Isaac Asimov

Reconozco que cuando mi cuñado me llamó para enseñarme su flamante robot nuevo, la imaginación se me disparó.

Pero la decepción fue proporcional a las expectativas.

Que sí, que era un robot de cocina de diseño elegante y las alcachofas a la vinagreta que devoramos mientras me explicaba las virtudes de la máquina hubieran merecido ocho estrellitas sobre diez, pero yo había fantaseado con algo más: con conocer a un ser positrónico y retarlo a un duelo intelectual poniéndolo en una situación en que algunas de las tres leyes de la robótica entraran en un conflicto irresoluble. En vez de eso, el robot de mi cuñado sólo me ofrecía la posibilidad de elegir un programa, su duración, o colocarle un accesorio para amasar o una varilla para el huevo. Así que si quería emociones cibernéticas no las encontraría en mi círculo familiar, sino en Brooklyn, lugar en donde Isaac Asimov había pasado su infancia y en donde suponía que encontraría una redacción escolar del genial escritor.

Sí, en concreta ésta que acompaña a estas líneas

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