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Poemas de El cielo desnudo, de Javier Lasheras

Poemas de El cielo desnudo, de Javier Lasheras

Estos poemas de Javier Lasheras pertenecen al libro inédito El cielo desnudo.

CREDO

Creo en tu cuerpo cuando se envuelve en el suave torbellino de la noche,
en la mirada astral de tus ojos escrutando mi palabra, es decir, mi alma.
Creo en el alto acantilado de tu cuello y tus hombros donde se despeñan
las gotas de agua que te erizan y palpan, guerrilla de caricias insurrectas.

Creo en nuestra huida clandestina y en el trabajo de tu sonrisa,
en este viaje a la tierra de ninguna parte, a los mares de no sabemos cuándo
ni dónde pero siempre a la revuelta de la esquina en la calle de cualquier sitio.

Creo en el horizonte que nos despierta y en el sol que nos duerme,
en los tragos de vino que nos mete racimos de vida en sangre,
en la pericia de tu boca y en la astucia de tus manos entre las flores.

Creo en la levedad de tus pies cuando pasan ligeros entre la hierba y se plantan
sobre el terrazo de la estancia, en su música cuando alucinan y despegan.

Creo en la ebriedad de los días y en el derribado corazón de la noche,
en la honda soledad que gobierna y amamanta las raíces de los sueños,
en el duelo y en la herida cuando nos asalta aquello que no pudimos,
que no quisimos, que no supimos o fatalmente no nos dejaron.

Creo en la cordura que nos exime de la culpa, en esta corta y dura subida
al monte de la vida, en los ángeles vagarosos que iluminan nuestros pasos
mientras caminamos por la espesura de ciudades y noches desconocidas.

Creo en la alegría de la tierra cuando sangra amapolas y en el vértigo
de este menoscabo veloz hacia ese imperio anónimo que nos arruga
y envejece como un atardecer que quisiéramos parar con un gesto sólo.

Y creo en ti, avivada y desnuda, cuando giras la manilla de la puerta
y me miras desde algún lugar en el centro de tu miedo, animal y perdida.

LA HUIDA

Me pasé la infancia con los ojos perdidos
en un horizonte de cobaltos y girasoles,
un tiempo mecido entre cal, alberos y azahares
y cuando no mirando las piernas de mi madre,
suaves y largas, cruzadas en ese y ofrecidas al sol
de una playa refulgente y solitaria, de otro mundo.
Leía no sé qué libro recostada en la hamaca:
recuerdo el rojo de las tapas duras, sus manos
de actriz exquisita con las uñas de caramelo
—mi memoria aún huele la laca y la acetona—
y la media sonrisa fatal de aquella época
no sé si histérica y alcoholizada,
perturbadora en cualquier caso.

¡Era tan acogedor quedarme allí atrapado, mirándola!

Llevaba unas gafas de sol de pasta negra
y un pañuelo de Hermes recogiendo su pelo.
Al fondo había un hotel. Solo uno. Solo ella
y un café futurista, encerrado
en una urna de cristal opaco:
el aire acondicionado
me helaba el corazón.

Alguien dijo: «Afuera es un infierno».
Mi madre pidió una ginebra con mucho hielo:
tiempo después descubrí que mi abuela
la recomendaba para los dolores menstruales.
Yo pedí una Coca-Cola:
guardo una fotografía de ese momento.
Mira, aquí la tengo,
y ahora me pregunto,
en la inquieta distancia de los años,
quién sería el autor de aquel disparo.
Luego encendió un cigarrillo: un More
de color negro y chocolate tan fino y largo
como sus piernas, toboganes de miel caliente.
Recuerdo el humo azul saliendo de su boca:
la elegante melancolía de su mirada
sobre una tarde que hería la vida por dentro.

Me gustaba cuando nos llevaba al cine de verano:
mis hermanas mayores flirteaban al fondo
mientras ella fumaba uno y otro y luego,
cuando cruzaba las piernas, todo era fundido
a noche oculta. El humo se esfumaba por los sueños
de la pantalla y al fin el sueño me desvelaba del ensueño.

Ahora, cuando atisbo el horizonte
adonde van a morir los ángeles,
sigo teniendo las mismas ganas
de huir lejos y sin nombre,
donde nadie me encuentre,
sin otra maleta para el camino

que aquella luz, aquel amor, todo ese tiempo.

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