Inicio > Actualidad > Viajes literarios > La aventura argentina de Vicente Blasco Ibáñez

La aventura argentina de Vicente Blasco Ibáñez

Blasco Ibáñez en Argentina

Homenaje a Blasco Ibáñez en el sesquicentenario de su nacimiento

Esta manía, quizá vicio, de los viajes literarios no siempre es fácil de satisfacer. En principio, depende sólo de dos factores cuya conjunción no debería resultar complicada: un autor, o personaje, y un lugar al que haya pertenecido, real o imaginariamente. Los lectores que han tenido la bondad de seguir esta serie saben que hemos viajado a la Ítaca de Ulises, visitado la finca de Horacio en los montes Sabinos y peregrinado a la Atenas clásica. Nada del otro mundo, si los gustos literarios no son demasiado exóticos y el punto de partida —en este caso, Madrid— suficientemente convencional. Podíamos haber homenajeado a Cervantes en Alcalá de Henares por el coste de un billete de cercanías, o en Esquivias tras media hora de coche. Estirándonos un poco más, la tumba de Marx en Highgate, la Mantua virgiliana o la Weimar de Goethe quedan a tiro de tarifa low cost, como tantos otros santuarios de la cultura occidental.

Pero la cosa se complica si, viviendo en la vieja Europa, el objetivo es perseguir por la isla de Nantucket el recuerdo de Moby Dick, o llevar unas flores a la tumba de Stevenson en Samoa. Y hay mucho de esto. Imposible no querer emular a Somerset Maugham, coñac con ginger ale en mano, acodados en el bar del hotel Raffles de Singapur. ¿Y cómo no desear releer a Kipling lo más cerca posible de las montañas de Kafiristán?

Quien esto escribe sintió este vértigo de la lejanía los años que le tocó vivir en Argentina. De acuerdo: Buenos Aires da para mucho… pero si uno no es particular devoto de Borges —tal es el caso— enseguida necesitará mirar más lejos. Así que durante nuestra estancia a la vera del Río de la Plata, fuera de los, digamos, circuitos culturales clásicos, dimos en imaginar dos viajes. Uno quedó en el deseo. El otro, en pos de Blasco Ibáñez, es el que aquí glosaremos.

"Este modesto relator de viajes y literatura tiene que inclinarse ante su magisterio. El Blasco Ibáñez que va de acá para allá retratando cuanto ve con su cálida paleta es nuestro favorito."

Vicente Blasco Ibáñez se ajusta como ninguno al tópico del escritor cuya vida es la mejor de sus novelas, pero no corresponde aquí entrar en esos detalles, para los que les remitimos a alguna de las escasas y difíciles de encontrar biografías del autor. Sólo diremos que por su anticlericalismo, republicanismo y compromiso social pasaría hoy por populista, si no podemita, y este es el segundo de los motivos por lo que tanto simpatizamos con él. El primero, por supuesto, es su obra literaria, amplia y llena de registros, tan dilatada que abarca desde El pastelero de Madrigal —escrita cuando hacía de negro de Manuel Fernández y González, que la firmó— a Los cuatro jinetes del Apocalipsis, primer best-seller mundial en español y libro más vendido del año en Estados Unidos según la lista del New York Times.

Blasco Ibáñez en Argentina

Este modesto relator de viajes y literatura tiene que inclinarse ante su magisterio. El Blasco Ibáñez que va de acá para allá retratando cuanto ve con su cálida paleta es nuestro favorito. No hay, por poner un solo ejemplo, más deliciosa guía de Estambul que su Oriente. Imposible dejarla de la mano las veces que por allí hemos estado. Las páginas sobre Topkapi, tan minuciosas e intemporales en la descripción de los detalles, o la visita al Gran Visir, en cuyo gabinete descubre un busto de Voltaire, son antológicas. También en sus novelas: dónde encontrar mejor retrato de la iglesia mayor de Toledo que el que se nos brinda en La Catedral.

Blasco Ibáñez y la Argentina

Alrededor de 1910 nuestro escritor viajó a Argentina para dar una serie de conferencias, compartiendo escenario con Anatole France (nos las imaginamos extraordinarias, a la altura de dos personalidades tan lúcidas y comprometidas). Pues bien, fue a resultas de esta estancia y su vinculación con el país que Blasco Ibáñez tomó la quijotesca decisión de emprender un plan de colonización, trayendo desde España agricultores. De este modo, nacieron Nueva Valencia y Cervantes como falansterios sobre terrenos adquiridos por él. Ambos proyectos fracasaron y su promotor, a pique de arruinarse, voló a París para dedicarse ya completamente a la literatura. De Nueva Valencia no sabemos si queda algo. Pero Cervantes sobrevivió como asentamiento y hoy es –o, al menos era, cuando lo visitamos a finales de los 90- un pueblo vivo, con unos cuantos miles de habitantes. Hacia allí nos dirigimos.

Cervantes, provincia de Río Negro, República Argentina

Los que quieran emigrar vayan a la Argentina, sin pensar en intelectualismos ni hacer vida sedante de cafés y tertulias. Desde España vayan dispuestos a trabajar y a ser agricultores y volverán ricos.

(de un artículo de Vicente Blasco Ibáñez en el Heraldo de Madrid)

Para llegar a Cervantes no queda otra que el avión desde Buenos Aires, a menos que esté dispuesto a pasar varios días metido en un coche, mascando polvo por las solitarias, interminables y luminosas carreteras patagónicas, trazadas con tiralíneas. Convendría aterrizar en General Roca, capital de la provincia, pero al menos en la época de nuestra visita el aeropuerto no estaba operativo, así que el de Neuquén era la mejor opción, y bastante confortable: por la Ruta Nacional 22, apenas hay unos 60 kilómetros hasta nuestro destino, un suspiro en este país de distancias infinitas.

Desde el aire pudimos contemplar largamente el Río Negro, entre dos líneas verdes de vegetación que lo enmarcan y distinguen de un paisaje gris, desértico. Cervantes está próximo al cauce, pero no tan cerca como para preocuparse por las temibles crecidas. Una de las curiosidades que ofrece la visita es precisamente los restos del sistema de irrigación –una especie de noria gigante de hierro- que Blasco Ibáñez hizo construir para allegar el agua a la población desde esa prudente distancia. Por lo demás, no hay mucho que hacer ni que ver: un típico pueblo argentino, de calles en cuadrícula y casas de una planta. Una de ellas podría ser la que el escritor se construyó, y una placa lo recuerda. Nos sentamos a la sombra y sacamos las copias que hicimos antes de salir de algunas páginas de Argentina y sus grandezas. Se trata de una obra hagiográfica que Blasco Ibáñez escribió de encargo para promocionar el país y atraer emigrantes, en un formato lujoso, cuidadosamente encuadernado y cuyo tamaño y peso aconsejan mover lo menos posible de la estantería. Lo compramos algo caro en el Parque Rivadavia, pero fueron unos pesos muy bien empleados.

Río Negro

"Del América para los americanos hemos pasado al America first, quién diría que entre Monroe y Trump hay dos siglos de por medio."

Editado en 1910, es un libro curioso —no encontramos mejor definición—, quizá único en su género, escrito, ya se ha dicho, como si fuera un catálogo comercial donde el producto que se vende es un país a medio construir, pleno de oportunidades. La selección de fotografías es extraordinaria y hace de espléndido contrapunto a la prosa apasionada del autor. El lector apreciará sin duda el entusiasmo y sabor de época de párrafos como los siguientes:

Emigración

¡Buenos Aires! Este nombre hace soñar al desesperado (…) ¡Buenos Aires! ¿Qué misterioso poder hace circular este nombre por toda Europa? (…) ¡Buenos Aires!, murmura el viento en las noches invernales, al colarse por el cañón de la chimenea de la cocina campestre, española o italiana, donde la familia pasa las horas triste y silenciosa, rumiando cómo podrá evitar al día siguiente el embargo de los cuatro terrones que constituyen su fortuna (…) ¡Buenos Aires!, muge el vendaval cargado de copos de nieve al filtrarse por entre los maderos de la isba rusa (…). – Venid a mí los que tenéis hambre de pan y sed de libertad. Venid a mí los que llegasteis tarde a un mundo demasiado repleto. Mi hogar es grande, mi casa no la construyó el egoísmo. Está abierta a todas las razas de la  tierra, a todos los hombres de buena voluntad.

(Argentina y sus grandezas, página 16)

Reconozcamos que, en plena crisis mundial de refugiados, este texto es de una generosidad antigua, verdaderamente insoportable.

Política

Un nuevo presidente va a encargarse de los destinos de la nación argentina; Don Roque Sáenz Peña (…) Basta una frase feliz para la inmortalidad de un hombre. Todos saben que Monroe es el autor de la afirmación “América para los americanos” (…) Sáenz Peña, en un congreso celebrado en Washington –como quien dice, en la caverna del ogro devorador de pueblos- se alzó con una gallardía digna de sus apellidos castellanos y la inspiración de un artista a contestar la frase monroesca (…) y con trazo firme, miguelangelesco, cinceló de un golpe su famosa respuesta al egoísmo yankee: “América para el mundo… América para la humanidad”.

(ídem, página 334).

Del América para los americanos hemos pasado al America first, quién diría que entre Monroe y Trump hay dos siglos de por medio. En cuanto al actual sucesor de Sáenz Peña, Mauricio Macri, le podemos dispensar de parlamentos tan solemnes… al fin y al cabo, no tiene apellidos castellanos.

Educación

Rivadavia y Sarmiento no han muerto. Su voz resuena todavía en el alma del pueblo argentino. “¡Escuelas! ¡Escuelas!” (…) El antiguo cubil de tormentos infantiles, que hacía de la enseñanza una función cruel, es en la Argentina moderna algo así como un palacio encantado (…). Sarmiento, en sus visitas a las escuelas mixtas, daba a las maestras el secreto de su enseñanza, con la brusquedad de un carácter franco e impetuoso: “¡Mucho canto! ¡Mucha música! ¡Que se diviertan…! Sobre todo, no olviden ustedes el baile. Saber bailar es necesario para la vida. El baile significa alegría y salud, y hay que fabricar generaciones alegres y fuertes para que sean buenas”.

(ídem, página 358).

Llegada de Blasco Ibañez a Buenos Aires

No está mal. Cuánto mejor este sistema de canto y música que el de rezo y misa que aquí se imponía… y bien se deja ver que no hemos adelantado mucho desde entonces.

Literatura y periodismo (dedicado al mentor de esta página)

El nombre de Leopoldo Lugones es, de toda la juventud literaria argentina, el más conocido. Lo mismo en Madrid que en las capitales de muchas repúblicas americanas hay poetas noveles que sólo juran por él. (…) Como la mayoría de los escritores argentinos, Lugones es múltiple en sus manifestaciones literarias (…) Las demás horas las emplea escribiendo en El Diario sobre lo que piensan los ministros o lo que han dicho los senadores. ¡Impurezas de la realidad a la que se ven condenados los literatos de todo el país que no da lo suficiente para vivir de la pluma y obliga a refugiarse en el periodismo! (…) Al llegar a Buenos Aires esperaba yo encontrar a Lugones ocupando una alta posición. Le encontré periodista, simple periodista, corrigiendo las pruebas de sus escritos anónimos (…) Harto conocida es la frase de Girardin: “El periodismo lleva a todas partes, siempre que se abandone a tiempo” Y es posible que Lugones no encuentre oportunidad de abandonarlo, lo que habrá que deplorar por él y por la Argentina.

(ídem, página 392) 

Tras estos primeros capítulos descriptivos del país, su historia y usos sociales, el libro propone un recorrido por toda la geografía, región a región, sin dejar provincia que visitar ni ciudad importante que glosar. Hasta cambia la tipografía a un tamaño menor para facilitar el encaje de ese volumen espectacular de datos, y uno se pregunta cómo pudo Blasco Ibáñez documentarse tanto y tan bien. En estas, llegamos al final de Argentina y sus grandezas y el autor, en un corto epílogo, vuelve al mensaje central:

La República Argentina necesita gente. “No será el humo de las batallas –dijo Alberdi- sino el humo de la locomotora el que liberte a Sud-América de su principal enemigo, que es el desierto” (…) La población excedente y ansiosa de fortuna de las naciones de Europa emprende la marcha hacia la joven república (…) Vayan a la Argentina labradores, comerciantes y obreros manuales. Quédense en Europa abogados, médicos y empleados, si es que no se sienten con valor para cambiar de profesión (…) Un pequeño capital, por exiguo que sea, en manos de un hombre activo, es en Argentina algo semejante a la vara legendaria de Moisés, que hacía surgir agua de las peñas. Allí donde toque le contestará la riqueza natural de esta tierra privilegiada, surgiendo a borbotones.

(ídem, página 765)

Dejamos Cervantes pensando que quizá, de todos los lugares que conoció Blasco Ibáñez, es el que menos ha cambiado desde entonces… y no podemos decir si eso es bueno o malo.

El otro viaje

En el vuelo de vuelta a Buenos Aires toca ventanilla. A medio camino, la monotonía del paisaje es la misma, pero el color del terreno ya no es gris patagónico sino el verde de la pampa. De tanto en tanto, manchas de árboles. Inevitablemente, nos da por recordar que los hijos del capitán Grant andaban por allí cuando, para escapar de una inundación, tuvieron que refugiarse en las ramas de un gigantesco ombú.

Los hijos del Capitan Grant

Esta imagen, que está entre las más plásticas e inolvidables de la obra de Julio Verne, no es la única vinculación de este autor con Argentina. Una de sus mejores novelas transcurre totalmente en este país, y precisamente nuestro viaje frustrado tenía que ver con ella. Queríamos visitar El faro del fin del mundo.

"Blasco Ibáñez, en sus notas, comenta que la Isla de los Estados tenía un solo habitante, al que llamaban el Gobernador. Era un marinero italiano que decidió quedarse tras naufragar su barco."

Volvamos a Argentina y sus grandezas. En su recorrido geográfico, el último lugar que describe nuestro querido Blasco Ibáñez es precisamente la Isla de los Estados. Una excrecencia de la Tierra del Fuego, en su límite más oriental, avanzando sobre el Atlántico. Solo verla pintada en el mapa transmite sensación de frío y soledad. Allí situó Verne las aventuras del infame Kronge, uno de los personajes más oscuros salidos de su pluma, y el noble farero Vázquez, en un entorno de barcos encallados y tempestades infernales. El faro existe, es el primero que los argentinos construyeron.

Blasco Ibáñez, en sus notas, comenta que la Isla de los Estados tenía un solo habitante, al que llamaban el Gobernador. Era un marinero italiano que decidió quedarse tras naufragar su barco. Nos preguntamos si hay algún lugar donde la ficción y la realidad sean más intercambiables. Por eso, llegar hasta allí con la novela bajo el brazo era un sueño. Quizá podamos algún día vivirlo.

4.4/5 (10 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios