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Entrevista a Arturo Pérez-Reverte en La Nación

Entrevista a Arturo Pérez-Reverte en La Nación

A continuación, reproducimos la entrevista que la revista del diario argentino La Nación ha realizado a Arturo Pérez-Reverte.

En burdeles de Bangkok, lejos del olor a pólvora y el repiqueteo de las balas, hubo un tiempo en que el joven corresponsal de guerra les prestaba el oído a veteranos colegas. Entre copas y desahogos vivenciales, esos tipos curtidos por la barbarie, marcados por el desarraigo y la soledad, eran hábiles periodistas de trincheras. Siempre urgidos por llegar primeros para contarle al mundo cómo muta la vida bajo el asedio, a aquellos viejos reporteros los años de guerras «los hacían envejecer muy mal». Desorientados en tiempos de paz, la lucidez para interpretar el mundo en aguas serenas los hundía incluso en una suerte de vacío existencial.

Arturo Pérez-Reverte no quería terminar como ellos. Lo olfateó rápido, en esas tertulias de madrugada y cigarrillos entre historias de mil batallas: «El periodismo de guerra es bueno -dedujo- mientras uno sepa salirse a tiempo.» Igual que cuando se renuncia a un amor que jamás llegará a buen puerto. Los años y las revueltas armadas se sucedían y el avezado corresponsal -firma descollante del diario Pueblo y más tarde de la TVE-, no había urdido siquiera su retirada.

El reposo del guerrero, aquel que lo estrenó como novelista, sobrevino tras la guerra civil angoleña en los años 80: «Una enfermedad tropical, de las muchas que he tenido, aunque nunca una venérea», se confiesa, lo mantuvo meses en Madrid lejos del ruedo. Para matar el tiempo, por placer y divertimento, se impuso escribir una novela. El húsar, el soldado imberbe de la caballería ligera, ávido por entrar en combate y repeler a las huestes napoleónicas, pasó sin pena ni gloria. Tras el golpe de Estado en Túnez en 1987, al reportero lo acechó otro ímpetu literario: nació, así, de un tirón, El maestro de esgrima, una suerte de reescritura de las novelas de Dumas.

Aunque sin ansias de fama -después de todo, era un periodista de fajina, un outsider de las letras-, su tercer libro, tal vez, sosegaría su inventiva. Pero con La tabla de Flandes, éxito descomunal en toda Europa, se fraguaba el Pérez-Reverte novelista.

«Soy un escritor accidental, nunca tuve vocación de ser escritor», evoca este Athos de las letras, temido articulista y prolífico autor de 25 novelas imperecederas. El cartaginés exhibe los modos de un dandy. Conversa con paciencia de orfebre en un ámbito que desentona con sus recuerdos bélicos. Entre mármoles de arabescato, copas de cristal y una vista soberbia al Río de la Plata, el décimo piso del Hotel Alvear perfila, sin embargo, su presente como megaestrella literaria.

«Es un caballero, pero no es un caballero», dirá el rey Arturo, al citar a la actriz Gloria Swanson en un film de los años treinta, Esta noche o nunca, sobre su último personaje, Falcó. Una descripción elíptica que también proyecta (o deforma) al audaz ex reportero de guerra, al novelista encumbrado, marino insomne y díscolo académico de la Lengua, que una semana más tarde firmará parado y estoico ejemplares de su obra hasta que las velas se apaguen en la Feria del libro.

Para saber quién es Pérez-Reverte y conocer sus vivencias en la guerra, ¿hay que leer El pintor de batallas?

Mi biografía está repartida en todas mis novelas, porque les presto a mis personajes la mirada que mi vida y mis lecturas me han dejado. Pero El pintor de batallas es una novela autobiográfica. Tiene un cinco por ciento de novelesco: todo lo que cuento, lo que ocurre, las circunstancias, y hasta la mirada del protagonista, son reales.

¿Por qué nunca volviste a abordar ese registro, entre filosófico y confesional, que para muchos es tu obra más deslumbrante?

No fue una novela feliz; pero era lo que necesitaba escribir. Durante un año y medio ajusté cuentas con mis recuerdos. Usé los que no eran agradables, casi como un ejercicio de reflexión personal. Todo ese álbum de fotos oscuras en 21 años de guerra pesaba demasiado y pensé que escribiendo sobre eso, ordenaría la memoria. Si Territorio comanche había sido un libro más lúdico, sobre cómo se vive en ese mundo, El pintor… fue algo mucho más duro y profundo que decía: «Mirad como se ve este mundo». Esa gimnasia cumplió su cometido y a partir de allí mi vida como novelista cambió. Cerré una puerta y abrí otras. No hubo ni habrá otro libro igual. Escribo para pasarlo bien. Soy un escritor feliz, pero lo soy aún más cuando escribo las historias que quiero y que me faltan contar.

Esa novela contiene una de las escenas sexuales más magistrales de la literatura contemporánea ¿Es un desafío abordar ese terreno?

No, cada novela tiene su exigencia. En Hombres buenos el almirante lee literatura erótica y hay mucha delicadeza. En Falcó, el sexo es más brutal. En El pintor… esa escena en Venecia es intensa, porque su historia de amor lo es. Intento que lo erótico esté en sintonía con el contexto general del libro. Jamás me autocensuro, aunque puedo equivocarme. Y muchas veces dejo que el lector complete las escenas.

Olvido, el gran amor que acecha al protagonista, ¿existió?

Ya no recuerdo si existió o no. Tampoco importa: vida y literatura son una misma cosa.

¿Umberto Eco te marcó como novelista?

No, fue clave por otras razones. Él entendía la literatura como yo. Cuando empecé a escribir se hacían novelas aburridas; la trama no importaba pero sí el estilo. En la Argentina hay mucho de eso, escritores que no tienen nada que decir. Esa literatura onanista, vaciada de ideas, que se mira al espejo. ¡Y a mí qué coño me importa! Estaba escribiendo La tabla de Flandes y al leer El nombre de la rosa tuve la certeza de que no estaba solo ni equivocado: Que hace falta haber leído mucho para poder escribir. Que el teatro griego, Homero, Virgilio, Dante, Cervantes, Montaigne, Stendhal, todo es un mismo lugar y que El asesinato de Roger Ackroyd de Agatha Christie es tan obra maestra como La marcha Radetzky de Joseph Roth. Es como cuando luchas contra un temporal: estás mojado, llevas días sin dormir, tratando de no perderte y, de pronto, ves un puntito en el radar. Otro velero con las velas izadas, peleando como tú. Lo ves, le mandas un mensaje de radio y luego observas cómo se va perdiendo en el temporal hasta desaparecer. Ahí te dices: «No estoy solo». Así me hizo sentir Eco. «No soy yo el raro, los raros son ellos.»

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