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Pasaporte austrohúngaro (4)

Pasaporte austrohúngaro (4)

Salir de uno mismo —del espacio creado— es también un regreso al origen.

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Cerca de la casa donde vivo ahora está la calle Chaffour. En la tercera casa a la derecha vivió Mercé Rodoreda después de la guerra. Para ganarse la vida, cosía. Aquí hay un cruce con Rosa Chacel, que jamás cosió para ganarse la vida —hizo otras cosas— pero que entendía la vida y la literatura como el punto de cruz, los zurcidos o el envés del tapiz. (Un James a la española).

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Al levantarme, el graznido de un grajo. El silencio del barrio. El piar de los pájaros. La luna aún sobre los tejados. La luz francesa. La campana de Saint Seurin dando las ocho. Las persianas como puertas. Cómo me gustan estas persianas viejas, blancas y desconchadas.

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Ayer por la tarde, en la Cours de l’Intendance, una mujer con una whippet herética, es decir, gorda y fea, como lo es todo perro cuando se estropea y pierde la nobleza física. ‘Ella tiene un problema hormonal’, dice. ‘La vie, madame, c’est un problème hormonal’, le contesto.

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Una de las alegrías de los paseos por la ciudad es contemplarlas a ellas. Las chicas francesas—las jóvenes francesas— son guapas para sí mismas. Muchas van solas y se mueven armoniosamente encantadas con su cuerpo —el que les haya tocado— y rostro, que mira de frente, la cabeza erguida y la espalda recta. Recuerdo las palabras de M en Nantes: «Ellas piensan en sí mismas y se arreglan para sí mismas; las españolas y las polacas llevamos un gran peso en la espalda: vosotros y nuestros hijos, que están antes que nosotras».

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Uno olvida siempre lo bien que se fuma en Francia: ellas y ellos. La expresión de placer o de concentración—o de ambas cosas a la vez— que tienen al hacerlo. Fumar como fumábamos antes, por puro deleite y gesto. Fumar también como quien posa para una foto o actúa en la escena de una película. Eso parecen ahora estos jóvenes que veo en la terraza de un café. Fumar como si no fuera malo y el cáncer sólo fuera el nombre de una pesadilla de la que en este país hubieran despertado y comprobado que no existe. Y poco después, encender un cigarrillo.

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Burdeos es una ciudad satisfecha de sí misma. O mejor, orgullosa de sí misma. Y eso se respira en todas sus calles, en todos sus habitantes, en todos sus edificios.

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Ayer, en TV, un documental sobre François Mitterrand, su infancia y juventud. También su trato con escritores, Mauriac, por ejemplo. A mí no me gustaba el maquiavélico y sinuoso Mitterrand, pero era un hombre culto al que le interesaba y mucho la literatura. Por la noche leo en un ensayo sobre Jünger, que su segunda mujer, Liselotte, era una anfitriona perfecta a la hora de recibir a los políticos que se acercaban a saludar a su marido. Todo estaba en perfecto orden y él no tenía que preocuparse más que de recibirlos porque atenderlos, los atendía ella. Pienso en mi país donde es imposible la comparación. Los políticos sólo llaman –si llaman– para una cena en período electoral ‘con la gente de la cultura’ (sic). Siempre me he negado a ir a esas cenas, se trate del partido que se trate. Para qué, cuando después si te he visto no me acuerdo. Recuerdo uno que cuando le hice el cuestionario Proust para mi periódico en período electoral, me contestó que su escritor favorito era yo. Obviamente mentía. Me abstuve de insultarle, pero cuando le dije que eso yo no lo iba a poner, me contestó —tras consultar por lo bajo con su jefa de prensa— ‘pues pon a X’—una escritora local— y se quedó tan fresco. A los políticos españoles la única ‘intelectualidad’ que les interesa es la de los editorialistas, cronistas y columnistas de los periódicos. Es el lenguaje que les gusta o preocupa porque es un lenguaje de poder. Los otros lenguajes son sofisticaciones inútiles, salvo si el escritor ocupa un lugar institucional —como sería el caso de la escritora citada por el político—. Entonces sí quieren la foto.

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En las páginas de cultura de los periódicos la noticia de que «Un año después de su muerte, Michel Tournier entra en La Pléiade». De qué le servirá a él ahora, me pregunto y recuerdo a alguien que me dijo: «Yo después de muerto no quiero nada, lo quiero todo en vida». Pero cuando todo nunca basta, siempre es nada.

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Hoy en Saint Michel he comprado una pieza afgana de barro —una jarra chata para la leche de principios del XX, me ha dicho el brocanter—. La había visto y negociado el sábado anterior. Pedía 65 euros y me la rebajó a 50. Le contesté que no, que 40 y se negó a vendérmela por ese precio. Me fui sin ella. Y sin olvidarla tampoco. Hoy he vuelto y me ha visto de lejos. No se le ha movido músculo alguno del rostro pero estaba satisfecho. Ambos sabíamos lo que iba a pasar. Le he preguntado. Triunfante ha señalado el precio escrito en la base y me ha dicho: «Lo mismo que la semana pasada, 65». «Lo mismo que la semana pasada son 50», he replicado. «50, sí, eso mismo, quería decir», ha respondido.

«Usted es irreductible», le digo. «No, es usted el irreductible», contesta. Y le he pagado. (En Saint Michel, los domingos, la eterna sensación de no haberse movido del mercado que aparece en las primeras páginas de El secreto del unicornio).

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Huyendo del París a punto de ser ocupado por los nazis, Matisse, camino del sur, se detiene dos días en Burdeos, de donde era su amigo Marquet. ¿Qué hizo en Burdeos durante esos dos días?, me pregunto mientras deambulo sin rumbo por la ciudad.

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Como me ocurre siempre, a medida que me adentro en la novela, abandono estas notas.

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Sostiene en Le Figaro Bernard Pivot —más de ochenta años y parece un sesentón: «Yo siempre me sitúo del lado del lector» o «Prefiero ser un hombre de influencia que un hombre de poder»— que «Lo más importante en televisión es la presencia: un cuerpo, una voz, una inteligencia…» Y añade que hay personas con gran dificultad oral —como Modiano, recuerda— que luego se lo pasan «maravillosamente bien» y en cambio otros que, sin esperarlo, son «catastróficos». Por ejemplo, William Boyd. «Me había dicho que hablaba bien el francés y me encontré con un autor que lo chapurreaba en directo. Su libro —Como nieve al sol es formidable y fue cuando dije aquello de «si los que compran la novela se decepcionan yo les reembolsaré el dinero…» Vendió 150.000 ejemplares y sólo tuve diez demandas de reembolso».

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Una chica negra frente a un portero electrónico: «Je t’aime… je t’aime… je t’aime…» Y lo dice de manera tan mecánica que no creo que su interlocutor llegue a abrirle la puerta.

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En las esquelas de Le Monde, hoy, todos menos uno pasan los 80 —hay dos que ya tienen el siglo— y la mayoría pide que no haya ni flores, ni coronas. Hay dos caballeros de la Legión de Honor y un oficial de la misma. Habiendo menos de veinte esquelas el porcentaje es alto. Uno de ellos es español: Manuel García-Ligero, 83. Sus hijos y nietos ya llevan todos nombres franceses. Y luego están las novelas: siempre hay esquelas que son novelas. La primera es de misterio: «X… tiene la pena —le regret— de anunciar el deceso de (y aquí aparece el nombre de su hermano), sobrevenido el 1 de marzo de 2017, en Vichy y enterrado en Jerusalem». (El apellido de ambos —son hermanos— es judío). La segunda abarca todo el siglo XX: «Z, miembro de la Resistencia polaca, combatiente en la insurrección de Varsovia, militante federalista europeo, director general honorario de la Comisión europea, oficial de la Legión de Honor, oficial de la orden Polonia Restituta, Croix des Vaillants (Krzyż Walecznych), caballero de la orden del Mérito agrícola. Tenía 91 años y la inhumación tendrá lugar en…, en la intimidad familiar».

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Veo un documental sobre Joan Baez. A mi madre le gustaba mucho y a mí me hacía mucha gracia que en casa se escuchara a la pacifista, tantas veces acusada de comunista sin serlo. We shall overcome… etc. Nada que tenga que ver con ella —la mejor voz del folk— me pierdo. Y mientras lo veo o lo leo, pienso que de algún modo, estoy homenajeando a mi madre. Pero lo que más me interesa de ella es su relación con Dylan y en este documental aparecen muchas imágenes con él. En la calle, en conciertos, en un camerino mientras él escribe en su máquina —nunca pensó que sería Nobel por eso que estaba haciendo en aquel momento—, o se arregla, Dylan, minuciosamente el pelo antes de salir a una entrevista de prensa. Pero hay unas de la gira Rolling Thunder, en 1975 —ellos allí convirtiendo su sitio en el centro del mundo y nosotros, Dios mío, dónde…— que dan una alegría enorme al verlos en el autocar o cantando juntos, él con un pañuelo blanco anudado en la cabeza, ella con turbante rojo, siempre sonriente, mirándolo, y maracas. Y otra imagen donde aparece Vaclav Havel, el único político, pienso, que representa las mejores ideas y actos de mi generación.

 

He participado en un festival de poesía —18 Marché de la Poésie, apadrinado por Leïla Sebbar y titulado D’Afrique(s) et d’Ailleur(s)—. Supongo que yo pertenezco a Ailleurs. A los dos días, he regresado para escuchar a algún colega africano —en la Librería Olympique, donde leí y hablé, estaba Blick Bassy—. Cuando he llegado acababa de recitar Hawad, el poeta tuareg, vestido de azul-tuareg y al cabo de un rato ha subido al estrado Hubert Haddad, de rostro gesticulante —un tanto malrauxiano, aunque no tan exagerado— y manos grandes que van de allí a aquí. Rigurosamente de negro y con un fular azul y blanco anudado al cuello. Habla sobre poesía —el misterio— y la narrativa que encierra la poesía en su interior. Desprecia a los críticos literarios, especialmente a los que escriben en los periódicos y se instala en un discurso entre el delirio y la razón que da la impresión ha soltado muchas veces ya. Pero se le escucha con agrado. Tiene 70 años y no lo parece: la poesía. Me ha recordado, físicamente, a Juan Carlos Mestre, a quien sólo he visto en fotos (además de leerlo, claro).

Cuando he llegado Hawad firmaba libros y hablaba con sus admiradores. Cuando Haddad hablaba, Hawad se ha ido.

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Esta mañana he visto como un hombre joven —no llegaba a cincuenta años y tenía muy buen aspecto— arrancaba un cartel de protesta por la venida a Burdeos de Marine Le Pen.

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