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Ruy López de Segura: Historia de una traición (I)

Ruy López de Segura: Historia de una traición  (I)

El Rey Felipe II jugaba al ajedrez en el Palacio del Escorial. Ruy López, autor de un magnífico tratado sobre el juego, era el adversario de Su Majestad Católica. El gran jugador estaba arrodillado sobre un co­jín de brocado (1), mientras que alrededor del rey los nobles permanecían de pie en una actitud grave y apenada. La mañana era bri­llante y perfumada como la brisa que se des­prende de los bosques de naranjos de Gra­nada. El sol lanzaba sus dardos de fuego so­bre los cristales, y las cortinas violetas de la espléndida sala suavizaban su potente calor: Esta claridad vivificante no estaba ese día en consonancia con la sombría faz del rey; la frente de Felipe estaba fruncida y por ella se veía pasar por momentos la sombra de los turbu­lentos pensamientos que ocupaban entonces al monarca. Su frente era negra como la tem­pestad que estallaba sobre la cumbre de las Alpujarras. Con las cejas fruncidas, el rey lanzaba frecuentes miradas hacia la puerta de entrada. Todos los asistentes permanecían mudos, cambiando entre ellos miradas de in­teligencia. El aspecto de esta reunión era frío y serio. Se diría que un gran acontecimiento pesaba sobre la asamblea. El ajedrez no lla­maba la atención a nadie, a no ser la de Ruy López que vacilaba, reflexionando seriamen­te entre un jaque mate forzado y la deferen­cia debida a su muy Católica Majestad, Fe­lipe II, Señor de las tierras de España y sus dependencias. El silencio era completo. Se oía el ruido que hacían los jugadores al po­sar sus piezas.

"La sangre de Castilla hervía en las venas y encendía los rostros. El malestar era general."

De pronto, la puerta se abrió de golpe. Un hombre, de apariencia ruda y si­niestra, se presentó mudo y respetuoso de­lante del rey, esperando las órdenes precisas para hablar. El aspecto de aquel hombre era poco agradable. A su entrada, se levan­tó un murmullo súbito y general. Los caba­lleros se apartaron con desdén, incluso con disgusto. Se diría que acababan de ver surgir en medio de ellos a un animal peligroso y repugnante  a la vez. Su estatura era alta y fornida, de for­mas hercúleas; sus ropas  consistían en un jubón de cuero negro. Una figura común, en la que la inteligencia no se  traslucía en ningún rasgo, y sí, por el contrario, denunciaba sus gustos y pasiones degradantes. Una larga y profunda cicatriz, que partía de la ceja, e iba a perderse bajo el mentón de una espesa bar­ba, aumentaba la brutalidad natural de esta fisonomía, era una de esas naturalezas mitad buey, mitad hombre.

Felipe II tomó al fin la palabra; su voz temblaba, estaba conmovido. Un estremecimiento galvánico recorrió el auditorio. Este ser in­creíble que la nueva traía era Fernando Ca­lavar, verdugo de España.

—¿Ha muerto?, preguntó Felipe con voz im­periosa, que rompía el silencio para dar paso a un terror glacial.

—No, Señor, respondió Fernando Calavar inclinándose. El Rey frunció el ceño.

—Como Grande de España, el condenado ha recla­mado sus privilegios y yo no he podido pro­ceder contra un hombre por cuyas venas corre sangre de los más nobles hidalgos sin una orden más precisa de Vuestra Majestad —dijo, inclinándose de nuevo.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Era la respuesta de los señores que habían escuchado con la mayor aten­ción. La sangre de Castilla hervía en las venas y encendía los rostros. El malestar era general.  El joven Alonso de Osuna lo hizo abiertamente, cubriéndose con su gorro de ceremonia. Su ejemplo atrevido fue segui­do por la mayoría de los nobles. En seguida, sus plumas blancas se balancearon dulcemen­te. Y parecía anunciar con audacia  que sus poseedores protestaban en favor de sus pri­vilegios puesto que  se servían de los que siempre han tenido los Grandes de España: cubrirse delante de su soberano.

El rey hizo un movimiento de cólera conteni­da. Después golpeó violentamente sobre el tablero de juego, lo que hizo que las piezas fueran a rodar por el suelo de la habitación.

—¡Ha sido juzgado por nuestro Consejo Real —dijo— y condenado a muerte ¿Qué pide entonces ese traidor?!

—Señor —respondió el  ejecutor—, él pide mo­rir por el  hacha y el tajo. Pide también pasar con un sacerdote las tres últimas horas de su vida

—¡Ah! De acuerdo —respondió Felipe casi satisfecho—. Nuestro confesor, ¿no está cerca de él, como hemos ordenado?

—Sí Señor —dijo Fernando—. El santo hom­bre está cerca de él, pero el duque no quiere nada del buen Díaz de Silva. No quiere re­cibir la absolución de nadie que esté por de­bajo de un obispo, pues tales son los privile­gios de los nobles condenados a muerte por crímenes de alta traición.

—Estos son nuestros derechos —dijo ardien­temente el fogoso Alonso Osuna— y nosotros reclamamos del rey los privilegios de nues­tro primo.

Esta petición fue como una señal.

—Nuestros derechos y la justicia del rey son inseparables —dijo a su vez Diego de Tarra­sas, conde de Valencia, anciano de talla gi­gantesca, vestido con su armadura y soste­niendo en sus manos el bastón de gran Con­destable de España.

—¡Nuestros derechos y nuestros privilegios! -gritaron los nobles.

Estas palabras se repitieron como un eco, y esta audacia hizo saltar al rey de su trono de ébano.

—¡Por los huesos del Campeador! —gritó— ¡Por el alma de Santiago! He jurado no co­mer ni beber hasta que la cabeza sangrante del traidor Don Guzmán me haya sido traída y yo la haya visto. Se hará así porque yo lo he dicho. Pero Don Tarrasas ha dicho bien: la justicia del rey confirma los derechos de sus súbditos. Señor Condestable, ¿dónde mora el obispo más próximo?

—Señor, yo he tenido más a menudo tratos con el campo de batalla que con la Iglesia —respondió bruscamente el Condestable—.El Capellán de Vuestra Majestad, aquí presen­te, os lo dirá mejor que yo.

Don Silvas y Méndez tomó, temblando, la palabra.

—Señor, —dijo humildemente— el obispo de Segovia está destinado en la Casa del Rey, pero el que lo reemplaza en este cargo mu­rió la semana pasada, y el «fecit» que nom­bra su sucesor está aún sobre la mesa del Consejo y debe ser presentado a la aproba­ción del Papa. Dentro de unos días va a te­ner lugar en Valladolid una reunión de los Príncipes de la Iglesia; todos los obispos es­tarán presentes allí. El obispo de Madrid ya dejó ayer su palacio para ir.

Ante estas palabras una sonrisa de ale­gría asomó a los labios del de Osuna. Su regocijo era natural, ya que el joven tenía sangre de los Guzmanes y el condenado, su primo, era además su mejor amigo. El rey ad­virtió esta sonrisa y su mirada adquirió una nueva expresión: una mezcla de impaciencia y de autoridad desconocidas.

—Nos somos el rey —dijo gravemente, con una calma que ocultaba la tormenta—. Nues­tra persona real no debe ser objeto de bur­las. Este cetro parece ligero, señores, pero la imprudencia de las risas será aplastada por él como por un bloque de hierro. Por otra parte, nuestro Santo Padre el Papa tiene una pequeña deuda con nosotros y no creemos que desapruebe el proceso que vamos a se­guir. Puesto que el Rey de España puede nombrar un príncipe, también puede nom­brar un obispo. Levantaos, pues, Don Ruy López. ¡Yo os nombro obispo de Segovia!  ¡Levantaos, padre! ¡Os lo ordeno! ¡Tomad vuestro puesto en la Iglesia!

El asombro fue general. Don Ruy López se levantó maquinalmente, indeciso. Su cabeza estaba ofuscada. Intentó hablar.

—¿Qué desea Vuestra Majestad..? —dijo.

—¡Silencio, señor obispo —respondió el rey

—¡Obedece a la palabra de tu soberano! Las formalidades de tu nombramiento serán ultimadas otro día. Nuestros súbditos no de­jarán de reconocer nuestra voluntad en este asunto. ¡Obispo de Segovia, vete a la celda del condenado, libra a su alma de pecado, y en tres horas abandona su cuerpo al hacha del verdugo! Y tú, Calavar, te esperamos en esta sala. Nos traerás la cabeza del traidor, porque Don Guzmán, príncipe de Calatrava, duque de Medina Sidonia, morirá hoy. ¡Que nuestra justicia se cumpla!

Felipe se acercó a Ruy López.

—Te doy el sello de mi anillo para que el duque crea mi palabra. Y bien, señores, ¿osáis dudar aún de la justicia de vuestro rey?

Nadie respondió. Ruy López siguió al ver­dugo y el rey, volviendo a su trono, hizo una señal a uno de sus favoritos para que se pu­siera ante el tablero. Don Ramírez, conde de Vizcaya, vino a arrodillarse sobre el cojín de terciopelo.

—Con el ajedrez, señores, —dijo el rey, son­riendo— y vuestra compañía, esperaré agra­dablemente. Que nadie abandone la sala has­ta que vuelva Calavar. Nos aburriremos mu­cho si alguno de vosotros faltara.

Después de estas palabras irónicas, Fe­lipe comenzó una partida con don Ra­mírez, y los caballeros, abrumados por tan­tas fatigas, permanecieron agrupados alrede­dor de los augustos personajes como estaban al comienzo de este relato.

Todo continuó en orden y calma, mientras que Calavar conducía al nuevo obispo a la celda del condenado. Ruy López caminaba sin mirar. El que le hubiera visto así le hu­biera tomado por otro condenado. El gran hombre estaba sumido en pensamientos que le atemorizaban, ¿soñaba? ¿Estaba despierto?. Él dudaba aún, y en el fondo de su alma mal­decía a la Corte y al rey. Recordaba perfec­tamente que era el nuevo obispo de Segovia, pero sentía cruelmente a qué precio había conseguido esta dignidad. ¿Qué había hecho Don Guzmán para que le inmolaran así? ¡Don Guzmán, el primer jugador de ajedrez de España! Pensaba todo esto mientras pisa­ba las losas de mármol que conducían a la prisión del Estado, y rezaba a Dios para que la tierra se abriera y le tragara vivo. Su plegaria era sincera, pero rezaba en vano.

*  *  *     *   *   *

(1) La costumbre exigía entonces que se hincara una rodilla en tierra para jugar de cara al rey. Durante el transcurso de la partida se tenía como el más grande ho­nor que Su Majestad tendiera la mano para ayudar a cambiar de rodilla.

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