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El New Yorker montado en una tabla de surf

El New Yorker montado en una tabla de surf

De pronto, han pasado quinientas páginas y estás sintiendo cómo el Atlántico te revuelca a su antojo frente a las costas de Madeira. Te ahogas. Inexplicablemente, has leído hasta aquí un libro sobre surf —¡sobre surf!— sin poder soltarlo, y sin saber por qué.

Quizás porque decir de Años salvajes que es un «libro sobre surf», como anuncia la faja, sea demasiado impreciso: en la mejor tradición del New Yorker, esa revista con el poder de convertir en fascinante una alcantarilla y de la que el autor es colaborador desde hace décadas, este libro trata sobre otra cosa.

«A los trece años», escribe William Finnegan en el primero de los diez  generosos capítulos, «casi había dejado de creer en Dios, pero ese nuevo desarrollo personal había dejado un hueco en mi mundo y la sensación de haber sido abandonado. El océano se parecía mucho a un dios que no se preocupaba de nadie».

"Este es uno de esos libros que hay que leer de principio a fin para aprehenderlo y disfrutarlo."

Esa es la esencia de lo que viene a continuación: un libro de viajes, la memoria de una búsqueda obsesiva, compulsiva y a menudo sin sentido aparente por la mejor ola. En el camino, los albores del surf como cultura y como única forma de vida; pero también, de paso, una crónica vívida del apartheid en Sudáfrica, de la paulatina conversión del sudeste asiático en parque temático y, como lametazo que llega hasta nuestras costas, del advenimiento de los fondos estructurales europeos a la isla de Madeira.

William Finnegan, que ha ganado el Pulitzer de este año con esta suerte de memorias, escribe en la mejor tradición de la no ficción estadounidense contemporánea. Casi notarial a veces, desapasionado siempre, se coloca detrás o encima del relato, pero nunca delante: es capaz de ventilar un aborto acaecido en su juventud en media página para, a continuación, no escatimar detalles en la pérdida de una tabla en pleno viaje de ácido.

Sin embargo, este es precisamente el mecanismo para que la narración no caiga: antes que regalarse en ajustes de cuentas o actos de contrición personales, a Finnegan le puede el periodista y trufa el relato de datos, de descripciones y de información de contexto, hasta no dejar ni un rincón de la casa por barrer.

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En una lectura ágil, entonces, es donde empiezan a encajar las piezas y a adquirir trascendencia, una especial: no hay romanticismo en esta búsqueda; tampoco hay momentos de gloria. Ya en el ecuador del libro quedará claro que es un camino más difícil, más lleno de dolor y de peligros, más espiritual en la medida en que, en contra de lo que pudiera parecer, en el surf no se toca el cielo con una ola mágica: se alcanza mediante un interminable proceso interior. Ver a alguien cabalgar olas, como reconoce casi al final, es tremendamente aburrido.

Entonces ¿dónde está la gracia? Es difícil explicarlo en una cita, un capítulo, una frase: posiblemente, porque este sea uno de esos libros que hay que leer de principio a fin para aprehenderlo y disfrutarlo, de los que van adquiriendo cuerpo a medida que avanza la narración y se dibuja no ya la vida del autor, sino los envites de un ente distinto, superior, el surf, que la han ido marcando y dándole forma.

Es algo complejo, valioso y que llega a trascender el mero hecho de subirse a una tabla y montar las olas para describir formas y sentimientos al alcance de cualquiera, universales y, —¡un libro de surf!— apasionantes.

Autor: William Finnegan. Título: Años salvajes. Editorial: Los libros del asteroide. VentaAmazon y FNAC

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