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La noche en que conocí a Bob Dylan

La noche en que conocí a Bob Dylan

La noche en que conocí a Bob Dylan yo tenía casi treinta y mi pareja casi cincuenta. Nos encontrábamos en el Atlántico, un sitio de conciertos a las afueras de Roma.

Sentía muy cercano su aroma de vetiver, apoyada en la barra horizontal que nos aseguraba de una fatal caída al vacío.

Nos habíamos desnudado demasiado pronto. Era el 7 de noviembre de 2013, pero, para nosotros, era verano.

Él llevaba su camisa desvaída de Desigual y el pantalón de lino que apenas se había quitado en las vacaciones de hacía meses y yo con esos vaqueros que tanto le gustaban y una camiseta blanca ajustada.

Estaba tan excitada apoyada en aquella barra horizontal… con su cuerpo pegado al mío, hacía tanto calor que comenzaba a sentirlo incluso pegajoso. Esos eran los efectos secundarios que nos provocaba su música.

Demasiadas emociones que compartíamos en secreto, con pequeños gestos cargados de significados que sólo nosotros conocíamos. Sus brazos cruzados bajo el pecho en torno a mí, clavando sus pulgares en mis costillas, su barbilla mal afeitada contra mi espalda y su cálido aliento dibujándome escalofríos en la nuca con los primeros acordes de Blowing in the wind.

Nos habíamos emborrachado de Dylan. Llevábamos mucho tiempo haciéndolo. Sólo él nos había acompañado en las noches densas e interminables que protagonizaron ése, nuestro verano. Tarareábamos el track list de la última gira, nuestra gira.

Las semanas pasaron entre acordes y poesías herejes susurradas con ese hilo de voz cortada que comenzábamos a tener por el exceso de tabaco y las citas intempestivas. Sus letras habían ido evaporando suavemente el sudor que nos corría por el cuello y la espalda.

Bob Dylan se había convertido en la banda sonora de nuestros entreactos y la sugerente nana de cada uno de nuestros movimientos en la cama.

Dylan siempre había estado allí. Éramos Dylan, él y yo. Y los porros de las dos de la mañana, desvelados sobre la alfombra del salón. Y la botella de vino blanco, comprada a última hora en el supermercado, junto a su sofá. Y las plantas que odiaba y arrinconaba en su pequeña terraza y regaba de vez en cuando por si su hermana, que se las había regalado, aparecía por casa.

Y el humo, el amor, las copas, las canciones y los besos a medias.

Allí estaba Mr. Tambourine sentado en el sillón oscuro de madera junto a la puerta que daba a la cocina, observándonos, cual voyeur, desde su peculiar silencio.

Nuestro primer beso, cada beso, nuestra primera duda, todas las dudas, nuestros primeros y últimos todos.

Y en noviembre, Roma. Y miles de recuerdos que serían eternos. Siempre Dylan, él y yo. Un viaje relámpago de fin de semana, dos entradas y una noche acalorada en un hotel sin nombre. Su regalo de cumpleaños. Una sorpresa que le tenía guardada desde el final del verano.

La noche en que conocí a Bob Dylan me encontraba en casa. Estaba sentada en el sofá de dos plazas blanco y sostenía el portátil sobre las piernas. Miraba a ratos la pequeña pantalla y regaba el tiempo con un Vega Sicilia.

A ratos imaginaba, a partir de los innumerables tuits del concierto del Atlántico, todo lo que habría significado esa noche si realmente hubiera estado en Roma, si hubiera aprovechado las dos entradas adquiridas en la reventa, y que aún permanecían dentro del sobre regalo sin entregar.

"Las semanas pasaron entre acordes y poesías herejes susurradas con ese hilo de voz cortada que comenzábamos a tener por el exceso de tabaco y las citas intempestivas"

Imaginaba Don’t think twice, Boots of Spanish leather mientras intentaba olvidar, con estas fantasías, que hacía casi un mes que había dejado de ser “su rubia”. Ya que él, “mi cachorro”, había sufrido una caída accidental desde la décima planta de su bloque en un barrio de extrarradio. Desde la ventana de su cocina. Desde la casa que ya no es casa porque está vacía de nuestros gestos.

Sin el humo, el amor, las copas, las canciones y los besos a medias.

Intentaba olvidar, esa maldita noche de noviembre, que nos seguíamos viendo, cada vez con menos frecuencia, cierto, en la habitación del hospital donde permanecía en coma, donde nunca me permitían poner nuestra banda sonora, donde me cruzaba a veces con sus sobrinos y su hermana que continuaba llenándole la vida, cada vez más oscura, de macetas.

Intentaba olvidar que Bob Dylan seguía observándonos desde el sillón junto a la puerta que daba a su cocina la cocina de esa casa que se había cerrado para siempre y que quizá el señor Zimmerman había comenzado a echar de menos todas las noches, cada noche, aquella primera noche, en que nos tatuamos a oscuras los contornos del cuerpo.

Imagen: Bob Dylan y Joan Baez. Década de 1960 (Pixabay)

 

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