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Mirando el sol, bajo la lluvia

La lluvia, en Bonn, no es una cosa que sucede en el pasado. La lluvia aquí es un accesorio de la existencia: respiras, cantas, envejeces, llueve. La lluvia no sucede; suceden las demás cosas; llover es la forma natural en la que amanece y anochece. Nadie anuncia “está lloviendo”: miras hacia lo alto y dejas que el sol te lave la cara.

El resfriado no me permite, como pretendía, visitar el búnker construido en los años sesenta para refugio del Gobierno alemán en el caso de una guerra nuclear. Intentaré ir el sábado.

"R. me regala una novela por mi cumpleaños. En la página de derechos pone, entre otras cosas: Esta historia no es verdad. Es llamativo que, en una obra de ficción, el autor se sienta obligado a asegurar tal obviedad."

Hace años visité en Berlín un refugio antiaéreo de la Segunda Guerra Mundial. Se accedía a él por una puerta muy poco llamativa en una estación de metro (no sé si Joannne K. Rowling se inspiró en ese acceso casi invisible para inventar la entrada  al mundo mágico en el andén 9 ¾ de King’s Cross). Imaginé lo que sería pasar varios días en aquel lugar frío, húmedo, estrecho, que estaría lleno de gente angustiada. Pero lo que más me impresionó fue la explicación de que si una bomba hubiese caído encima del refugio lo habría reventado. El grosor del hormigón no era suficiente contra una bomba de la época. Es decir, el lugar sólo servía para transmitir a los ciudadanos la sensación de que estaban protegidos. Como los chalecos salvavidas en los aviones: sabemos que es casi imposible que nos sirvan de algo, pero nos tranquilizan. El poder de la ficción.

R. me regala una novela por mi cumpleaños. En la página de derechos pone, entre otras cosas: “Esta historia no es verdad”. Es llamativo que, en una obra de ficción, el autor se sienta obligado a asegurar tal obviedad. En un espíritu más juguetón, escribí en una de mis novelas: “Cualquier parecido con la realidad es voluntario a la vez que inevitable. Lo mismo sucede con las diferencias.” De todas formas me pregunto qué me llevó a hacer una aclaración tan superflua.

"Tengo que recuperar esa sensación de escribir, no como tarea, sino como reflejo, volver a que el diario sea ese momento del día en el que me detengo, pienso, respiro."

Este diario está cambiando. Cuando empecé a escribirlo hace un año era un trabajo privado, íntimo, que no enseñaba a nadie y en el que escribía con toda la libertad, incompleta, que puede uno permitirse  siempre hay una censura interna, una imagen que uno quisiera salvaguardar ante sí mismo. Muchos meses después, comencé a publicar parte del diario en mi página web; y ya noté que se operaba una transformación: aunque dejaba fuera de la publicación las partes más privadas, mientras escribía estaba pensando en que el texto podría ser publicado, y me molestaba darme cuenta de que empezaba a escribir pensando en un lector. Ahora, que este diario se publica en Zenda, el fenómeno es más marcado: Zenda es un portal literario y de opinión, con lo que ya escribo pensando en ese contexto, por lo que mis reflexiones sobre lo cotidiano, sobre mis relaciones, sobre temores, deseos, rencores, van desapareciendo no sólo de lo que publico, también de lo que escribo. Tengo que recuperar esa sensación de escribir, no como tarea, sino como reflejo, volver a que el diario sea ese momento del día en el que me detengo, pienso, respiro.

Y luego presumimos a veces de que somos independientes de la mirada del otro. Mentira: la mirada del otro nos marca, nos recorta, nos empuja a ser alguien que se adapte a ciertas expectativas o a vivir rebelándose contra ellas (que es otra forma de dependencia).

Esto me hace pensar en la eterna pregunta: “¿piensa usted en el lector mientras escribe?” Recupero aquí algo que escribí al empezar el diario: “El lector es ese fantasma que lee por encima de tu hombro mientras escribes. Aunque no creas en fantasmas, está ahí. Aunque pienses que los fantasmas no te asustan, se empeña en no desvanecerse.”

"Acabo de leer Der Club, de Takis Würger. Fui a mi librería habitual en Bonn y consulté a la librera. Pero que no sea novela negra ni de detectives, por favor."

Limpiando mi escritorio, redescubro el texto de una conferencia que pronuncié en Artium hace unos años. Versaba sobre una serie de cuatro fotografías de Juan Hidalgo: Flor y mujer. La tenía casi olvidada y siempre me maravilla cuando recupero un texto mío antiguo y me descubro asintiendo: el hombre que soy hoy, a veces, está de acuerdo con el hombre que fui. Me apetece publicar la conferencia con sus ilustraciones. Pero sé que, como casi siempre, me vencerá la pereza y no haré nada para conseguirlo; o tan sólo un intento desganado que interrumpiré si no alcanza inmediatamente su objetivo.

Sorprendentemente, varios días de buen tiempo en Bonn. Y yo con este catarro.

Acabo de leer Der Club, de Takis Würger. Fui a mi librería habitual en Bonn y consulté a la librera. Pero que no sea novela negra ni de detectives, por favor. Me recomienda encarecidamente Der Club. La leo: un joven de origen humilde es introducido en Cambridge para que investigue ciertos delitos en un club elitista dentro de la universidad elitista.

A pesar de que no quería leer ni sobre investigaciones ni sobre misterios por resolver, la novela me ha gustado. Quizá porque la mayor parte de la narración no tiene que ver con ese eje central de la trama. Luego, cuando se pone más detectivesca, va dejando de interesarme, leo en diagonal.

"Descenso. Atardece. Nubes aborregadas por debajo de nosotros, iluminadas por el sol poniente que tiñe de rojo su cara inferior."

Mi problema como lector, cuando abro una novela negra o de detectives, es que me parece demasiado obvio el artificio para mantener el interés de la trama; y si es verdad que el cliché se encuentra en cualquier tipo de literatura, las limitaciones del género y el peso de los modelos hacen que en estas novelas sean más abundantes. O así me lo parece a mí.

Durante muchos años me identifiqué con aquel deseo de Pessoa de ser todos los hombres y en todas partes. Es decir, de vivir varias vidas. Tardé mucho en darme cuenta de que vivir varias vidas equivalía a no vivir del todo la propia. Ahora sólo quiero vivir una, con la mayor intensidad posible, con sus limitaciones e imperfecciones, crecer dentro de ella.

Ya sólo quiero ser todos los escritores y en todas partes. Voy madurando. Poco a poco.

Descenso. Atardece. Nubes aborregadas por debajo de nosotros, iluminadas por el sol poniente que tiñe de rojo su cara inferior; el rojo se transparenta, pero no acaba de quitar el gris del lomo de las nubes. Rescoldos bajo una capa de ceniza.

Recuerdo aquella novela de Julian Barnes, Mirando al sol, en la que un aviador observa desde el aire el amanecer. Cuando el sol ya ha salido por completo, el aviador desciende varios miles de metros. Entonces mira el horizonte: está amaneciendo de nuevo.

R. me ha regalado un audiolibro con la última novela de Julian Barnes. Hace mucho que no leo ningún libro suyo, aunque bastantes años atrás fui su devoto. Es el primer escritor al que pedí —yo tendría casi cuarenta años— que me firmase un libro.

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