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Lázaro Carreter

Con el purismo sucede lo que con el racismo. La mala prensa que ambos tienen hace que todo el mundo quiera desmarcarse de ellos. A día de hoy solo algunos descerebrados se declaran paladinamente racistas; y, sin embargo, pese a la unanimidad de las protestas verbales, es fácil encontrar a nuestro alrededor, todavía, no pocas actitudes que cabe considerar como inequívocamente racistas.

Otro tanto ocurre con el purismo. Resulta que nadie es purista, que nadie quiere ser etiquetado de tal. Y sin embargo abundan, en materia de lenguaje, las tomas de postura, por parte de personas de muy variada condición, que reflejan una actitud de fondo netamente purista, es decir, alarmada por una posible, temida y al parecer siempre amenazante «corrupción», «contaminación» o «deterioro» de la lengua.

Cabe situar el nacimiento del purismo, y de la palabra misma que lo designa, en el siglo XVIII, y no es poca ironía que dicho vocablo sea un calco del francés. En la lengua del país vecino puriste se documenta desde 1625 y purisme desde 1701. En la nuestra es Feijoo quien en 1742 empleó por vez primera purista, en unos párrafos admirables en que se vio obligado a defenderse frente a quienes le reprochaban exceso de liberalidad en la incorporación de voces nuevas:

Pensar que ya la lengua castellana u otra alguna del mundo tiene toda la extensión posible o necesaria solo cabe en quien ignora que es inmensa la amplitud de las ideas para cuya expresión se requieren distintas voces.

"El purista siempre es el otro. El purismo, y lo mismo que él, más adelante, el racismo, no nacen como una bandera que se enarbola, sino como una lacra que debe rechazarse."

Los que a todas las peregrinas niegan la entrada en nuestra locución llaman a esta austeridad pureza de la lengua castellana. Es trampa vulgarísima nombrar las cosas como lo ha menester el capricho, el error o la pasión. ¿Pureza? Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. He visto autores franceses de muy buen juicio que con irrisión llaman puristas a los que son rígidos en esta materia, especie de secta en línea de estilo como hay la de puritanos en punto de religión.

No hay idioma alguno que no necesite del subsidio de otros, porque ninguno tiene voces para todo.

No es garantía suficiente de uso efectivo el que la tercera edición del diccionario bilingüe de Sobrino dé antes, en 1734, purismo y purista como equivalentes españoles del francés purisme y puriste. En cambio, creo que sí puede aceptarse como primera datación válida de purismo la presencia de la voz en el repertorio de Terreros, terminado en 1767. El jesuita la define como «modo de hablar con pureza y correctamente», pero añade: «también lo toman algunos por el modo de hablar afectado». Y es a esta afectación en materia de estilo a la que apuntan los primeros testimonios textuales de la palabra. Fray Pedro Rodríguez Morzo la emplea en 1771 en el prólogo de su traducción de Los errores históricos y dogmáticos de Voltaire, del abate Nonnotte: «en las obras que no se ordenan al pulimento de la lengua […] se debe observar la templanza del lenguage o estilo, y deben descartarse las voces pomposas y afectadas, so pena de incurrir en un purismo o extremada hinchazón»; en 1775 la encontramos en una carta de Cándido María Trigueros: «el purismo estudiado hace el lenguaje sin energía y vigor»; y al poco en la Filosofía de la elocuencia (1777) de Antonio de Capmany: «no hemos de confundir la pureza del lenguage con el purismo, afectación minuciosa que estrecha y aprisiona el ingenio». La Academia recogerá el neologismo en 1803, definiéndolo como «el vicio del que afecta mucho la pureza del lenguage».

En suma, la carga peyorativa del nuevo concepto está presente desde los inicios, y así, nadie quiere arrostrarla, nadie se da por aludido. ¿Cómo va a querer alguien incurrir en un «vicio»? El purista siempre es el otro. El purismo, y lo mismo que él, más adelante, el racismo, no nacen como una bandera que se enarbola, sino como una lacra que debe rechazarse. Aunque hoy en día el diccionario académico ofrece unas definiciones más neutras de purista («que escribe o habla con pureza» y «que, al hablar o escribir, evita conscientemente los extranjerismos y neologismos que juzga innecesarios, o defiende esta actitud»), el caso es que prácticamente nadie quiere ser motejado de purista.

"No, no es que cada vez se hable peor, es que cada vez se habla de modo (algo) diferente. Y a Dios gracias. Porque las únicas lenguas que no evolucionan son las lenguas muertas."

Pero, asumidas o no, las actitudes puristas en materia de lenguaje atraviesan los siglos XIX y XX y llegan hasta nuestros días. En realidad, el purismo viene a ser mera manifestación o variante del misoneísmo, del rechazo instintivo de todo lo nuevo, de lo nuevo —en este caso— en materia de lenguaje. Hablantes de todo tipo, sin excluir de entre ellos a no pocos que mantienen una relación profesional con el idioma, declaran a menudo que tal palabra o expresión no les «gusta», sin reparar en que el único motivo de tal «disgusto» suele ser la novedad; dicen que les «suena mal» lo que, sencillamente, apenas ha sonado aún, lo que todavía no ha tenido ocasiones suficientes de sonar. Ahora bien, todo lo hoy asentado en una lengua fue en su día nuevo, y seguramente sonó mal (o sea: raro, nuevo) a los hablantes del momento, algunos de los cuales nos han dejado constancia —ya desde el célebre Appendix Probi— del disgusto que ello les producía. El misoneísmo lingüístico, el purismo, suelen llevar aparejada la nostalgia lastimera de un pasado mejor: la convicción de que ya no se habla como antes, de que cada vez se habla y se escribe peor. En definitiva, el siempre acechante tópico: todo tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, cuando uno encuentra el mismo diagnóstico repetido en distintos momentos temporales empieza más que razonablemente a dudar de su acierto y verdad. No, no es que cada vez se hable peor, es que cada vez se habla de modo (algo) diferente. Y a Dios gracias. Porque las únicas lenguas que no evolucionan son las lenguas muertas.

Produce un cierto sonrojo retrospectivo leer tantos y tantos pasajes en que algún crítico de un pasado lejano o próximo se encocora por una novedad que hoy ya, lejos de serlo, es uso completamente habitual. ¿De qué sirvieron sus quejas o sus diatribas? Es muy significativo que cuando en 1997 Fernando Lázaro Carreter decidió recoger en un volumen los artículos que bajo el título general de El dardo en la palabra había venido publicando con gran éxito en distintos periódicos desde 1975, hubo de reconocer en el prólogo que algunos vocablos cuyo empleo él había criticado —en artículos que ahora decidía no excluir del volumen recopilatorio— figuraban ya en el diccionario académico de 1992, «y tal vez con mi voto favorable». Entonces, ¿mereció la pena tanto rasgamiento de vestiduras?

"Los artículos de Lázaro han tenido numerosos imitadores, varios de ellos surgidos, precisamente, del medio profesional más hostigado por aquel, un medio que no es el único propenso al raro masoquismo de la autoinculpación."

Los comentarios de Lázaro, recibidos con general regocijo, tienen no pocos precedentes de similar carácter. Y las pullas o ironías de El dardo en la palabra —y luego de El nuevo dardo en la palabra, 2003— contra la «angloparla» reeditan las que tiempo atrás se habían lanzado una y otra vez contra la «galiparla» y los «galiparlistas». En 1871 aparece el Vocabulario de disparates, extranjerismos, barbarismos y demás corruptelas, pedanterías y desatinos introducidos en la lengua castellana (q. e. p. d.), por Ana-Oller, seudónimo anagramático de Francisco J. Orellana, quien lo reedita en 1889 y 1891 con el antetítulo Zizaña (después Cizaña) del lenguaje. De 1903 es ¡Pobre lengua! Catálogo en que se indican más de trescientas voces y locuciones incorrectas hoy comunes en España, de Eduardo de Huidobro, también libro exitoso, pues tuvo nuevas ediciones, acrecidas, en 1908 y 1915. La sigue todo un mamotreto en dos tomos, el Prontuario de hispanismo y barbarismo (1908) del acérrimo purista —y, hay que reconocerlo, infatigable escrutador de textos— que fue el padre Juan Mir y Noguera. De 1911 son las Frases impropias, barbarismos, solecismos y extranjerismos de uso más frecuente en la prensa y en la conversación, de Ramón Franquelo y Romero. También hubo series de artículos periodísticos, como los de Mariano de Cavia que quedaron recogidos en el volumen Limpia y fija… (1922), o los Espulgos del lenguaje que publicaba Benito Fentanes en El Dictamen y se reunieron en 1925. Estos críticos fueron los que Unamuno tildó, echando, naturalmente, pestes de ellos, de «cazadores de gazapos» o «gramaticaleros caza-gazapos». Me he limitado a recordar algunos títulos españoles —y para fechas menos lejanas podríamos mencionar otros, como los de Ramón Carnicer o los artículos de Eustaquio Echauri en Pueblo o de Luis Calvo, con el seudónimo «El Brocense», en Hoja del Lunes y Abc—, pero el género ha tenido también amplio cultivo en Hispanoamerica (me viene a la cabeza, por la elocuente crudeza del título, este solo botón de muestra que aduzco: las Palabras enfermas y bárbaras del argentino Rodolfo Ragucci; ¡enfermas!, nada menos, las pobres). Venezolano, aunque establecido en España, era Baralt, autor del pionero, y obsesivo, Diccionario de galicismos (1855).

Los artículos de Lázaro han tenido numerosos imitadores, varios de ellos surgidos, precisamente, del medio profesional más hostigado por aquel, un medio que no es el único propenso al raro masoquismo de la autoinculpación. Me refiero al de los periodistas, muchos de los cuales, como es natural, no tenían ni podían fácilmente adquirir los conocimientos lingüísticos de su dechado. En lo que sí coinciden este y sus epígonos, eso desde luego, es en la reiterada advertencia y protesta de que la actividad a que se entregan y el propósito que los anima nada tienen que ver con el purismo.

"Y es que, como señaló el gran Ángel Rosenblat, el valor del purismo no está ni ha estado en su eficacia docente, casi nula, sino en un efecto colateral no previsto: la documentación de usos lingüísticos."

Pues no lo tendrán, pero en ocasiones se le parecen bastante. Cuando un lector, comprensiblemente, se refirió a Lázaro, con admiración, como «uno de los más acérrimos defensores de la pureza de nuestro idioma», el elogiado reaccionó de inmediato con un artículo titulado precisamente «Purismo», en el que rechazaba con energía tal caracterización y la oprobiosa etiqueta de marras. Buen conocedor de las ideas lingüísticas del siglo XVIII, hacía ahí suyas las hermosas palabras de Feijoo que quedan citadas arriba.

Repito, nadie es purista, nadie quiere que le llamen tal cosa. Con una excepción parcial —la excepción que confirma la regla— he tropezado, y en una recopilación que declaradamente se sitúa en la estela de El dardo en la palabra. El autor reconoce que en su libro se hallarán «ejemplos de épocas en las que yo era más purista», junto a «otros de una posición más tolerante, más realista, producto de los años que llevo dedicado a este oficio de aconsejar sobre el buen uso del español». Bendita tolerancia, y bendito realismo. Lo que me interesa destacar, por lo raro, en este crítico es el reconocimiento de que hubo etapas en que fue «más purista», pues tal gradación implica el de la posibilidad de serlo aún en alguna medida. También se refiere a «mis manías de corrector de estilo», y uno se pregunta si en verdad es conveniente padecer manías para el ejercicio de tal actividad. En cualquier caso, de nuevo se percibe cierta incomodidad ante el implacable correr de los tiempos. El mismo articulista confiesa que «hay algunas recomendaciones, algunas censuras, que ya no tendrían razón de ser si las escribiera hoy»; pero que ha decidido mantenerlas en el libro, «para que se vea cómo evoluciona nuestro idioma, cómo cosas que hace unos años considerábamos incorrectas hoy ya son habituales y forman parte de la norma culta o semiculta del español contemporáneo». Pues claro. Bienvenido a la historia de la lengua.

Y es que, como señaló el gran Ángel Rosenblat, el valor del purismo no está ni ha estado en su eficacia docente, casi nula, sino en un efecto colateral no previsto: la documentación de usos lingüísticos. El Appendix Probi es una joya para los estudiosos del latín vulgar y los romanistas. Toda la obra del purismo, escribe Rosenblat, «es expresión de una de las fuerzas reguladoras de la vida del lenguaje —la fuerza conservadora—, pero además, y fundamentalmente, un testimonio de época». Los puristas, remacha, «se salvan como recolectores». Es muy cierto. El Rebusco de voces castizas (1907), otra obra del ya mencionado P. Mir, brinda aún hoy materiales valiosos al historiador del léxico, y aprovechables para la lexicografía histórica.

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