de Gibraltar. Un individuo menudo, con cara de venir de after, pide un tubo de cerveza y sale a fumar a la breve terraza del bar. Más adelante dos jubilados discuten frente al televisor sobre golf, y en la televisión andan dando el Máster de Augusta. Al rato llega Trillo con unos papelajos que creo que son el andamiaje, el bosquejo de esa novela que prepara sobre su pueblo. Mas yo, que jamás vi a nadie con tanto afán en narrar las crónicas de un pueblo.
Antes de partir a Gibraltar, Trillo se cuela en casa del antiguo taxista del pueblo. Con dos cojones. Mejor habría que decir «nos cuela», pues de repente aparezco en la salita familiar de un amable matrimonio rural. Nacho Trillo pregunta, repregunta, por vivos y muertos, por foráneos y pedáneos, y toma nota febril de lo que le comenta

Aurelio, que así se llama el entrañable taxista.

"Más tarde discutimos amistosamente con unos yanitos en un pub irlandés. Me culpan de franquista por haber nacido al otro lado de la Verja."

De camino a Gibraltar la carretera se abre en todo su verdor. A lo lejos rompe las nubes de Levante la torre de Castellar; el camino se va adensando de gentes y de tráfico. Es sábado de Gloria. A la altura de San Roque nos cruzamos con el TALGO de Madrid. A la orilla de la carretera abundan las cervecerías y rostros ajados quizá por el marismo y el contrabando y el paro y el desamparo. Luego el Peñón de Gibraltar se alza imponente frente a los vientos; no hay excesivamente tráfico en la Verja, aunque aparcamos en la Línea y cruzamos andando.
Cuando uno entra a Gibraltar, aparte la convicción española que se tenga, juega un pacto, hace un teatrito. Quiero decir que cuando se va a Gibraltar se sabe que se adentra en un anacronismo por donde juegan narcos, monos, gitanos y putas. Y quizá esa sea la única gracia turística del Peñón. La ciudad se abigarra en torno a su calle principal mientras que los callejones adyacentes huelen a orines y a humedad; de vez en cuando, por estos mismos callejones que nos transportan a una Malta cruzada con Nueva Orleans, un hindú o un gaditano camina deprisa como huyendo de no se sabe qué. En los contenedores de basura picotean monos y gaviotas con respeto escrupuloso a la biología y a los detritus.

Más tarde discutimos amistosamente con unos yanitos en un pub irlandés. Me culpan de franquista por haber nacido al otro lado de la Verja. El yanito más violento viene y va al baño, pasado de coca. Lleva un chandal marca PUMA, unas zapatillas amarillas y apuesta a los caballos y comprueba su boleto en un televisor enfocado en un hipódromo de la Gran Bretaña. El otro gibraltareño es más simpático, mira como un español, habla como un español y lleva un tatuaje como un español. Si no fuese por el contexto, pasaría perfectamente por melonero español. Detrás de mi mesa hay un mural del IRA y una banderita de la Union Jack: puro mestizaje, pienso.

"Caen cervezas y más cervezas, el sol está en todo lo alto. Llega un gitano vendiendo cupones, se sienta, y rememora algunos dimes y diretes del pueblo."

Domingo de Ramos. Dios entró en el pueblo y yo no me enteré. Los barbitúricos suavizan la resaca, dejan el cuerpo sin apetito. Subo al pueblo y unos chiquillos arrastran palmas, me cruzo con un corneta. Desde que tengo conciencia, siempre ha sido domingo con sol el Domingo de Ramos. Allí en el Sur es el comienzo del verano; los primeros baños. Fuera el jersey y las niñas marcando las formas escondidas. El pueblo hoy está limpio y blanco, como en un poema de Juan Ramón Jiménez. Camino con la mochila al hombro, con el abrigo Quechua, y escucho algo de Sinatra en los auriculares. El pueblo tiene una torre/campanario exenta, y aquí anduvo rodando Anita Ekberg una película, «Las tres etcéteras del coronel», cuando los años de las coproducciones europeas. Hice un reportaje para EL MUNDO de esa historieta de verano hace unos años, a Cuartango se ve que le gustó. Trillo me recoge con el Audi blanco y vamos al Bar Cuenca, a la entrada de la villa. Después de diez años vuelvo a comer manteca colorá, y me doy cuenta de que quizá el sabor sea el más proustiano de los sentidos; o quizá sea el más proustiano de los sentidos para los que vamos de mártires y ciframos la vida en kilocalorías. Caen cervezas y más cervezas, el sol está en todo lo alto. Llega un gitano vendiendo cupones, se sienta, y rememora algunos dimes y diretes del pueblo.

A la tarde retorno a casa dormido. La mertazapina me ha dejado KO. Duermo un día entero. Cuando despierto y tomo el primer café ya es Martes Santo.

"Charlo con él con el nuevo móvil, comprado sólo para que me funcione el Tinder, y sobre el Tinder una cita, y sobre la cita un revolcón en grado de tentativa."

Martes Santo. Dicen que ayer hubo una estampida en la Semana Santa de Málaga. También caí en que había muerto del corazón Carme Chacón. Las vacaciones, el olvido de rutina, suponen una suerte de muerte mental. Cuesta volver a cogerle el pulso a la actualidad. Salgo a correr al sol de abril, con una especie de astenia. Creo que debe ser la medicación, que me deja tumbado. El cuerpo me pide cafeína. Antes de dormir abro la biografía de Donald Trump que ha escrito Vicente Vallés. Tiene nervio novelístico el amigo Vicente, y el libro retrata perfectamente los salones y las alcobas de América. En América, además de corruptos, son pichas bravas. En cualquier caso, leer crónica periodística desengrasa un poco la mente, me baja a lo concreto entre tanta abstracción. Hace tiempo que vengo atando retazos de la novela, la del segundo guitarrista de Carmen Amaya. Escribo y guardo, guardo y escribo, aunque tengo temor a que no me haya documentado lo suficiente.

Cristóbal Villalobos me invita al concierto de Joaquín Sabina; creo que ha adquirido una de las últimas entradas. Charlo con él con el nuevo móvil, comprado sólo para que me funcione el Tinder, y sobre el Tinder una cita, y sobre la cita un revolcón en grado de tentativa. Anochece y me pongo un documental de Labordeta en el Bierzo. Después bicheo por Internet hasta la madrugada; trago el Orfidal y me quedo dormido frente al ordenador. Me despierta el helor de madrugada: el ordenador se ha quedado abierto por una página que explica el procedimiento de una endodoncia. Mañana toca columna.

Jueves Santo. Día grande en Málaga. Desde muy temprano hay gran animación en los muelles y en la Bahía. Desembarca la Legión, a rendir guardia militar su patrón, el Cristo de la Buena Muerte. Un Cristo literario, no hay duda, que sale de procesión de una explanada. Al acto castrense acude Cospedal, un mito erótico y militar como otro cualquiera. Habrá quien la lleve en el macuto caqui como musa para las guardias, aunque no sé si de Marta Sánchez a Cospedal ha evolucionado mucho la cosa. En Málaga hace ya temperatura de julio, aunque el alma aún no se haya descongelado.

"Despierto con pesadillas y el sueño interrumpido. En la primera pesadilla, escribía relatos cortos con gran facilidad, gané un premio y perdí el cheque."

La Semana Santa es lunera, depende de la Luna, y así tiene sus mecánicas meteorológicas. El Jueves Santo los periódicos llevan en la portada el pepino de Trump, la madre de todas las bombas y la madre que lo parió a él, a Donald, cuya biografía, insisto, traza el amigo y periodista Vicente Vallés. Su libro debiera ser lectura obligada en esta época en la que hay tanto analista suelto, tanto experto en USA que no ha salido de la Costa Este. Vallés escribe un libro valiente, con equilibrio de información y de subjetividad, momentos incluso de lirismo —todo el lirismo que pueda despertar la política americana—, y se permite el lujo de dedicar líneas de tú a tú a Donald Trump.
Lo felicito por el libro y me responde irónico y socarrón, como buen atlético: «Espero que no te aburra demasiado». Después hay cena con Cristóbal Villalobos (ABC), una pizza que sabe a gloria. Hablamos de los proyectos futuros, de la vigencia o no vigencia del columnismo. Villalobos prepara una antología de Foxá, aquel conde herido de prosa que inauguró un humorismo de los gordos en España por donde, cómo no, pasaría el gran Edgar Neville.

Viernes Santo. Las lecturas se me van acumulando gloriosamente. El mundo se desagua en la Bahía de Corea, en las parameras de Siria, y yo sigo leyendo. Termino frente al mar la última novela de Javier Valenzuela, Limones Negros; un libro en el que Valenzuela vuelve a jugar con sus dos pasiones: Tánger y la novela negra. Al frente del Balneario medio cubano donde leo se divisa, entre la bruma, Tánger. Ciudad que fuera. Hay mucha literatura sobre aquella otra ciudad que fue la Casablanca verdadera de la película. Cómo no recordar a los Bowles, a la generación perdida. O a Ángel Vázquez y la vida perra de su Juanita Narboni. Todos me insisten en que Tánger ha cambiado para mal. Que está sucia, que lo español está mal visto. Quizá olvidan que todo escritor es un taxidermista, un coleccionista de ruinas.

Sábado Santo. Despierto con pesadillas y el sueño interrumpido. En la primera pesadilla, escribía relatos cortos con gran facilidad, gané un premio y perdí el cheque. En la segunda pesadilla un cura me hacía memorizar el Evangelio de Lucas. Dicen que los sueños vividos son producto de la tensión acumulada. Pienso que Freud dormía sus demonios con la heroína, y de ahí se ponía a teorizar por las tardes en los cafés de Viena. Salgo de ruta ciclista. Cuando corono el primer puerto se adivina en lontananza el Veleta, blanco, inmaculado. En la mitología pobre de ciclista de provincias, uno imagina que el Veleta es el Mont Ventoux y se lo cree. 32 grados avisan los termómetros, y acabo con los brazos achicharrados.

Lunes de Pascua. Ya en Madrid de vuelta. Desayuno en la cafetería de Pepe. De nuevo. Como siempre y como nunca. Desayunar es desayunar los periódicos; en especial EL MUNDO y EL PAÍS. No hay ABC pero está el de Marhuenda, donde no me pierdo a Ussía. Otro café. Otra galleta. Hoy he madrugado un poco más. Tengo que cuadrar los horarios y espera un día cargado. Obviamente de los periódicos me quedo con lo nacional, y de lo nacional con la prosa sonajero, con el humor. Hace tiempo me llegó la madurez en las lecturas, y ocurre que el tiempo es finito, y en el periódico como en la vida hay que encontrar el hallazgo, el fulgor de vida, el turbión de magia. La poesía o el humor. La destrucción o el amor. Pero nunca la prosa burocrática y funcionarial de un señor de Alicante que perora sobre la geopolítica del Líbano. No; eso no.

La columna de Raúl del Pozo la he estudiado a fondo. Hoy le ha salido telefonera. «Me llaman, me cuenta…». Da datos y cuenta cosas, pero no puede evitar el requiebro de magia, la referencia histórica e historiada: la literatura en suma. Yo no he venido a Madrid a redactar el BOE, que es lo que se vienen pensando algunos compañeros de oficio. El periódico como tal es un medio, una excusa para trascender el folio y lo impreso y ganarse al Altísimo y a un coño; y si puede ser a los dos al mismo tiempo.

Después de correr llego excitado. No hay nadie en el altillo/piso patera de Fuencarral 42 donde hago noche. Tengo justo 45 minutos para llegar al otro extremo de Madrid donde Raúl del Pozo me ha citado para comer. La ducha es rápida y con agua templada. Al salir entre vapores pego un resbalón y se me abre algún tendón en la mano. No le doy importancia. A la salida paso por donde Pepe y me fía un tercio que acabo en el andén del suburbano. La boca de metro más cercana es la de Puerta de Toledo; lo cual quiere decir que tengo que recorrer 500 metros cuesta arriba que luego serán menos cuesta abajo, pues que acorto por un desmonte donde creo que se rodó alguna escena de la versión cinematográfica de Las bicicletas son para el verano.

Y llego al Meliá Castilla. O al restaurante del Meliá Castilla. En Capitán Haya, calle y recuerdo a las hazañas bélicas de ese fachurrón que en Málaga tiene un hospital. Tampoco se trata de venir aquí a cambiarlo todo. Madrid la fundaron los moros, y no se acabó el mundo.

"Cuando Raúl del Pozo ríe, se pasa la mano de los ojos a la boca, igual que en un rito íntimo de confesión del pecado."

El Meliá Castilla, y Capitán Haya, y la Castellana y sus arterias acojonan. Hay un vértigo de la ciudad, centrípeto, que parece que repele. Todo el mundo viste de agitado lobo de Wall Street en mitad del calorín manchego.
Doy un abrazo a Raúl y un camarero, moreno de verde luna, «con pinta de novillero», me llama señor y me coge la mochila. Me tira sin querer el teléfono al suelo pero en tanto que la pantalla sigue intacta no le doy importancia; en caso contrario hubiera tenido problemas. El y la cadena Meliá, claro.

Raúl pide jamón para mí. «Tienes mala cara», incide. Ya me dio la bienvenida a Madrid, al «campo de concentración». A los dos señores que Raúl ha invitado al almuerzo no les hago caso, pero Del Pozo me va entrevistando mientras bebo. «Es Rioja», digo. «¿No te gusta?», me responde uno de los comensales. Digo que soy más de Ribera del Duero y saco el carnet de prensa de EL NORTE DE CASTILLA, que me ha llegado por correo urgente desde Valladolid. «Pues bebe, coño, comandante. No seas maricón, que no pareces andaluz». Y bebo, claro. Y como jamón, y pienso que a estas cosas se puede ir acostumbrando uno.

Raúl pide paella y me sigue preguntando. «Este chico escribe muy bien pero copia a Umbral. Lo han echado de Andalucía. Lo pasa mal.», me presenta. Y sigue indagando. «Y no come», abunda. Yo pongo cara de circunstancias y aguanto como puedo la tormenta. Me quito las gafas, y el camarero renegrido avisa de la llegada del arroz. Le pregunto que qué sorpresa tiene preparada para mayo, cuando se presente El último pistolero, antología de sus columnas en Círculo de Tiza. El arroz es ceremonial y ceremonioso. Bajo una lámpara y unas cenefas de ringorrango bailan los carabineros, las gambas, y el arroz se termina de hacer delante de nosotros. Dicen que es el mejor arroz de España; que ni en Valencia. Evidentemente no tengo ni capacidad pecuniaria ni comparativa. Yo, en cualquier caso, ni afirmo ni desmiento. Pero el vino que no lo cambien. Ni el jamón.

Cuando Raúl del Pozo ríe, se pasa la mano de los ojos a la boca, igual que en un rito íntimo de confesión del pecado. Lleva con donaire las canas; va impecablemente vestido con dos botones en la manga de la chaqueta. Veo que le azulea el pelo tan blanco, tan inmaculado. Ahora sí que tiene algo de pistolero finisecular.

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