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De glorias literarias, Jardiel Poncela y musas de supermercado

De glorias literarias, Jardiel Poncela y musas de supermercado

Miércoles. Salgo a correr con una pelota por El Retiro. Dos horas. Ni más ni menos. Ruta circular donde en unas semanas las vanidades irán a cruzarse en la Feria del Libro. Corro con la pelota y trazo autopases; pasan las patinadoras, los patinadores, un señor que habla por teléfono. Hay un bullicio de deportistas en la mañana de Madrid; cincuentones que corren en grupo, que trotan unas lorzas que son inexpugnables. Hay mucho deportista suelto en la mañana, y quizá sea un indicador sociológico de algo: quizá las víctimas del aceite de palma o del aburrimiento. Yo sigo corriendo. Tengo la costumbre de no estirar ni al principio ni al final del entrenamiento, y aquí sigo. Llevo el teléfono cargado y voy escuchando la radio, que es uno de los consuelos del desocupado y del solitario corredor. Correr, ya lo he escrito, es una tortura, diga lo que diga Murakami, que a mí decir me dice poco. Correr es lo más contrario a la poesía, al amor. Esto del running es un sufrimiento que hago por narcisismo, quizá por salud.  Envidio a los japoneses que pasean en la barca del estanque, ese estanque donde Juan Manuel de Prada cuenta que tiraron un cadáver en Me hallará la muerte. Justo cuando termino de entrenar recibo una llamada de Málaga: me conceden una mención especial del Premio «Manuel Alcántara» de Periodismo; en primer lugar, al coger el teléfono, creo que es algo de la policía por el tono de la funcionaria; después ya me relajo. Doy las gracias y cuelgo. Olvidé preguntar si tengo que preparar un discurso y si me entregarán una placa para colgar en mi Casa Museo. Ay.

Jueves. En la cafetería donde desayuno me encuentro a Sr Chinarro, le doy un abrazo y le pregunto por sus conciertos. Me avisa de uno por el Sur y en una fábrica de cervezas. Sr Chinarro escribe, juega al tenis, canta cada día más cerca del micrófono y hace también kilómetros en zapatillas. Me alegran estos encuentros mañaneros que me distraen de la lectura del periódico.

Por la noche he estado leyendo Cronistas bohemios, de Miguel Ángel del Arco, sobre aquella gallofa madrileña de periodistas inflados de alcohol y hambre. 1900 y Madrid hambriento, absurdo y brillante (Bonafoux, Sawa, Barrantes…). Como el Madrid de ahora mismo; como yo mismo. Ha salido en la prensa lo de mi «mención especial» en el Premio Alcántara y llaman para felicitarme. Yo, sarcástico, respondo que la caza menor no va conmigo. Que yo quiero noches enteras y no medias noches. Que no quiero una tapa de la gloria, que quiero la gloria entera. Puede que esto no lo diga y sólo lo piense, pero un poco de frustración sí que siento. El premio se lo han dado a un reportaje sobre Colombia o algo así; a mí me han reconocido un reportaje sobre Unamuno. Lo cual que cada uno reportajea sobre lo que puede. También es cierto que estos reconocimientos le suben a uno la moral, que la cosa puede servir para ganar puntos de cara a alguna estudiante de Periodismo. Siguen felicitándome y yo sigo insistiendo en que no he ganado nada. Es curioso que la gente crea en este aura del escritor; las miserias del día a día que padece aquí el plumilla ni las conocen. Piensan que vivimos del aire. Leer, nos leen poco. Opinar, sí que opinan.

"Pienso en esto de la gloria literaria, mi gestor me manda un mensaje sobre no sé qué caraja de agrupar facturas, de declaraciones, y le digo que hable con mi madre."

La gloria literaria no cotizada es una calderilla mate que no sirve ni para echársela a los puercos. Mi padrino Del Pozo, del que ya he escrito en este dietario, se queja de los letraheridos que no cobran en los periódicos. El caso de Emilio Arnao es paradigmático de esto. Arnao saca al año cinco novelas, dos poemarios, escribe una columna al día y casi que prepara biografías por encargo. Y no cobra. Es un grafómano de tomo y lomo. Vive en Mallorca y me llama todas las tardes; yo creo recordar que le hice un prólogo, presenté un libro suyo, y que después Raúl del Pozo nos llevó a cenar a Casa Lucio con Antonio Carmona, y que Arnao se fue por patas en busca de una amante de Cuenca o de Nigeria. Pienso en esto de la gloria literaria, mi gestor me manda un mensaje sobre no sé qué caraja de agrupar facturas, de declaraciones, y le digo que hable con mi madre. Resulta que mi piso patera, o mi dormitorio, no levanta más de 1,40; de ahí que yo duerma y sueñe en un altillo. Resulta que sólo hago una comida al día, y resulta que tengo que pagar por respirar. Lo que pasa en que en este país hay cosas más perentorias que las chuminadas de género que venden los biempensantes, los raperillos de Lavapiés y toda esa mamandurria de gente que anda apaleando el castellano y el sentido común.

Y sí, sí que trago bilis. Sí que me pone de mala hostia no ganar un premio; o quedarme en el portón. Ganar un premio bien pudiera permitirme unos meses más de alquiler; una patada arriba de oxígeno en esto de tener que pagar por habitar un zulo sin refrigeración. Los primeros calores ya me han echado a la calle. Salgo a pasear la Calle de Fuencarral; pillo una cerveza a un paquistaní y la termino de un trago. Ya he gastado un euro en vicio y me siento incorregible.

"Recuerdo que mi primera entrevista fue a Joaquín Sabina, cuando le dio por encuadernar versos hará ya casi quince años. Fui el único que lo entrevistó, me abrazó y mi jersey acabó con un glorioso tufo a whisky."

Viernes. En Madrid ya hay clima de fiesta, de Isidro, de Puente. Aquí en Madrid se trabaja un día y se descansan veinte. Debe estar en el origen hagiográfico de San Isidro, labrador y holgazán. Santo de las siestas; santificarás las siestas, que diría el otro. Vengo leyendo, casi alucinadamente, el libro Sabina Sol y Sombra, de mi compadre Julio Valdeón. Valdeón es un tipo de Valladolid con prosa hiriente y lírica, que vive por Brooklyn y escribe con rabia y poesía. Podría uno decir que se trata de otra biografía más de Joaquín Sabina, pero al lector lo sorprende todo un ensayo, todo un tratado, sobre el grajo de Úbeda y su creación. Valdeón ha investigado hasta el más mínimo resquicio de la vida del cantautor; ha hecho exégesis de sus ripios y de sus hallazgos. Valdeón lo mismo valora los acordes de una balada sabinera que le replica a su biografiado tal o cual petardo, incluso que prepare algo con el gran Julio Iglesias. Se trata de un libro capital que aborda a ese ser humano que es Joaquín Sabina, ese ser humano que es espejo de muchos de todos nosotros. Coincido con Valdeón en que cierta canción de Sabina, cierto domingo en el atardecer sin fútbol,  hace más dulce esto de vivir a los que somos un tanto cornudos y otro tanto nocherniegos. Y más allá, recuerdo que mi primera entrevista fue a Joaquín Sabina, cuando le dio por encuadernar versos hará ya casi quince años. Fui el único que lo entrevistó, me abrazó y mi jersey acabó con un glorioso tufo a whisky.

He escrito la columna del domingo, adelantada, sobre los montañeros de Zamora que han muerto en los Picos de Europa. No soy un naturalista coñazo, pero sí un senderista de los que se patean Guadarrama a pleno sol y a pleno julio, con cerveza y canuto. En muchas ocasiones solo, pues «a mis soledades voy, y de mis soledades vengo», que diría Lope adelantándose al Machado reflexivo.

Con este Madrid en fiestas de aquí al exilio de junio, he olvidado gorronear un abono para ‘Los Isidros’; valerme del carnet de periodista me resulta, en estos asuntos de la tauromaquia, una amoralidad. Cuando se acerquen las corridas más baratas, le compraré un pase de andanada al cojo que se pone en la calle de Barcelona. Es mi tradición tomar el vermut con gazpacho en «Casa Tony» y pillarle una entrada al cojo, que me tima de año en año, pero yo que me dejo llevar y él que lo sabe.

Sábado. Han llegado al piso patera, casi a la vez, dos libros necesarios. El primero, El hombre que iba a casa del dentista: unos textos inéditos y cachondones de Jardiel Poncela. El segundo se titula El porqué de los populismos. Ambos ahondan en la cuestión humana. En la Escuela de Teatro alguna vez interpretamos algo de Jardiel. Jardiel Poncela es otro de esos genios olvidados, que el humor en este país de guerra civil tuitera está desubicado y matado de inanición. Como hace desapacible, me llevo los libros al sótano del Mc Donald, donde se está a gusto con una Coca Cola Zero que dura toda la tarde y que se puede pagar con el crédito de la tarjeta.

"Llamo a Garabito a Valladolid para preparar con el periodista Jorge Francés alguna excursión primaveral por las sierras salmantinas antes de que llegue el ferragosto con las chicharras."

Domingo.  Preparando la columna del lunes me he acordado de mi viejo barrio de Málaga, demolido, dejado de la mano de Dios y rehabilitado tontamente por unos ‘esnobs’ que no saben qué inventar para justificar que una cerveza cueste 3,50 y caliente. He pensado en que ese viejo barrio me convirtió en un Pijoaparte de provincias. Me he acordado de la rubia a la que dediqué la última novela que publiqué, y he pensado en qué será hoy mismo de ella. Ahora por la astenia primaveral o qué sé yo apenas me entretengo en el ligoteo y en las niñas; he abandonado el Tinder, que es una modernidad que a mí no me va. Llamo a Garabito a Valladolid para preparar con el periodista Jorge Francés alguna excursión primaveral por las sierras salmantinas antes de que llegue el ferragosto con las chicharras. Al rato me dicen por el whatsapp que mi musa, la de la novela, anda trabajando en algo de gestión de supermercados; y yo, que la verdad que no me la imagino haciendo inventario de merluzas y huevos…

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