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Primeras páginas de Tiempo, de Rüdiger Safranski

Primeras páginas de Tiempo, de Rüdiger Safranski

El tiempo es un tema de reflexión tan apasionante como escurridizo. Si no nos lo preguntan, todos sabemos qué es, pero, como advirtió san Agustín, si tratamos de definirlo, acabamos enredados en complejas paradojas. Nuestra vida se mueve en una leve franja de tiempo presente, con un pasado, que ya no es, a sus espaldas, y un futuro, que aún no es, por delante. Proust elogió la capacidad del arte para resucitar momentos pretéritos de nuestra vida; los existencialistas alabaron la conciencia de nuestra finitud como forma de autenticidad; los biólogos hablan de un tiempo interno que regula funciones vitales sin nuestra intervención consciente y Albert Einstein definió el tiempo como la cuarta dimensión. Safranski explora de forma atractiva y accesible la multiforme experiencia humana del tiempo y descubre en su inexorable transcurso un rasgo esencial de la condición humana.

A continuación, puedes leer las primeras páginas de Tiempo, el ensayo de Rüdiger Safranski.

 

1

Tiempo del aburrimiento

Tiempo del aburrimiento El ser humano, a diferencia del animal, es un ser que puede aburrirse. Cuando hemos atendido a lo necesario para la vida, queda todavía una atención excedente que, si no encuentra sucesos y actividades adecuados, se dirige al paso mismo del tiempo. El tapiz de sucesos, que por lo regular está enlazado tupidamente y, por eso, encubre a la percepción el paso del tiempo, ha quedado entonces raído y deja la mirada libre para un tiempo supuestamente vacío. Al encuentro paralizante con el puro pasar del tiempo lo llamamos aburrimiento.

El aburrimiento nos permite experimentar un aspecto tremendo del paso del tiempo, si bien de manera paradójica, a saber: en el aburrimiento el tiempo no quiere pasar, se detiene, se demora de modo insoportable. Arthur Schopenhauer dice que experimentamos el tiempo en la duración que se hace larga,* no en la duración entretenida, que se hace corta. Por tanto, si queremos entender qué es el tiempo, lo mejor no es dirigirse primero a la física, sino a la experiencia del aburrimiento.

* El término alemán Langeweile («aburrimiento») significa, literalmente, «rato largo». (N. del T.)

Según la descripción de William James, el aburrimiento se nos presenta «cuando nosotros, en virtud del relativo vacío del contenido de un lapso de tiempo, dirigimos la atención al paso del tiempo mismo».

No hay un tiempo en el que realmente no acontezca nada; siempre sucede algo. Sin sucesos no hay ningún tiempo, pues el tiempo es la duración de sucesos y, por eso, en sentido estricto no puede estar vacío. La percepción del vacío se debe a que ningún interés vivo vincula a los sucesos. Y la causa de la falta de interés puede radicar en el sujeto o en el objeto; por lo general está en ambos.

En lo tocante al sujeto, puede ser apático, de vivencias débiles. Percibe demasiado poco y por eso se aburre con rapidez. Aunque tampoco puede estar demasiado embotado, pues entonces no notaría en absoluto que le falta algo. Está medio dormido. Por tanto, para poder aburrirse se requiere un mínimo de apertura, curiosidad y disposición a las vivencias. En lo que se refiere al aspecto del objeto en el aburrimiento, es posible que la realidad con la que nos encontramos ofrezca de hecho pocas ofertas y escasos estímulos, como en la monotonía de sucesos mecánicos. Lo que al principio está lleno de estímulos puede perder fuerza estimulante a causa de la rutina, de la costumbre. Lo que otrora era entretenido y se hacía corto, puede aburrir y hacerse largo. El «retorno regular de las cosas externas», escribe Goethe, son propiamente «ofertas benévolas» de la vida, que transmiten el sentimiento de seguridad y «agrado». Puede suceder, sin embargo, que ese agrado de la costumbre se convierta en aburrimiento, en un aburrimiento que llegue a incrementarse hasta la cansada desesperación. Según Goethe, «se cuenta el caso de un inglés que acabó colgándose para no tener que vestirse y desnudarse todos los días».

Un hombre rico en fantasía y despierto, cuando los estímulos externos se hagan apáticos o desaparezcan, podrá ayudarse durante un tiempo con sucesos interiores, con recuerdos, pensamientos y fantasías, pero no demasiado rato, pues el tiempo llegará a hacérsele largo y al final le resultará aburrido.

Schopenhauer relacionó la disposición al aburrimiento con los periodos de la vida. En la juventud, dice, vivimos con una conciencia más receptiva, la cual es estimulada siempre por la novedad de los objetos. El mundo se presenta denso, lleno de impresiones. Por eso el día es enormemente largo, sin resultar aburrido, y una serie de días y semanas se convierten en media eternidad. Al adulto eso sólo le sucede en casos especiales, en un trabajo con plena entrega o en viajes. Pero, fuera de esas ocasiones, el tiempo pasa volando cuanto más viejo se hace uno. En La montaña mágica, de Thomas Mann, leemos: «Si un día es como todos, todos son como uno; y en una plena uniformidad la vida más larga se viviría como totalmente corta».3 De todos modos, esa vida galopante sólo parece breve de manera retrospectiva, en el instante concreto puede parecernos aburrida, precisamente por su fugacidad. Nos deja vacíos.

En la medida en que los sucesos pierden densidad, llama la atención el tiempo. Parece como si éste saliera de su escondite, puesto que para nuestra percepción ordinaria está escondido detrás de los acontecimientos y no es experimentado de forma tan directa y cargante. Por tanto, si se produce un desgarro en la cortina, vemos cómo detrás bosteza el tiempo. La mirada al reloj fortalece todavía el aburrimiento, pues la duración, puntuada por el tictac regular o por el movimiento de la saeta, es percibida como más pobre todavía en sucesos y apenas puede ya soportarse, de tal manera que, por ejemplo, el constante goteo en una celda vacía se utiliza también como una forma de tortura. Ya en el insomnio podemos familiarizarnos con el ejemplo del tiempo vacío. E.M. Cioran, el célebre insomne de la filosofía actual, escribe sobre esta experiencia: «Las tres de la mañana. Percibo este segundo y luego aquél, hago el balance de cada minuto. ¿Para qué todo esto? Porque he nacido. Estas noches en vela tan especiales me hacen cuestionar el hecho de haber nacido».

Ahora bien, para la experiencia del aburrimiento no basta que palidezcan los sucesos internos o los externos. En contraste con ellos tiene que seguir actuando una agitación interior, un extenuado desear, que notamos, sin que él nos llene. El aburrimiento lleva consigo que no podemos hundirnos en algo, entregados por completo al instante, sino que estamos siempre más allá del momento respectivo y experimentamos una extensión temporal, aunque no como algo liberado y animado, sino como algo paralizante. Se presenta paralizante la perspectiva de tenerlo que hacer todo uno mismo, de tener que dar contenido uno mismo a la propia vida. El aburrido de esta manera preguntará disgustado: ¿tengo que hacer hoy de nuevo lo que yo mismo quiero? El que está en esa situación espera impaciente algo, sin saber qué. Está ahí en juego un trajín vacío como pulsación del tiempo interior. Un momento sigue a otro. La resaca del tiempo arrastra y paraliza a la vez.

La patología del tiempo conoce el fenómeno del «pensamiento compulsivo referido al tiempo». Una paciente llegó a expresar ante el psiquiatra Viktor Emil von Gebsattel: «Tengo que pensar incesantemente que el tiempo pasa». Tal paciente apenas puede percibir los acontecimientos mismos, se le impone sin cesar tan sólo la percepción del segmento temporal que aquéllos ocupan, y esta igualdad de los segmentos temporales se extiende a la vivencia del mundo. La paciente sigue contando: «Cuando oigo piar a un pájaro, pienso: “Esto ha durado un segundo”. Las gotas de agua son insoportables y me ponen furiosa, pienso siempre: ahora ha pasado un segundo de nuevo, y ahora de nuevo un segundo».

En la monotonía son puntos retornantes de tiempo los que se despliegan en una serie temporal lineal. Michael Theunissen ha propuesto entender este tipo de vivencia del tiempo en el aburrimiento como «entrega al orden lineal del tiempo por el desmoronamiento de su orden dimensional». Esto significa: el orden tridimensional del tiempo, con el pasado, el presente y el futuro, modos que en la reflexión pueden superponerse de muchas maneras, se estrecha para constituir el tictac del transcurso lineal del tiempo. Esto implica una reducción forzada de la percepción, que elimina la posible riqueza de la experiencia del tiempo. Los recuerdos y las expectativas que entran en la configuración de la vivencia del presente confieren un volumen al tiempo, una anchura, una profundidad y una extensión. Pero cuando se abre paso la serie lineal del tiempo, éste se reduce a la sucesión de puntos temporales, y sólo llega el retorno monótono de lo mismo: ahora y ahora y ahora. Ésa es la mala infinitud del aburrimiento, en la que se espera que finalmente suceda algo distinto de ese mero ahora y ahora y ahora. En él se da un esperar vacío.

Cuando esperamos no tenemos por qué aburrirnos siempre, pues estamos referidos a un suceso, lo que genera una tensión. Aun cuando el tiempo se haga largo, no se impone con insistencia, pues el suceso esperado llena la conciencia.

Tomemos el ejemplo de una cita. Estamos en un café y esperamos a él o a ella, nos representamos mil cosas, están en juego un previo agrado o alegría, una curiosidad. Eso nos mantiene absortos. Pero el esperado o la esperada se retrasa. Dudamos de si nos encontramos en el debido punto de encuentro. Se anuncia una ligera ofensa, pues el que espera se siente inferior. En semejante espera se producen algunas cosas: enfado, ofensa, desencanto, ira, pero no se produce el aburrimiento.

Así se comportan en verdad las cosas cuando se trata de sucesos deseados. Y también los sucesos temidos, que esperamos, constituyen una corte de presentimientos, que por lo regular no dan entrada al aburrimiento. El asunto es distinto en los despachos. Aquí se puede tener el sentimiento de que nos roban el tiempo y nos impiden hacer uso de él con sentido.

Por tanto, no todo esperar va unido con el aburrimiento, si bien, a la inversa, todo aburrimiento contiene también un esperar, un esperar indeterminado, un esperar nada. La espera contenida en el aburrimiento es una intención vacía, tal como se expresan los fenomenólogos.

En Esperando a Godot, de Beckett, se nos presenta con cierta comicidad semejante espera vacía como situación fundamental del ser humano. En esta obra, dos vagabundos esperan en el escenario, y ni ellos mismos ni los espectadores saben con plena claridad qué esperan propiamente. Esperan a Godot, pero no está claro si éste existe y, en el caso de que exista, si ha anunciado realmente su llegada y, en caso afirmativo, para cuándo. En todas estas indeterminaciones se pierde la figura de Godot, y queda un vacío. Los dos protagonistas no saben qué esperan, y tampoco saben qué han de hacer. Gottfried Benn dice: «Venid, hablemos juntos, quien habla no está muerto». Y así ellos hablan y hacen lo que se les ocurre. Pero eso es demasiado poco y no da una conexión suficientemente densa, que pudiera protegerlos a ellos y a los espectadores contra la experiencia del tiempo que transcurre vacío. Esperando a Godot también se convirtió de la noche a la mañana en una pieza clásica de la modernidad porque descubre el secreto empresarial de todo drama. ¿Qué son todos estos dramas policromos, bien pensados, excitantes, sino intentos logrados de matar el tiempo? En caso de éxito se enlazan en ellos tupidos tapices de sucesos como setos de protección contra el tiempo que pasa. Esperando a Godot parodia esta solicitud conservadora de la vida. El tapiz de sucesos queda simplemente deshilachado. La nada centellea una y otra vez a través de los hilos:

VLADIMIR: […]. ¿Qué hacemos aquí?, éste es el problema a plantearnos. Tenemos la suerte de saberlo. Sí, en medio de esta inmensa confusión, una sola cosa está clara: estamos esperando a Godot.

ESTRAGON: Es cierto.

VLADIMIR: O que caiga la noche. […]

VLADIMIR: Lo cierto es que el tiempo, en semejantes condiciones, transcurre despacio y nos impulsa a llenarlo con manejos que, cómo decirlo, a primera vista pueden parecer razonables y a los cuales estamos acostumbrados. Me dirás que es para impedir que se ensombrezca nuestra razón.

ESTRAGON: Todos nacemos locos. Algunos siguen siéndolo. […]

VLADIMIR: Esperamos. Nos aburrimos. No, no protestes, nos aburrimos como ostras, es indudable. Bueno. Se nos presenta un motivo de diversión, y ¿qué hacemos? Dejamos que se pudra.

Es una referencia al juego del señor y el siervo, que Pozzo y Lucky representan ante ellos, a manera de un teatro dentro del teatro, como en el Hamlet de Shakespeare; la acción teatral es una oferta de distracción, que Vladimir y Estragon no rechazan, pero no aprovechan de modo suficientemente duradero, algo que ellos mismos se reprochan. Pero ellos no son culpables, pues la obra misma no tiene suficiente repercusión. La pieza del señor y del siervo tenía que expulsar el aburrimiento, y al final hace que éste sea más palpable. Lo que los dos protagonistas experimentan es la ley fundamental de la distracción: el aburrimiento está al acecho en los medios mismos con que había de ser expulsado. La cultura, si tomamos la payasada acontecida en el escenario como su símbolo, brota de la lucha contra el aburrimiento. Y así éste está en el fondo de todo lo que quiere encumbrarse.

 

Autor: Rüdiger Safranski. Título: Tiempo. Editorial: Tusquets. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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