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Patria, de Fernando Aramburu

Las palabras de Lawrence Durrell, escritas hace ya más de medio siglo y plasmadas en Clea, una de las obras que componen el genial Cuarteto de Alejandría, podrían proporcionarnos una de las claves de la poética de este intenso relato de Fernando Aramburu que a ningún lector va a dejar indiferente: “El artista procura siempre saturar el mundo con su propia angustia”. Quienes saben de la flamante trayectoria de este escritor guipuzcoano, admitirán que en algunas de sus obras anteriores ya se estaba forjando la novela que aquí se presenta, que nada tiene que ver con la improvisación, sino con un trabajo lento y concienzudo en el que, de entrada, se aprecia no sólo la lucidez y el oficio a la hora de saber contar una historia, sino, asimismo, la pericia por hallar la forma más adecuada y la estructura precisa, con la gloriosa resurrección de la técnica de los vasos comunicantes, para que el lector se convierta, desde la primera hasta la última de sus páginas, en un verdadero cómplice, capaz de ir de la mano, en esta densa trama, de un creador que no deja de ser una especie de Virgilio en su viaje al corazón del infierno tan temido.

"Los personajes hablan sin ataduras, con fluidez y soltura. Da la impresión de escuchar sus voces como si estuviéramos presentes."

Se podría aducir, en primer lugar, a la vista del resultado, con este volumen entre las manos, que son demasiadas páginas. Mucho condumio para un mundo en donde la prisa es la dueña del cotarro. Sin embargo el camino se nos hace más corto y entretenido de lo esperado, y no precisamente por lo divertido del paisaje que nos pinta. Aramburu, bien sujeta la manija, sabe modular la intensidad de su relato para que no decaiga el interés en ningún instante. Y lo mejor de todo es esa sensación de naturalidad que transmite, de aparente escaso esfuerzo, como una de esas bellezas salvajes que no cuenta con un espejo en el que mirarse. Podría haber añadido algunos cientos más de páginas, y no nos hubiera importado. Pero bien está lo que bien acaba. La trama, desde muy pronto, parece conducirnos hacia ese final como una especie de sinfonía en la que, en algún instante de la misma, comenzamos a intuir su remate sin que ello suponga decepción alguna.

Fernando Aramburu. Foto de Jeosm

La maestría del autor también se aprecia en el dominio del lenguaje. Y no tanto por haber sabido elegir los vocablos adecuados o por el discurso de sus personajes, que resulta de una plasticidad poco común, sino, sobre todo, porque salva con nota ese inconveniente de tener que combinar el castellano con palabras y expresiones propias de la lengua vasca, amén de un determinado orden sintáctico, que resuelve con brillantez y elegancia. Ningún inconveniente, pues, para que campe a sus anchas esa “escritura transparente” a la que, según Marsé, debe aspirar todo bicho viviente que se dedique al arte de contar aventis. Los personajes, pues, hablan sin ataduras, con fluidez y soltura. Da la impresión de escuchar sus voces como si estuviéramos presentes mientras dan rienda suelta a sus pensamientos, hasta el punto de tener la sensación de estar situados justo en medio, como fantasmas que emergen de otro tiempo, sin voz ni voto, pero con la capacidad intacta para sufrir y la impotencia de no poder hacer nada.

"En el libro hay un escritor, que bien podría ser el alter ego del propio Aramburu, que deja bien clara su apuesta por la creación artística y lo noble y bueno que alberga el ser humano"

Ahora que tantos reproches reciben las novelas de los últimos decenios por el escaso peso de sus personajes, Fernando Aramburu pone sobre el tapete a más de media docena de criaturas inolvidables: desde el Txato, que se mueve desde la ausencia hasta convertirse en uno de los protagonistas más sólidos del libro, hasta el etarra Joxe Mari, quien, desde el interior de la cárcel, observa el paso del tiempo, la pérdida de su juventud, no tanto por los sucesos del día a día, sino por cierta ocasión en la que apoya la coronilla en un barrote de la cama y percibe “un frescor en el cuero cabelludo que nunca antes había sentido”. Una sutileza del autor de estas páginas, en cuya galería de personajes incluye también a Gorka, hermano de Joxe Mari, que, de alguna manera, representa una tercera vía de reconciliación desde lo constructivo, sus padres, Joxian y Miren, quien, al cambiar los tiempos, llega a considerarse una víctima de las víctimas, y Bittori, la mujer del Txato, con sus paseos por el cementerio bajo la pertinaz lluvia, donde conversa con su marido asesinado, sin perder nunca la esperanza de que alguien invente una máquina para resucitar a los muertos. Y junto a todos ellos, emerge una figura de aparente poco peso: don Serapio, el cura del pueblo en donde transcurre la mayor parte de los hechos. Un manipulador de cuerpos y de almas, que nos recuerda al Mosén Millán del Réquiem de Sender.

patria-de-fernando-aramburuNo pasa inadvertido el capítulo 109, “Si la brasa le da el viento”. Xavier, el hijo del Txato, asiste a una conferencia. En la misma, un escritor, que bien podría ser el alter ego del propio Aramburu, con su discurso, deja bien clara su apuesta por la creación artística, y se postula a favor de lo noble y bueno que alberga el ser humano, al tiempo que trata de evitar los dos graves peligros que engendra este tipo de literatura: los tonos patéticos y sentimentales, y la tentación de tomar postura política. Y lo que es mucho peor: desconfía de que algo vaya a cambiar sustancialmente porque alguien escriba libros. Es posible que así sea. Pero la buena literatura, como la presente, siempre es de agradecer.

Título: Patria. Autor: Fernando Aramburu. Editorial: Tusquets. Páginas: 646. Edición: Papel y kindle

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