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Detalle de la portada de Domingo de revolución

Primeras páginas de Domingo de revolución (Anagrama), de la escritora cubana Wendy Guerra. La novela refleja la historia de Cleo, joven poeta residente en La Habana, una autora bajo sospecha.

I

Debo ser la única persona que hoy se siente sola en La Habana. Vivo en esta ciudad promiscua, intensa, atolondrada y dispersa donde la intimidad y la discreción, el silencio y el secreto, son casi un milagro, ese lugar en que la luz te encuentra allí donde te escondas. Tal vez por eso cuando uno aquí se siente solo es porque en verdad ha sido abandonado.

No estudies tanto y aprende, decía mi madre desde el fondo de mis sueños. Soy de las que creen que siempre todo puede ser peor, pero esta vez estaba segura de que lo terrible ya había pasado, nada peor podía esperarme, y eso fue lo que aprendí durante esos meses tendida, delirando, apartada del mundo y de mí.

Una mañana soleada, muy parecida a todas las del año que pasé en cama, sonó el teléfono. El aparato tenía encima una montaña de ropa interior sucia, cajas de galletas chinas y demás sobras del encierro. Como se acabaron los pésames y aquí ya no queda quien desee saber de mí, suena poco. Sonó el teléfono. La última vez fue hace tres semanas, era mi amigo Armando desde Nueva York. Su pésame era claro, me cantó la letra de un guaguancó conocido que reza: Yo no tengo madre, yo no tengo padre, yo no tengo a nadie que me quiera a mí, lanzó una carcajada nerviosa y colgó enseguida. Sí, Armando sabe que odio los pésames, su sentido del humor es superior a mi drama. Sonó y sonó el teléfono insistentemente, tanto que me dio tiempo a incorporarme y hasta a encontrarlo debajo de la loma de desechos. ¿Quién será? Ya no quedan familiares disponibles para las malas noticias, tampoco permito que venga Márgara, nuestra empleada de toda la vida. Sospecho hasta de mi sombra, no quiero a nadie observándome. El teléfono no parecía dejar de sonar, así que lo tomé tranquila, estaba más allá del sonido irritante, y más allá de cualquier anuncio fatí- dico que no fuera mi propia muerte.

Una editora catalana llamaba para anunciar que había sido ganadora del gran premio, tenía a mi disposición cincuenta mil euros y una edición de no sé cuántos miles de ejemplares. ¿Quería viajar a España el próximo mes para hacer la publicidad del libro? ¿Me daría tiempo «antes del suicidio»? Bromeó parafraseando el título de mi obra. Dije a todo que sí y luego me castigué bajo el agua helada para sacar el vinagre de mi cuerpo. Di por terminados los breves ba- ños de asiento que tomaba a veces, sólo cuando decidía incorporarme. La columna se me compuso en el acto y, aunque no tenía a quien llamar, aparecieron muchas personas, periodistas y amigos de mi madre. Autores cubanos que estaban fuera y curiosos que necesitaban saber cómo hice para tener algo que seguramente no merecía.

No podía creerlo, y a la vez, si lo pensaba, era todo lo que esperaba de la vida. A mis treinta y tantos, me venía como anillo al dedo. Un golpe de timón que guiara el futuro, lo contrario sería caer en la cama, tumbada con los ojos abiertos y la mente en blanco.

¿Qué ha sido este año? Recordar lo sucedido con mis padres y las fuertes presiones que vinieron después de su muerte. Cerrar los ojos para sentir la lluvia de plata y dolor, el estallido dilatado que convirtió en cenizas a las únicas personas que guiaban mi vida.

Cerrar los ojos es abrirlos a la muerte.

Hubo días en que me preguntaba para qué me salvé. ¿Valdría la pena lo que sigue? ¿Por qué se mantenían en silencio conmigo? ¿Sospechaban de su única hija? ¿Por qué tantos interrogatorios después de su muerte? ¿Quiénes eran ellos en realidad? Había algo más que «Papá» y «Mamá» detrás de sus nombres.

Me levantaba muy poco de la cama. Casi siempre me despertaba el timbre. Eran ellos, los «segurosos», nunca me equivocaba, nadie más quería involucrarse en mi tragedia. Hacía pasar a los oficiales hasta mi cuarto. Olía mal, sí, pero no quería hacer nada por eso.

Los militares vestidos de civil ni siquiera me miraban, estaban obsesionados con la idea de que no me comunicara con nadie, que no opinara, que no diera entrevistas. ¿Entrevistas? ¿A quién? ¿Para qué? Nadie me contactaba. Ellos insistían, exigían silencio, me pedían un voto de confianza. ¿Más silencio? ¿Qué hay después del mutismo profundo? ¿Qué hay después de la espesa afonía que destapa la muerte de lo único que te queda? Aquí no hay con quien hablar o comunicarse. Los vecinos me tocan para traerme leche, un plato de comida que me obligo a tragar o vomito antes de digerirla, pero no recibo a nadie más, estoy fuera de juego. Yo no existo.

Uno de los oficiales me preguntó si reconocía a mi padre en mi padre. ¿Qué? ¿Qué me quiere decir? No entiendo. Eso sí acabó trastornándome. Cuando uno está deprimido cualquier idea abstracta lo perturba. Estaba metida en una pesadilla, y los ojos claros del oficial me producían vértigo, ganas de vomitar, necesitaba estar sola y decidí, a partir de ese día, no abrirle la puerta a nadie.

Ha pasado un largo año y hoy puedo reconstruirlo con los ojos abiertos, haber visto, desde dentro, cómo a la entrada de Varadero, en un aparatoso accidente automovilístico, se pulverizaron sus cuerpos en el aire. Desaparecieron y ya. ¿Cómo pude salvarme? No lo sé. Los milagros existen, y yo soy la prueba. ¿Por qué salvarme a mí, la más inútil de todos los que viajaban en aquel artefacto ruso?

No derramé una lágrima, me ocupé de todo y de todos como una autómata.

¿Sufría o sufro? Al fin caí. ¿Eso me hacía una mejor persona? Asomaba el ser humano entre las rejas de mi carácter masculino e indómito, por fin estaba tendida en la cama, con mareos y vómitos, una inestabilidad creada por los dolores de columna y una depresión que venía de mi otro yo, el personaje que verdaderamente escribió el libro de poemas. El único libro, el del premio. Antes del suicidio.

Bailaba sola para caer rendida, giraba en círculo con una copa de vino hasta marearme, llegaba al suelo, apenas podía recuperarme del vahído, pero me era imposible conciliar el sueño. Tragaba pastillas para dormir, abría la boca como lo hace un oso amaestrado que engulle el azúcar como premio a sus esfuerzos. Mi premio era rendirme. ¿Es mucho pedir desconectar seis horas? Tampoco eso me había tocado para poder escapar de mí y liberar, brevemente, a los pocos que aún me padecen.

Al amanecer recorría las mismas direcciones de siempre, donde ya no vivían los amigos que habían abandonado el país. Salía espantada intentando apurar el paso hasta conseguir el mismo rumbo de mi corazón. Muchas veces durante mis paseos buscaba un teléfono público y me llamaba a mí misma para escuchar mi voz en el contestador.

La Habana para mí ya no es una capital, se hace pequeña, mediocre, su belleza no va a impedir que se extinga; una ciudad la hace su gente, entre las ruinas y la diáspora la estamos liquidando. Desconozco a sus habitantes, tienen acento de la costa norte o del sur de Oriente o una conducta tribal que no se parece en nada a la de la ciudad que me presentaron en la infancia. Hay como una haitianización en la conducta de los seres que llegan a habitarla. Se come de pie, con el plato en la mano, o se camina masticando cualquier cosa en las calles de Centro Habana, La Lisa, El Cerro; las malas palabras y los golpes forman parte del paisaje, las aguas albañales abren una zanja entre dos aceras, y la música percute compitiendo y ganándole al silencio o las buenas maneras. De regreso por sus calles, venciendo sus rutas interiores en busca de alimentos o para ultimar ciertas gestiones inaplazables, terminas gritando o enmudeciendo de ira. La Habana empieza a ser tu enemigo, sus habitantes, su incomodidad, la imposibilidad de estar bien, todo colabora en tu contra. Ese lugar que fue sublime hoy te agrede.

En medio de todo esto había escrito algunos poemas muy dramáticos, desgarrados con o sin razón. Aún no estaba enferma, podía entonces escribir fingiendo estar medicada hasta las narices pero con la salud de quien sólo encarna un frágil papel por un breve período de tiempo.

Cuando uno se hace el loco termina enloqueciendo, y creo que al terminar mi primer poemario, Antes del suicidio, caí realmente enferma. Me sentí como una gallina vieja y desplumada, de esas que, tras retorcerles el pescuezo, sobreviven milagrosamente a la muerte en el caldero humeante; y así, abandonada sobre la cama, aletargada y confusa, alargué el desagradable invierno tropical, postergué asuntos burocráticos tales como poner la casa de mis padres a mi nombre o abrir una cuenta de banco con lo que ellos me dejaron en pesos cubanos; comía lo que me traía cualquier vecina cuando podía y no comía cuando nadie me hacía el favor, y hasta dejé de revisar el correo e incluso de ducharme. Me hice adicta a aquellas cremas mentoladas que heredé de mi madre y decidí padecer hasta que el cuerpo aguantara y se arreglara solo.

No, no voy al médico en Cuba porque desde niña intuí que en el laboratorio de mi padre inyectaban veneno a personas sospechosas o incómodas al sistema, también pienso que a ellos les quitaron los frenos para que se desaparecieran de una vez en el aire, llevándose consigo esos secretos de envenenamiento farmacológico que habían amenazado con hacer públicos si los seguían presionando. Después de imaginar el infierno de mis padres en el Polo Científico, yo no estaba dispuesta a ser parte de ese plan infinito.

Un día antes de declararme enferma, una mañana de lunes, caminé hasta el correo que está en los portales de Infanta, escribí en un sobre amarillo reciclado el nombre del remitente y, pasando la lengua a la goma ácida, lo cerré. El sonido del buzón susurró: «Ya está.» Había enviado a un concurso en España mi primer poemario, no tenía nada más a lo que apostar o perder, y si lo hice fue como última salida al acorralamiento.

El vómito de los portales, el olor a frito y la voz de los vecinos peleando me sacaron de la idea. El repiqueteo de las tumbadoras de un «toque de santo» anunciaban que no resistiría aquello por mucho tiempo, el contexto me sacaría a patadas. La ciudad que amaba ya se había extinguido con amigos y todo.

En el momento en que abandoné el libro en ese buzón estuve a punto de permitirme presentir que me darían el premio, salí corriendo por los portales, la neurosis no me deja permanecer alerta con pensamientos agradables. La realidad colabora y te derriba cualquier indicio de triunfo por pequeño o luminoso que sea.

Pero, en contra de toda mi negatividad, gané, gané, mis poemas se defendieron solos y renacimos juntos.

Cuando salí de La Habana, de nadie me despedí, en el mismo aeropuerto me contactó un señor que evitó presentarse con su nombre. Era un burócrata con ademanes de político, manos temblorosas, olor a nicotina y un tic nervioso en los ojos. Según él, mi libro no sería tomado en cuenta por la oficialidad, ni se haría el anuncio del premio dentro de Cuba. Me invitó a valorar la idea de no regresar por el momento. El compañero de la guayabera era un ignorante con entusiasmo y me comunicó que el imperialismo estaba detrás de mi premio, un premio sólo merecido por una maniobra publicitaria a causa de la muerte de mis padres. Su discurso me regaló varias claves de cómo ha funcionado la censura durante todos estos años. Dijo ser un funcionario. ¿Un funcionario? ¿Alguien que se durmió en la época del caso Padilla y despertó hoy? Dicen que esas cosas ya no pasan. En realidad sólo tuve un rato para asustarme, luego vinieron los controles, el avión, y, al despertar, Madrid borró esa visión miedosa y provinciana que intentaban imponerme en este viaje, la perspectiva estrecha que encuentra al imperialismo detrás de un premio de poesía escrito por una desocupada. En cualquier caso, ¿qué tienen que ver mis padres con esto? Ellos no estaban a gusto con mi poesía, no la comprendían. Yo no tenía nada que perder, nunca he trabajado para el Estado, no pertenezco a un ministerio y todo eso me pareció ridículo. ¿Por qué el imperialismo querría premiar mi trabajo?

La librería de El Corte Inglés y La Casa del Libro estaban engalanadas con la portada de Antes del suicidio, el semblante renacentista de una ahorcada y un pergamino sin terminar. Un guiño que llama la atención sobre el contenido del poemario.

Luego vino una crítica sobria, excelente, cenas con lo que vale y brilla de la literatura española. Traducciones, firmas, ferias. Visité algunos museos, me compré unas botas rojas, un abrigo verde botella y unos aretes de oro blanco parecidos a los que perdí en mi infancia. Completé tres maletas de libros, entre ellos varios diccionarios antiguos, ilustrados.

Tenía que escribir otro libro. Debía demostrarle a mi editora que había vida antes y después del suicidio. Para ello solicité tres becas en Europa, intentaba asegurarme un espacio para escribir en otra parte que no fuera Cuba, y eso me parecía lo adecuado. Pasé mucho tiempo ocupada y acompañada, mis amigos de todas partes volaban a verme y yo viajé a donde pudiera encontrarlos. Cuántos reencuentros.

Cuando regresaba a Barcelona me quedaba sola nuevamente, los fines de semana o los días feriados me sentía morir. Volví a recaer en los insomnios, pasaba la noche dando vueltas por mi habitación de hotel y el amanecer me sorprendía sembrada en una cama ajena, en una vida ajena, sin saber cuál era la mía o dónde podía encontrarme con ella.

Regresé a La Habana sólo cuando tuve claro que en el invierno tendría mi billete de regreso. Con parte del dinero que gané arreglé mi casa, al fin alcancé a restaurar las viejas marinas, antiguos óleos que coleccionaba mi madre desde joven, y habilité el jardín, que se había vuelto un verdadero muladar. Puse en pie los muebles, tapicé los asientos, compré sábanas y hasta un calentador para ducharme más a menudo. ¿Esperaba algo? ¿Esperaba a alguien? No, pero la vida empezaba a funcionar como cuando éramos una familia, y aunque mi poesía y yo éramos la única familia, todo debía fluir con comodidad; debía sentir comodidad en medio de una soledad espesa que no lograba espantar con nada. Escribía al amanecer, y en las tardes intentaba caminar de El Vedado hasta la Quinta Avenida para cansarme y luego poder conciliar el sueño.

En la guía telefónica busqué y encontré los números de varios autores, organicé encuentros con escritores que admiraba desde siempre y ya consideraba mis colegas. Ellos me decían que sí pero terminaban dejándome plantada con la mesa puesta. ¿Quién era yo para invitarlos? Una fresca y una extraña, muchos ni siquiera habían leído mis textos. Poco podía hacer por socializar. Intenté invitar a los que, como yo, sufrieron el silencio épocas atrás, pero a los que quedaban aquí los habían rehabilitado y en esta cómoda situación no querían problemas. Intentaba averiguar los horarios de lanzamientos o lecturas, llegaba a ellos y allí nadie me conocía ni deseaba conocerme, o compartir un comentario o una copa de lo que ofrecieran.

¿Qué podía hacer? Vivía en un país donde, al parecer, se habían puesto de acuerdo para tirarme la puerta en la cara, o acaso era mi neurosis la que generaba ese fenómeno. ¿Qué diría mi padre? ¿Estaba comportándome como una psicópata? ¿Un solo libro con éxito en España no es razón suficiente para integrar el círculo de autores en este país? ¿Qué es el éxito? Seguí intentándolo, me volví una maldita pesadilla para la gente que se ocupaba de las publicaciones nacionales. Llevé mi libro premiado a tres editoriales, y aunque presioné e insistí, nunca recibí respuesta. ¿Por qué?

Almorzaba sola en los hoteles, a veces comía con los amigos de mis padres, que preferían no exhibirse mucho conmigo. Era una apestada, y ese sentimiento se hizo más fuerte cuando comencé a colaborar con El País en los tiempos que pasaba fuera de Cuba. A partir de entonces tuve varias visitas en el mes, todas de funcionarios con guayabera. Llegaban a la hora de la comida, a tiempo para «pegar la gorra», y durante sus charlas me fui dando cuenta de que me habían elevado a la categoría de disidente. ¿Por qué disidente? No se trataba de mi poesía, se trataba de mi estatus, ese que me habían fabricado ellos mismos sin darse cuenta. Tenían que colocarme en un lugar, no importaba si era real, había que colgarme un cartel, y así lo hicieron. Nadie me preguntó si mi corazón estaba a la izquierda o la derecha, nadie averiguó cuál era mi posición con respecto a este largo gobierno. Eso ya ellos lo habían resuelto por mí. Era una disidente y me estaban «dando atención».

Empecé a comprar el café que les gustaba, hacía comida criolla los martes y los jueves porque seguro enviaban a alguno de los «compañeros», mientras otros atendían al resto de los disidentes que yo, como casi todo el pueblo, desconocía. Por ellos supe cuánto ganaba un verdadero disidente, quiénes le traían el dinero y que algunos no aceptaban remesas. Aprendí que temen o respetan a unos más que a otros. Caminaba por las calles pensando que me perseguían y buscaba en la distancia un carro oficial o un personaje vestido de civil que nunca descubrí. Detecté un molesto eco en el teléfono y cada vez que necesitaba algo aparecía en mi puerta un vendedor con lo que había dicho que estaba buscando. Una impresora, papel, pluma de fuente. Mi espacio personal se volvió un espacio público.

Una madrugada decidí salir a caminar, el insomnio y el encierro me tenían harta. Pude elegir, al fin lo hice: o insomnio o encierro, pero ambos no. Comencé a contemplar la posibilidad de encontrar una pareja para compartir los nuevos poemas, la casa, el éxito y aliviar la soledad que sentía desde antes del éxito. Sí, esa madrugada frente al Malecón juré encontrar una pareja. ¿En Cuba? Únicamente que me case con uno de los oficiales de guayabera, aquí ya no me queda nadie. El salitre sonaba bajo mis pasos como polvo de vidrio que uno pisa sin querer, luego lo fui aplastando exprofeso hasta sentir que caminaba sobre las olas, y cuando estaba a punto de llegar supe cuánto de sal tiene esta ciudad, el camino de sal es la antesala para llegar a mi casa desde el mar. La Habana es una palangana de sal rodeada de agua por todas partes.

Al alcanzar mi esquina, miré el reloj de mi padre, un antiguo Cuervo y Sobrino que funcionaba como el primer día, estaba tan oscuro que no pude darme cuenta de la hora, pero por la tranquilidad del barrio supe que ya había entrado la madrugada, subí la vista y me encontré con un bulto en mi puerta, eran personas esperando, gente que no podía distinguir en la oscuridad; en medio de la sorpresa pensé que debía alumbrar esa parte de la acera. Un farol verde vendría bien en ese ángulo, musité mientras atravesaba la calle advirtiendo que eran tres personas las que llamaban a la puerta. ¿Qué querrán a estas horas?, pensé mientras apretaba el paso preocupada.

Hola, les dije sin poder esconder que estaba nerviosa. Hey, hola, contestaron a la vez. Te estábamos buscando, me dijo una de las mujeres que yo no conocía. Eran un hombre y dos chicas. Qué desean, dije sin lograr ocultar el temor. ¿Podemos pasar?, me imploraron al tiempo que señalaban al hombre. Es un poco tarde, pensé. ¿Qué desean? ¿A quién buscan? A ti, dijo la señora, estamos buscándote a ti porque… Se trata de tus poemas, ¿podemos entrar y hablar tranquilamente? ¿Mis poemas? Mi ego mordió el anzuelo. Claro que sí, dije atravesando la cerradura con la llave, lo hice rápido, con maña, porque como no podía ver nada afuera prefería entrar para entenderlo todo dentro, con luz.

Abrí las puertas y todos exclamaron maravillados al encender una lámpara ocre en el salón. Era cierto, teníamos una casa muy especial. Una de aquellas viejas mansiones de El Vedado, las mismas que las personas al pasar se preguntan de quién serán y cómo pueden mantenerse en pie. Allí estábamos, atravesando mamparas, pisando un suelo de baldosas caleidoscópicas, encendiendo lámparas art nouveau y, sobre todo, rompiendo el riguroso silencio que acompaña la estancia desde hace casi dos años.

Terminamos instalados en el comedor. Me senté tranquila a escucharlos. Era extraño porque hablaban y señalaban a un sujeto que supuestamente debía conocer, pero que yo no reconocía, me comentaban que en la revista de viajes de Virgin ese señor había leído mis poemas traducidos al inglés y se había enamorado de tres, especialmente de la serie Bob Marley amanece vivo en La Habana. Se trata de un texto hecho en tono de canción, repite como el reggae varias veces las mismas frases y las mismas palabras hasta marearnos, pero ése es un efecto de mareo visible, construido. Yo no hablo inglés, la señora delgada que me pidió entrar para conversar no paraba de traducir, era el único medio para entendernos. El matrimonio de americanos o ingleses agradecía cada palabra mía, tenían en sus manos la revista de la línea aérea. No tenía idea de que esos textos habían sido editados allí, y mucho menos traducidos. Le serví un ron a cada uno, para la traductora y para mí hice café con leche. Clareaba, faltaba poco para que amaneciera.

Mientras bebía café en mi viejo jarro de aluminio vi salir los primeros rayos de sol, la luz ámbar entró por las celosías hasta alcanzarnos; a petición de los desconocidos, sonaba Rubén González, pero todos a esas horas ya se habían dormido sobre los cojines. Fue entonces cuando descubrí la cara de Sting, miré sus cuerpos enlazados. Sí, no había dudas, eran él y su esposa Trudy quienes estaban tendidos en el suelo de mi casa, dormitando, pero aún atentos al viejo tocadiscos. Hasta ese momento no lo había notado. Por fin lo entendí. Un frío se apoderó de mi estómago, estornudé tres veces, así hago cuando estoy nerviosa. Traté de apurar el trago de café con leche con la naturalidad necesaria para levantarme e ir al baño sin despertarlos, tenía que lavarme la cara para volver en mí, hice todos los esfuerzos posibles para que ellos no se dieran cuenta de que yo no supe antes quiénes eran los extraños visitantes y por qué le daban tanta importancia a mis tres tristes poemas a Bob.

Sting en Cuba. Sí, señor, Sting y su mujer amanecían aletargados en el suelo de mi casa, eso puede ocurrirnos. En Cuba cualquier cosa puede suceder, no hay que asombrarse de nada. Había escuchado muchas anécdotas de famosos viajando de incógnito a La Habana, lo que nunca pude imaginar es que Sting visitara este mi lugar, al que nadie quiere venir a acompañarme desde la muerte de mis padres. He terminado siendo una huérfana apestada, una solterona disidente, una loca incomprensible que escribe poemas para leer en los aviones. Les ofrecí un chocolate caliente antes de partir al hotel. Sting era afable, suave, espigado como una garza, delgado, y tan joven que parecía tener mi edad y no la suya. Su esposa guardaba distancia, era dura e intensa, reía por todo, reía sola, sus estrafalarios zapatos Louboutin desaparecieron debajo del gran sofá, y localizarlos nos llevó un rato.

Sting, vestido como para una clase de yoga, fresco como una lechuga a pesar de la mala noche, agarró mi cara, la apretó con fuerza para besar luego mi frente, me dio las gracias por prestarle mis tres poemas y dijo algo más en inglés sobre ellos que no alcancé a comprender. Antes de besarme por última vez, balbuceó: «Adiós, Cleopatra.» Me despedí encantada, traté de fotografiar el momento con mis ojos pues sabía que nunca más volvería a verlo, y eso no era lo importante, no soy una persona que compre un disco suyo, pero forma parte del sonido de mi generación, ese sonido que padeció la política musical, un americano por seis hispanos; por suerte él era inglés y lo canjeaban fácilmente entre mariachis o el pop argentino. Sólo quedaba ese aroma a crema de almendras y Chanel, sólo quedaba Rubén acompañando a Bob Marley sobre el piano de ese amanecer.

Me quedé en la ducha un largo rato, intentaba recordar los momentos en que escuché a Sting durante mi adolescencia, los hombres que me besaron mientras lo escuchaba. Pero nada de eso sucedió, nunca un hombre me besó escuchándolo. Ningún hombre nunca quiso besarme así antes de irse para siempre.

¿Qué quería? ¿Usar mis textos? Yo le dije que sí antes de saber quién era. Es increíble la facultad de volar que tiene la literatura, viajar sola, navegar libre, aunque la aprese estrangulándola con mis manos tensas y venosas se niega a ser una más de mis cadenas perpetuas, ella vuela con personalidad propia, se independiza de mí, de mis mordazas, y si regresa viene con otro acento.

Así mojada, me tendí en la cama para intentar conciliar el sueño. Cuando estaba a punto de dormirme sonó el teléfono.

¿Quién llamaba tan temprano? No era difícil de adivinar, los «compañeros» querían saber qué hacía «el cantante de The Police» en mi casa. Eso mismo preguntaba yo ante la mirada incisiva de tres oficiales que aparecieron de sorpresa y que pensaban les ocultaba lo mejor, mientras que para mí lo mejor era seguir libre para escribir textos que me regalaran sorpresas inexplicables como aquélla. Los «compañeros» empezaban a desconfiar, y entendí que era el momento de poner mar por medio, de lo contrario terminaría presa por recibir a extraños ejemplares como Sting en mi casa.

La policía cubana no escucha esa música y educarlos, explicarles la diferencia entre sus inicios en The Police y la obra toda de Sting, decirles que nada de eso haría daño a Cuba, me llevaría más tiempo del que yo disponía para ellos.

Como en el presente no encontraba a nadie que tuviera algo que ver conmigo, como sólo sentía vigilancia y vacío, decidí recuperar lo que nos habían arrancado, la normalidad de enamorarnos de personas de nuestra generación, el fluido cauce que nos desviaron o nos castraron en la marcha de esta otra guerra silenciosa. Hice una lista de los hombres que debieron ser mis hombres, acompañarme edad por edad, etapa por etapa, aquellos que nos arrancaron, como si los mandaran a la guerra en masa, y desaparecieron en esta otra guerra por la extraña circunstancia de la diáspora.

Nadie ni nada puede alejarnos de nuestro destino, me dije, y a él fui corriendo, convencida de poder recuperar algo de lo que nos habían desarraigado. Forzar el oráculo o arreglar su rumbo era para mí el siguiente paso.

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Sinopsis:

Domingo de revolución, Wendy Guerra

Domingo de revolución, Wendy Guerra

Ésta es la historia de Cleo, joven poeta residente en La Habana, una autora bajo sospecha. La Seguridad del Estado y el Ministerio de Cultura creen que su éxito ha sido construido por «el enemigo» como un arma de desestabilización, una invención de la CIA. Para determinado grupo de intelectuales del exilio, en cambio, Cleo es, con sus aires críticos, una infiltrada de la inteligencia cubana.

Atrapada en este vaivén de elucubraciones, prohibida e ignorada en Cuba, Cleo es la controvertida pero exitosa escritora traducida a varias lenguas que estremece a quienes la leen fuera de la isla. Sus textos narran el final de un largo proceso revolucionario de casi sesenta años. El domingo de una intensa semana de revolución que ya ha conocido dos siglos. Enclaustrada en una hermosa mansión de El Vedado bajo la maravillosa luz de una ciudad detenida en el tiempo, Cleo vive una aventura sentimental con un actor de Hollywood al mismo tiempo que «descubre» a sus padres y resiste en un país que la culpa por su gran pecado: escribir lo que piensa.

Título: Domingo de Revolución. Autora: Wendy Guerra. Editorial: Anagrama. Edicion: Papel y Kindle

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