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El oido absoluto, Manuel Longares

Comenzó su carrera literaria Manuel Longares con definido sesgo de narrador culturalista y experimental. Sus tres primeras novelas, aparecidas ya reconquistada la democracia, entre 1979 y 1992, forman un «ciclo literario»  en que prefería hablar de la literatura, de la zarzuela y de la ópera antes que de la vida común. O, si se quiere, la vida corriente se traslucía solo y ocupando un papel semejante al de invitado de piedra a través de su estilización artística. Esta cualidad fundacional de literatura que habla de literatura —metaliteraria se dice en la jerga de los teóricos del ramo— brilla con la fuerza debida en el posterior compendio de las tres divertidas fábulas en un único volumen, La vida de la letra. El título sugerente y declarativo, como suelen ser los del escritor madrileño, revela el fondo no secreto de la trilogía (yo sí la considero como tal, aunque el autor encarezca que no lo es al carecer los libros de unidad argumental), darle vida a la letra, a lo ya impreso o representado —los relatos psicalípticos, el teatro musical ligero o grave—, en vez de poner la vida en letra, que es lo que suele hacer la literatura, sobre todo la narrativa.

Después de aquel ciclo, Manuel Longares cambió sus intereses. Puso, ha venido poniendo, letra a la vida. Pasó a hablar del mundo corriente que disimulaba en sus primeras obras. Se volcó en contar, aunque sosteniendo siempre un registro de gran creatividad verbal y de expresionismo burlesco, la España posterior a la guerra, en visualizar los lares y penares nacionales, por decirlo con la expresiva imagen del exilado republicano Manuel Andújar. De esta empresa dan cuenta su obra mayor, Romanticismo (2001), la penetrante crónica fabulada de los desvaríos de las derechas en los amenes de la dictadura, o, con significativa insistencia, sus penúltimas entregas, Las cuatro esquinas (2011) y Los ingenuos (2013), que atraviesan a lo largo y hasta nuestros días la época histórica que se abrió con el triunfo de las armas sublevadas.

"Longares alcanza cimas en la distorsión esperpéntico burlesca. Incluso riza el rizo del juego humorístico expresionista y exhibe sus prodigiosas facultades en los recursos verbales"

Cuando parecía que éste era el rumbo definitivo de Manuel Longares, nos sorprende (aunque, la verdad, no demasiado) con el regreso a sus primitivas querencias. A ellas vuelve como, se dice, lo hace el asesino al lugar del crimen, a causa de una fascinación por la literatura que convive holgadamente con el aliento moral y testimonial. De entrada, el libro donde ahora se produce el retorno, El oído absoluto, plantea una situación relacionada con lo libresco: una chica talludita, Palmira, gestiona la entrega de los libros de un primo recién fallecido, Máximo, a la biblioteca de Pagán, el pueblo imaginario, a un par de horas en coche de Madrid, de procedencia familiar. Máximo es hijo de un malogrado poeta local, Max Bru (¿homenaje al exilado Max Aub?). El punto de arranque de la novela, que se recupera en el cierre al modo de relato circular, da pie a la narración de la desventurada trayectoria personal de Max, junto con las vicisitudes de otros allegados suyos, y del destino de sus escritos. Tres bloques narrativos entrelazados refieren ese recorrido panorámico.

Arranca El oído absoluto con una recreación muy valleinclanesca de los orígenes de Max, del delirio literario que le lleva del pueblo al Madrid de los años veinte, donde espera hacerse un hueco gracias al apoyo insinuado por el «mejor escritor de la Madre Patria» (burlesca designación del personaje cuyo nombre se silencia, Ortega y Gasset) durante una visita cinegética a Pagán. Es el Madrid de la Residencia de Estudiantes, del florecer de la luego etiquetada generación del 27, también de la bohemia, y de tantos vates y artistas que buscan un lugar al sol de la república literaria o su minuto de gloria. Con nombres respetables y con otros poco presentables, se llena esta parte de literatos, y se juega, párrafo sí y párrafo también, con citas de obras, con versos serios y zarzueleros. Nos vemos, así, atrapados en un puzle y collage, con algo de deliberado pastiche, divertido, exagerado. El intimismo emocional de Antonio Machado figura con el mismo rango del tópico modernista y de la copla de la revista teatral popular. Longares alcanza cimas en la distorsión esperpéntico burlesca. Incluso riza el rizo del juego humorístico expresionista y exhibe sus prodigiosas facultades en los recursos verbales y paródicos hasta un punto, a mi parecer, de exceso en la perseguida exageración. Aunque se entiende y está justificado por qué lo hace: el chafarrinón en el límite del grotesco servirá de contraste a lo que luego ha de ocurrir y saberse. Esta parte se titula «Épica» pero una intencionada paradoja la cierra con horrenda tragedia: la mujer de Max, Eladia Mansilla, la musa que espoleó su vocación lírica, muere acribillada por la horda fascista junto a otros paisanos en la plaza del lugar.

Lo mismo que el aire se serenaba al sonar «la música estremada» del compositor Salinas, la prosa se tranquiliza al llegar la segunda parte, «Lírica», de la novela. La acción se traslada a un pueblo francés, Monlieu, donde Max se refugia de la guerra española y es acogido por una tal Otilia Risco. Se remansa sin perder abultamientos anecdóticos: la dicha señora es notable por alcanzar coitos literalmente tronantes. Ahora, además, se refuerza el papel de un hilo conductor de la trama, una estudiosa, la profesora Reina Landete, que recopila materiales para escribir la biografía del poeta, a quien conoce con más intimidad de la necesaria para su trabajo académico. Gracias a esta dedicación sabemos, además, de los diarios de la desventurada Eladia, que recrean el abandono que asumió la mujer por la carrera de su poeta. El cual acabará sus días, enajenado, al poco tiempo, en 1946, ya de retorno a la patria, en el manicomio de su pueblo.

La siguiente y última parte no hace concesiones a la paradoja y el sarcasmo en su título, ahora certero, «Dramática». Amargas son las memorias del hijo de Max, Máximo Bru Mansilla, que trabaja en Madrid en una empresa de teatro revisteril, La España Musical, y escribe un alegato dolorido que reprocha al poeta haberle abandonado y convertido en víctima de sus ambiciones. Esta reconcentrada carta al padre requiere el nuevo registro expresivo, en primera persona confesional, de fraseo matizado, emotivo y bastante funcional, lejos por completo de la restallante pirotecnia de la parte «épica». Ya sabíamos quienes seguimos a Longares desde sus primeras andanzas la versatilidad de su prosa, pero aquí resplandece una capacidad insólita en nuestros narradores del presente para modular su escritura con registros tan distintos. El de esta última parte es más convencional, carece del personalísimo chisporroteo lingüístico y conceptual de las anteriores, pero es el que yo prefiero de la novela. Porque comunica con una eficacia absoluta las desazones emocionales de Máximo y se adapta como un guante a la esencia del relato, una narración psicologista.

El fondo de El oído absoluto me deja un sabor de boca raro. No la forma, en la que tantas cosas admirables logra Longares: la estructura que sostiene con firmeza la variedad de hilos anecdóticos en espacios y tiempos diferentes; la riqueza de la prosa, con el instinto del auténtico creador idiomático; la variedad de personajes, desde los tipos extravagantes, zumbados que emparentan con los héroes predilectos de Luis Mateo Díez, o ridículos hasta seres con la dignidad intuida en la viuda del poeta. El fondo, digo, es el que me suscita incertidumbre. Longares hace un claro homenaje a la literatura, a su valor para desvelar la realidad, y trata de la dificultosa trasmisión de los hijos del afán del letraherido, los textos. Pero el homenaje se encarna en un tipo, Max, poco ejemplar. Y su destino es, dicho está, la locura y el manicomio. ¿Habla el autor del fracaso del empeño creador al mostrar su cara oscura? O, esta mirada negativa ¿no será un modo de señalar la poca y menguante importancia que el mundo concede a las letras? ¿Por qué hablar tanto de literatura si la literatura soporta el estigma de ese creador enfermo y tiene el fin gris que vemos en nuestros días? ¿Afán todo ello inútil? No sé si Longares se resigna a la insustancialidad actual de las letras o reivindica un papel de mayor enjundia. También pudiera ser que no dé respuestas, que busque que el lector se haga esas preguntas. Sea como fuere, esta estupenda y desmitificadora novela, inquietante, festiva al comienzo, muy triste al final, no se acomoda a un lector común, al de la literatura comercial al uso, sino que está abocada a la amplia minoría que exige escritura solo de calidad.

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Título: El oído absoluto. Autor: Manuel Longares. Editorial: Galaxia Gutenberg. Edición: Papel y Kindle

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