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Duerme

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, VIII: DUERME

Empezó después del divorcio, en otoño, y lo achaqué a mi estado de ansiedad, al cambio de estación, al inesperado exceso de espacio. Quizá ya no sabía dormir sola. Es curioso cómo descubrimos a veces que lo que más echamos en falta del otro son las pequeñas cosas. Tropezar con sus botas abandonadas en medio del pasillo. Destornilladores apareciendo en los lugares más insospechados. Las nauseabundas bebidas energéticas ocupando media nevera. Su olor en el armario. Su respiración al otro lado de la cama.
Durante seis interminables meses apenas fui capaz de conciliar el sueño. No hubo infusión, remedio casero, droga más o menos legal, terapia ni argucia capaz de devolverme la facultad de dormir. Cambié de colchón. Renové mis juegos de sábanas. Arrastré la cama por toda mi habitación. Me mudé al sofá, en un intento por abandonarme al soporífero soniquete de los tarotistas, vendedores de ollas a presión y otros ridículos gurús de la televisión nocturna. Nada funcionó. Me convertí en un espectro malhumorado, en un saco de huesos que caminaba por la vida tropezando con sus propios pies, desmemoriado, torpe e irascible. Llegué a pensar que perdería mi trabajo. Mi vida se había transformado en una sucesión de errores, distracciones, accidentes estúpidos y migrañas. A veces quise morir. Dicen que morir es dormir para siempre. Mucha gente teme a la muerte. Yo no. Imaginad, toda la eternidad para descansar, en paz, en silencio, cruzar las manos sobre el pecho y dormir…

Estaba en el punto más álgido de una de mis crisis, cuando sucedió por primera vez. Permanecía recostada en la oscuridad, con la mirada fija en algún punto de la pared. Hacía tanto tiempo que no pensaba en él que su imagen fue como un puñetazo en el pecho. Durante nuestros años juntos, me daba la mano cuando no podía dormir. Cerré los ojos. Hasta la última fibra de mi ser deseaba volver a sentir aquella mano apretando la mía. Y entonces, lo noté. Todo mi cuerpo lo notó, poniéndose en alerta de inmediato. Se me erizó la piel y mi pulso enloqueció. Abrí los ojos. Las manos, negras como arañas, avanzaban sobre la colcha. No pude moverme. Entré en pánico. «Es un sueño», me dije. Pero sabía que no era un sueño. Estaba despierta. Siempre estaba despierta.
De pronto, un fogonazo insólito iluminó la habitación desterrando la penumbra. La vi. Una mujer, junto a mi cama, mirándome fijamente. Vestía un hábito oscuro. Era joven, muy pálida. Una cascada de pelo rubio caía sobre su hombro. Sus ojos eran como la misma noche, dos pozos sin luz y sin vida. Ladeó la cabeza, en un gesto de curiosidad. «Duerme», ordenó. Oí su voz. No resonó dentro de mi. La oí de verdad. Lo siguiente que recuerdo es la luz del alba entrando por las ventanas.
Ella vuelve cada noche, desde hace un año. No sé quién es. Quizá un alma atormentada y compasiva. Quizá no. Solo sé que, desde que me visita, puedo dormir. Tal vez eso debiera darme paz. Pero ahora, un nuevo terror me acompaña. Me pregunto cuál será el precio que deberé pagar por mi descanso. Me pregunto qué ocurrirá si ella me abandona también. Porque, si lo hace, me quedaré despierta. Y las manos negras llegarán hasta mí.

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