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Doctor Uriel, la trilogía completa: Del increíble placer de tocar un libro

Doctor Uriel, la trilogía completa: Del increíble placer de tocar un libro

En estos tiempos de archiperres tecnológicos hay editores que se lanzan a la piscina y ponen en circulación obras de arte. Como este libro que, detrás de su hermosa presencia, guarda dentro una vida. Lo ha hecho posible una concatenación de sucesos que empieza con un acto de valor en un olivar de Teruel y culmina 80 años después en Astiberri Ediciones en El Bocho. O sea, en Bilbao.

El acto de valor que desencadena todos los demás es el del buen cabo Mir decidiendo un caluroso y lejano día de 1937 que el doctor Uriel, su «enemigo», no moriría entonces. Se la jugó y el doctor Uriel, que sobrevivió a la guerra civil, empleó sus mejores años, entre los 25 y los 50, en buscar sin éxito a su ángel de la guarda. Pensaba, no sin razón, que el cabo Mir había perdido la guerra y podía, fácilmente, necesitar que alguien hablara en su favor, pero nunca encontró siquiera el más leve rastro de su existencia. En ese tiempo, el doctor Uriel pasó de la juventud a la madurez, su visión de lo sucedido decantó y en 1964, abandonada su búsqueda, se sentó a escribir esa visión, secretamente iracundo por los fastos con los que El Régimen festejaba el vigésimo quinto centenario del final de la guerra, los llamados Veinticinco Años de Paz. La guerra no había sido hermosa ni tampoco una «Cruzada de liberación». La guerra no había sido más que una masacre y él, que de puñetero milagro había sobrevivido, sentía la obligación moral de contarlo. Somos relato y sólo contando existimos. La tarea de búsqueda en su interior, tan titánica como había sido buscar al cabo Mir, le llevó años; al final, agotado y viejo, sepultó un manojo de folios mecanografiados en un cajón. Años después sus hijos, ya mayores y con hijos a su vez, sacaron los folios de su cripta, hicieron una copia y se la mandaron a un reconocido especialista que, fascinado por la lectura, les respondió con un elogioso prólogo. Con él, los entonces jóvenes hijos del doctor Uriel se embarcaron en una edición artesanal de unos centenares de unidades con la que sorprendieron a su padre que, conmovido hasta el tuétano, confesó que el admirado prólogo redactado por Ian Gibson era el mejor regalo de cumpleaños que había recibido en su vida: la confirmación de que su verdadera vida había tenido sentido. No la de la familia y el éxito profesional, sino la otra, la que él había vivido de verdad en su interior. Después amigos y allegados se implicaron en la distribución, ejemplar a ejemplar y librería a librería, de la voluntariosa edición titulada, sin más, Mi guerra civil. Pasaron años hasta que un ejemplar fuese a parar a la mesa de un editor profesional y en 2005, quince años después de muerto su autor, Pre-Textos hacía llegar el contenido de los viejos folios a todas partes con un nuevo título: No se fusila en domingo. Desde entonces, la mirada del doctor Uriel sobre la guerra se ha convertido en referente y su testimonio de la batalla de Belchite, en fuente imprescindible para reconstruir lo sucedido allí.

Pero la historia de la original visión que el doctor Uriel proyecta sobre nuestra guerra y, muy concretamente, sobre la batalla de Belchite, no acaba aquí. Una tarde de domingo, el dibujante valenciano Sento Llobell levantó la vista del tablero.

-Elenita, ¿por qué no hacemos un tebeo con las memorias del yayo?

Elena Uriel, que conoce bien a su marido, se estremeció. Sento nunca habla a humo de pajas y si decía aquello es que ya tenía el tebeo en la cabeza y si lo tenía, lo haría. Por las bravas. Así pues, dirán ustedes, Sento se puso a dibujar. Pues no: se puso a escribir. No en vano había formado en las filas de aquella banda que en los ochenta abjuró del comic y reivindicó el TBO y también la Editorial Valenciana (la de El guerrero del antifaz, Jaimito, Pumby… los tastarras saben de qué hablo), así como los héroes de Bruguera. Y, cómo no, Tintín y la escuela franco-belga. Alguien llamó a tan sagrada causa «Línea Clara». Y los artistas de la «Línea Clara» valoraban, y valoran, eso que Alfred Hitchcock calificaba de «guión de hierro».

Pero tampoco cuando tuvo un guión «de hierro» se puso Sento a dibujar. Devoto discípulo de Hergé, comenzó una avariciosa labor de acopio de documentación, siempre acompañado de su mujer, una hija del doctor Uriel que se convirtió en secretaria, agente, co-guionista, amiga, directora de arte, paño de lágrimas, cheerleader moral y, sobre todo, figurinista, pues es una extraordinaria pintora y dibujante licenciada en Bellas Artes. Y, ojo al parche, con varios años de formación en la Escuela de Bellas Artes de París, poca broma. Cuando la Elenita dice Arte, todos firmes.

Tras aprender cuanto se puede aprender sobre la ropa de la época, los uniformes, los vehículos, los libros y hasta los lápices y el lenguaje, el matrimonio emprendió una romería por los escenarios de la peripecia del que fuera padre de una y suegro del otro. Tomó apuntes, hizo fotos, habló con todo tipo de gente y no paró hasta destrozar la suspensión del coche y calibrar la medida de los cambios físicos y químicos experimentados por el paisaje en las siete décadas transcurridas.

El auténtico doctor Uriel, mientras tanto, iba desfigurándose en sus cabezas para dejar de ser la persona que habían conocido e ir transformándose en personaje. Esa fue, con mucho, la tarea más compleja de cuantas debieron emprender en el proceso de elaboración de este libro. Y de modo especial Sento, que era quien debía dar forma definitiva —vida— al maremágnum que habían ido acumulando junto al guión sobre la mesa de dibujo. Sento sabe que se trabaja con las emociones sin experimentar ninguna, aparte las que pueda procurar el propio proceso. Ni el cirujano se emociona con la vida del paciente ni el montañero con la belleza de los parajes. Al tajo.

Sento dividió la historia en tres segmentos que se fueron publicando según los terminaba. La primera parte, Un médico novato, ganó el Premio FNAC y la publicó la editorial Sinsentido, que quebró. Como para desanimar a un rinoceronte, pero allí estaba Elenita allanando dificultades. Desde que el mundo es mundo, la intendencia es el punto flaco del artista y Sento lo tenía cubierto, así que se inclinó sobre el tablero como un galeote y Elena descolgó el teléfono.

La edición de las otras dos partes, Prisionero en Belchite y Vencedor y vencido, la produjo la propia Elena Uriel con el apoyo de una impecable imprenta valenciana y una distribuidora especializada que supo agotar todas las ediciones, unas dos mil unidades cada una. Al que le interese, que corra: algún ejemplar queda todavía y un día valdrá millones. Entonces entra en escena Astiberri, una sólida y prestigiosa editorial vasca que, especializada en cómics, tebeos o como ustedes prefieran, comprende el alcance de los dibujos de Sento y sabe ver la obra de arte que encierra cada página. Y se lanza a la piscina.

El resultado es este impactante volumen de más de cuatrocientas páginas, una encima de otra, bellamente impresas en un formato mayor y más espectacular que el que tenían las ediciones anteriores. En tapa dura, sólida como el relato que contiene. Y con una nueva maqueta que se beneficia de la experiencia acumulada en el camino. Un ejemplar de coleccionista. Un objeto de lujo que es un placer tocar, abrir y, sobre todo, leer porque dentro hay vida. La del doctor Uriel y las de cuantos, como él, dejaron las suyas a lo largo de los campos de España en una guerra más que inmisericorde. Un baldón de ignominias. Una pesada losa arrojada sobre cuantos hemos nacido después. Este libro es España vista con lucidez infrecuente: la de quienes, desde el cabo Mir hasta nuestros días, lo han hecho posible.

A todos, gracias.

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Doctor Uriel, La Trilogía Completa. Guión y dibujos: Sento. Astiberri Ediciones. Bilbao, 2017 Colección Sillón Orejero ISBN: 978-84-16251-89-6

Karina Sanz-Borgo entrevista a Sento Llobell en Zenda.

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