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Jeeves y Wooster, la vida es una comedia

Jeeves y Wooster

Si hemos de atenernos a la sentencia de un célebre crítico inglés conforme “para el hombre que siente, la vida es una tragedia; para el hombre que piensa, la vida es una comedia”, sir Pelham Grenville “Plum”  (1881-1975)  merece sin duda un lugar eminente entre los grandes pensadores del siglo XX. Si alguien emblematiza la figura del escritor de humor moderno, es él. Un centenar de libros de los que se han vendido bastantes millones de ejemplares lo confirman.

"Disciplinado e infatigable, abstemio y marido devoto de Ethel, publicaba cuatro o cinco libros al año"

Creador de figuras como Psmith, Mulliner o Ukridge, amable azote de los lores británicos criadores de cerdos, de las tías mandonas, de los solterones excéntricos y de los jugadores de golf patosos, fue también autor prolífico de incontables novelas, relatos, obras de teatro y musicales.

Pero fue, sobre todo, el creador de Jeeves y Wooster. La editorial Anagrama de Jorge Herralde, probado adepto al humor inglés, ha recuperado en los últimos años varios libros de esta serie. Y en su colección Otra vuelta de tuerca orquestó un recomendable Omnibús Jeeves en dos tomos.  El superdotado mayordomo Jeeves y su jefe/protegido Bertie Wooster constituyen las mejores creaciones del autor, y sus aventuras, las más divertidas que escribió.

El genio con apellido, pero sin nombre

Jeeves, prodigio de inteligencia con apellido pero falto de nombre –tal como se pregunta Geoffrey Jaggard, ¿por ventura los supermen lo necesitan?- es un individuo de aspecto solemne, rondando la cincuentena, que tras trabajar con un primo joyero y en una escuela para señoritas, ha pasado al servicio particular de los más ilustres títulos británicos, y de allí al del descerebrado Bertram Wilbeforce Wooster, en el confortable apartamento del 3A Berkeley Mansions.

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El entrañable Bertie, por su parte, es un inútil en el más amplio sentido de la palabra: no solo no trabaja ni se esfuerza en hacerlo (lo hace, si acaso, en evitarlo), sino que además carece de habilidad práctica alguna. Cualquier nimiedad que intenta arreglar se estropea aún más. Y cuando se propone solucionar asuntos verdaderamente serios provoca cataclismos. No es extraño que entre amo y criado se establezcan pronto unas relaciones de dominación inclinadas del todo a favor del mayordomo.

Bertie tiene amigos tan ociosos como él, con nombres como Biffy Biffen o Bingo Little; cuenta con parientes enredonas como la temible tía Agatha o la mirífica tía Dalia; y se defiende de un enjambre de chicas con carácter enérgico que pululan a su alrededor, dispuestas a cambiar sus costumbres, obligarle a leer y hacer deporte al mismo tiempo y, lo que es mucho peor, llevarle hasta el altar para colocarle un anillo en el dedo después de expulsar fulminantemente a Jeeves, considerado una mala influencia. Por supuesto son situaciones que el mayordomo de cerebro portentoso desactiva una tras otra sin pestañear.

Las historias de esta pareja transcurren en un arcádico mundo de clase alta sometido a amenazas leves pero constantes, con largas y bien regadas veladas en el Club de los Zánganos (sic), y encargos imposibles donde cualquier fruslería alcanza hilarantes tonos épicos, como cortejar a la hija del feroz psiquiatra sir Roderick Glossop, recuperar la jarrita del tío Tom o devolver la felicidad al bobo de Gussie Fink-Nottle. En uno de mis relatos favoritos, La carrera del gran sermón, los primos pequeños de Bertie montan una gran red de apuestas aplicando el sistema de carreras de caballos a las homilías parroquiales del domingo en un letárgico pueblecito veraniego.

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"El hoy reputado doctor House vivió, en una reencarnación anterior, durante un tiempo en la piel de Bertie. El actor Hugh Laurie, con su viejo colega Stephen Fry, fueron los protagonistas de la serie Jeeves y Wooster."

El esquema se repite invariable. Un deus ex machina –tía, prometida, amigo, búsqueda de un objeto absurdo, desaparición de un cocinero francés- pone en peligro la estabilidad de nuestros héroes. Bertie intenta afrontar la situación y únicamente genera disparates. Jeeves, por fin, fríamente, de forma genial, desatasca el problema, lo que implicará alguna contrapartida por parte de su empleador (“Jeeves, ¿se acuerda de aquellos calcetines púrpura que tanto le disgustaban? Puede tirarlos a la basura”. “Ya lo he hecho, señor”. “Gracias, Jeeves”.). Sobre este esquema, y en sus mejores momentos, Wodehouse consiguió en los episodios de esta serie la exactitud y belleza de un teorema, y el ingenio y la hilaridad de un Oscar Wilde adánico.

Ascensión social y catástrofe política

Nacido en Guilford (Surrey), hijo de un funcionario colonial británico, antes de cumplir los veinte años P.G. Wodehouse ya estaba trabajando en el Hong Kong and Shanghai Bank de la capital británica. La evidencia de que ir publicando aquí y allá relatos y artículos humorísticos ofrecía un porvenir más despejado le llevó a emanciparse de la mazmorra bancaria e iniciar una fructífera carrera como autor free lance. En el transcurso de tres décadas se haría famoso, millonario y, sobre todo, querido: en 1936 recibía en EE.UU. la medalla Mark Twain por su “contribución al progreso de la felicidad humana”.

wodehouse1Con residencia itinerante entre Londres y Nueva York, disciplinado e infatigable, abstemio y marido devoto de Ethel, publicaba cuatro o cinco libros al año, colaboraba en Vanity Fair, Strand o el Saturday Evening Post y hacía libretos como churros para Jerome Kern o Irving Berlin. Los títulos de sus operetas resultaban tan absurdos que los acabó parodiando en sus propias novelas: Have a heart, Very Good, Eddie, Oh Boy y Oh, lady, lady, son algunos ejemplos.

Su narrativa del primer tercio del siglo XX constituye el retablo hilarante y sin acritud de una sociedad rígidamente estamental, formalista y muy celosa de sus tradiciones, con castillos, caza del zorro, camisas de pechera rígida, aristócratas y criados, ups and downs; un paraíso de rentistas coloniales antes de que las afiladas fauces de Hacienda se abrieran en su dirección. La visión blanca y cautamente acrítica del entramado británico a cargo de un conservador bendecido por el ángel de la ascensión social.

wodehouse 6Pero durante la Segunda Guerra Mundial “Plum” cometió un error muy grave. Detenido en Francia y confinado en un campo de prisioneros alemán, aceptó radiar varios espacios humorísticos desde el Berlín nazi. La reacción adversa en su país fue lógicamente furibunda; escapó por los pelos de un proceso en toda regla (había pecado de ingenuidad, según el generoso dictamen de los investigadores gubernamentales) y se radicó en Estados Unidos a partir de 1946.

En la obra producida en los decenios siguientes aparentemente nada ha cambiado: Bertie continua igual de guasón y sin decidirse a cumplir los treinta años, Jeeves se mantiene como un genio impávido y los estamentos sociales continúan firmes, cada uno en su lugar. Pero el lector actual percibe la sutil impostura: a estos textos les falta la convicción luminosa y el alma que dan lustre al Wodehouse de la etapa clásica. Cuando la reina Isabel II rehabilitó oficialmente a P.G. pocas semanas antes de su muerte en Nueva York, concediéndole el título de sir, estaba honrando un mundo desaparecido.

El trabajo de Josep Janés

En España, antes de Anagrama, Wodehouse tuvo una presencia habitual en las bibliotecas familiares de los años cincuenta gracias al trabajo de Josep Janés. Hasta su muerte en 1959, publicó centenares de títulos humorísticos, en sus colecciones La Hostería del Buen Humor y Al Monigote de Papel, lo que le convierte en el primer editor del género en la España del siglo XX.

Junto a clásicos como Chesterton, Mark Twain o Noel Coward, otras figuras de la cuadra Janés, hoy olvidadas -¿justificadamente?-, fueron Joan Butler (Pepinillos en vinagre, Armando la gorda) o A.A. Thomson ( ¡Viva la vagancia!, Parientes y trastos viejos). De los españoles, el más recurrente fue Noel Clarasó, con treinta y siete títulos como La señora Panduro sirve pan blando o El arte de no tener amigos y no dejarse convencer por las personas. También brindó una plataforma al equipo de La Codorniz, editando a Álvaro de Laiglesia (Un náufrago en la sopa) y Edgar Neville ( Don Clorato de Potasa), según recuerda la biografía que le ha dedicado al poeta y editor catalán Josep Mengual.

wodehouse 5Pero el número uno de su ranking fue el titán británico de la risa. Janés le publicó a Wodehouse cuarenta y ocho títulos impagables, como Amor y gallinas, El tío Fred en primavera, Psmith periodista, Un par de solteros, y, a partir de 1945, toda la serie Jeeves.

Intentar alegrar, desde el mundo del libro, la dura posguerra española tuvo su mérito. En un contexto muy diferente y no comparable, pero también rico en caras agrias, echamos de menos hoy una vocación parecida por lo que toca a la edición de humor.

Actores con humor inglés

Los textos de Wodehouse han gozado de incontables adaptaciones. Para mencionar una de las más recientes, el hoy reputado doctor House vivió, en una reencarnación anterior, durante un tiempo en la piel de Bertie. El actor  Hugh Laurie, con su viejo colega Stephen Fry, fueron los protagonistas de la serie Jeeves y Wooster, producida por Granada TV entre 1990 y 1993. Ambos forman parte de un grupo de grandes intérpretes británicos que emergió en los años 80, junto a Emma Thompson (con quien Laurie salió en la universidad) y su entonces marido Kenneth Branagh, y que aparecen juntos en películas como Los amigos de Peter .

Ambos, además, son sólidos autores, a los que debemos algunas novelas en los que la huella del gran P.G. siempre resulta visible. De Fry tenemos El mentiroso (Anagrama) o El hipopótamo (Seix Barral); de Laurie, Una noche de perros (Planeta). Siempre en clave humorística. Y es que el espíritu wodehousiano impregna de forma indeleble, según parece, a cuantos se acercan a su obra.

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