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Esos dos impostores

«Al éxito y al fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia». Esta máxima acuñada por Rudyard Kipling debió morir al mismo tiempo que el escritor británico porque si algo está sobradamente demostrado es que el ser humano moderno, en general, no está preparado para gestionar, y ni mucho menos admitir, el fracaso. Tendemos a maximizar nuestras victorias y relativizar nuestras derrotas, tratamos por todos los medios de justificarlas atendiendo a causas ajenas a nuestra voluntad, por lo cual, raramente aprendemos de nuestros errores y nunca de los éxitos.

Le sirvo un vino en condiciones y se lo ejemplifico con casos que han copado los titulares recientemente.

Vamos con el Brexit, ese ingenioso término con el que se ha acuñado la voluntad del Reino Unido de salir de la Unión Europea. Un resultado que nadie esperaba y que, por tanto, ha de considerarse en sí mismo como un fracaso. Lo más curioso, o escandaloso más bien, ha sido que más allá de buscar los motivos que subyacen tras la decisión de los británicos, todos los medios se afanaban en buscar culpables. El primero, Cameron, por supuesto, a quien se le acusa de no haber sabido vender a los suyos las bondades europeístas y de contagiar a la población un afán secesionista que no existía en el Reino Unido. Este se ha defendido señalando que la mala gestión de Bruselas con la oleada de inmigración ha alimentado la inseguridad, el miedo y por ende la desafección de los británicos hacia Europa. Otros culpaban a los mayores, franja de edad donde ha concentrado el voto que abogaba por la salida de la UE, tachándolos de egoístas; o a las regiones del interior y a las áreas rurales, las menos favorecidas, tildándolos de ignorantes.

"Más allá de la libre circulación de personas, ¿qué se ha logrado en materia social para que un vecino de Bradford sienta alguna afinidad con los que viven en Perugia, Tesalónica, Kolding, Grenoble o Aranjuez?"

Seguramente todos tengan parte de razón, pero… ¿de qué sirve buscar culpables? Quizá para que no se hable de lo importante: del fracaso de la Unión Europea, un ente creado bajo los principios de la solidaridad y la democracia con la idea de integrar política, social y económicamente los distintos pueblos y naciones que componen el continente Europeo. Si, como dice el Tratado de la Unión Europea, ese era el objetivo, ya tendríamos que hablar de rotundo fracaso para poder desglosar los motivos que nos han arrastrado a ser poco más que un conjunto de países que manejan una misma moneda y que comparten acuerdos comerciales con el exterior. ¿Dónde están los avances en materia política? ¿Y en lo social? Más allá de la libre circulación de personas, ¿qué se ha logrado en materia social para que un vecino de Bradford sienta alguna afinidad con los que viven en Perugia, Tesalónica, Kolding, Grenoble o Aranjuez? ¿Y con los que viven en Berlín? Como hermanos. Ni hablar, es mucho más sencillo culpar al incapaz de Cameron o a los vejestorios de piel rosada, catetos todos, que viven en su burbuja de la campiña inglesa, que admitir el fracaso de la Unión Europea, el fracaso de todos.

Ahora repasemos lo acontecido tras las elecciones del 26 de julio en España. Analicemos las reacciones de unos y otros tras los resultados. Podemos ha sido, sin duda, la formación política que más arena ha cosechado en las urnas toda vez que las encuestas —qué risa, oiga— los habían colocado a las puertas de la Moncloa. El partido que dirige Pablo Iglesias no ha escondido su decepción, pero tampoco admite el fracaso de perder más de un millón de votos con respecto a las elecciones de diciembre. Casi nada. El PSOE no solo eludía el término habiendo cosechado sus peores resultados históricos, no, Pedro Sánchez incluso hablaba de éxito por seguir manteniendo la segunda posición en el panorama político nacional a pesar de que se quedan a cincuenta y dos escaños del Partido Popular, pierde Andalucía y solo gana en tres de las cincuenta provincias. Bravo. Albert Rivera fue, quizá, el que se mostró más frustrado, sin embargo, señalaba a la injusta ley electoral como causa directa de su descenso de cuota política eludiendo el hecho de que muchos de sus antiguos votantes regresaron al reducto del voto útil motivamos por la siempre eficaz teoría del miedo. Frente a todos ellos, los populares representaron la otra cara, la de la victoria tan rotunda como inesperada. La algazara fue escenificada en el balcón de Génova, con un Mariano Rajoy que, viéndose de nuevo en La Moncloa se dejaba embargar por la emoción en un discurso onanista muy poco elegante.

Fueron los claros vencedores, de eso no hay duda, pero no celebraban su triunfo, festejaban el fracaso mudo de todos los demás.

Balcon de Genova

"Huimos tanto de la senda del fracaso que solo nos interesa caminar por la autopista del éxito, y que nos lo reconozcan, por supuesto."

Todos eludieron pronunciar la palabra, rehusaron mencionar el término como se huye de la cabeza de un tiñoso, no vaya a ser que el ciudadano, en su infinita ignorancia, vaya a confundir la asunción de la realidad con el derrotismo; no, eso jamás. Resulta obvio que nuestros próceres siguen pensando que eso de la política es un juego en el que si ellos no pierden, otros no ganan. O, cuando menos, ganan menos.

La pregunta es: ¿por qué huimos del fracaso?

La clave la reveló Kipling.

El éxito y el fracaso, esos dos impostores, sobreviven de su propio antagonismo. Son palabras antónimas complementarias, es decir, que el significado de una elimina a la otra, por lo tanto, no pueden coexistir al mismo tiempo. Sin embargo, son relativas en tanto que la percepción de las mismas puede variar en función del sujeto. Ahora bien, y vamos al quid de la cuestión, la sociedad moderna que hemos construido está claramente orientada al logro, al éxito, y el capitalismo como sistema económico mundial ha establecido unos estándares materiales que delimitan los dominios de ambos términos. Ser un fracasado, un «loser», se ha convertido en una lacra que nadie está dispuesto a admitir. Huimos tanto de la senda del fracaso que solo nos interesa caminar por la autopista del éxito, y que nos lo reconozcan, por supuesto, supuesto que no suele darse toda vez que pensamos que admitir el éxito ajeno implica, en mayor o menor medida, admitir nuestro fracaso. Y no es cierto.

Lo único que hay de cierto es que ambos existen y que el secreto para convivir con ellos, como apuntaba Kipling, es tratarlos con la misma indiferencia, es decir, usando el mismo rasero. La buena noticia es que, esa tarea, la de evaluar los éxitos y los fracasos personales, está siempre en manos de cada individuo. Solo hay que regalarse el tiempo necesario para la reflexión, y si es delante de un vino bueno como este, mejor.

Y salud, que no falte.

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Publicado en El Norte de Castilla el 4 de julio de 2016

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