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Soles negros, de Ignacio del Valle

Soles negros, Ignacio del Valle

En 2003, en El arte de matar dragones, con dos estrellas de seis puntas sobre sus hombreras, aparece por primera vez Arturo Andrade, superviviente de la II Guerra Mundial y de la Guerra Civil española; hombre de apreciable sensibilidad, razonablemente culto y melancólico que lucha contra la certeza de lo absurdo. Su alargada sombra se extiende a sus dos siguientes novelas, El tiempo de los emperadores extraños (2006) y Los demonios de Berlín (2009), hasta llegar a la recién aparecida Soles negros (2016). Nadie sale impune de un conflicto en el que la sangre fluye a borbotones. En esta última entrega, el ahora capitán Andrade, de treinta y tres años de edad, lucha contra los fantasmas que le persiguen, contra un pasado un tanto turbio del que intenta borrar sus huellas. Y, a pesar de haber danzado con ella tomado de su mano, no llega a acostumbrarse del todo a la muerte. El personaje cala hondo en el lector —que lo recibe con más prevención que misericordia—, a pesar de su silencio, del laconismo de sus palabras. O precisamente por ello. No es un investigador al uso. Ni tiene nada que ver con los héroes de la novela policiaca clásica americana, ni de la española de las últimas dos o tres décadas. Andrade va por libre. Goza, más bien, si se me permite la apreciación, de un inequívoco aire alatristesco por la manera de apoyarse contra una verja, por tener miedo, únicamente, de las equivocaciones, por responder solo por sí mismo, como un cazador solitario.

Soles negros es una novela que responde a un plan muy meditado, ajeno por completo a la improvisación. Y eso se nota, de entrada, en su estructura. En el soberbio andamiaje arquitectónico del relato. Hay algo en ella de experimental, es cierto, pero sin caer jamás en lo absurdo, en lo irracional. El autor de estas páginas, el asturiano Ignacio del Valle (1971), procura que todo esté atado y bien atado. No deja a su albur ni el más mínimo de los detalles. Juega al límite con el lector, con su memoria, con su inteligencia y su buen gusto; con su capacidad para descifrar enigmas. No da explicaciones. Que cada uno interprete a su manera los códigos de la narración. Una arquitectura así ha de estar revestida, por fuerza, del lenguaje adecuado. El autor echa mano, cuando es preciso, de ciertas técnicas cinematográficas, como el fundido o el encadenamiento, que le proporcionan vigor a la novela y, ya de paso, conecta con el relato oral de toda la vida. Con los cuentos al amor de la lumbre. Se emplea un lenguaje vigoroso y consistente, una prosa cadenciosa, musical a veces, con no pocos destellos de poesía. Y expresiones e imágenes sorprendentes, aunque dominen las palabras recias y el lenguaje popular de la gente del campo, que mira al cielo y conversa con las ovejas. Pero lo más sorprendente son los diálogos, que proporcionan al texto una sensación de espontaneidad, como si hubieran cuajado justo en ese instante; chispeantes, vertiginosos, repletos de gracia. El que tiene lugar entre Andrade y su ayudante Manolete puede servir de ejemplo:

Los dos hombres se miraron desolados.

–Cada día eres más feo, Manolete –dijo Arturo intentando iniciar una sonrisa.

–Y usted más cabrón, mi teniente.

–Ahora soy capitán.

–Lo que usted diga, mi teniente

Pero lo más llamativo de esta nueva entrega de la serie protagonizada por Andrade puede que sea eso que Luis Harss, a propósito de la prosa de Juan Rulfo, reflejada en su Pedro Páramo, bautizó como “fulgor lapidario”. Ese ambiente denso y agobiante que poco a poco va apoderándose de la voluntad de los personajes. A lo largo de estas páginas, como en alguno de los más conocidos relatos de García Márquez, el calor va tomando cuerpo, dominando la escena, silencioso y dañino como un río de lava. Todo parece transcurrir como a cámara lenta. Sobran las palabras, abundan los gestos, las miradas. El exceso de luz termina por cegar a todos los presentes. Se habla del “temblor del aire caliente entre las tumbas”, de la ropa pegajosa, del horno extremeño en el que transcurren los hechos, del calor que hace caer muertos, a plomo, a los pájaros. Un hecho físico, y también un mensaje cargado de simbolismo si tenemos en cuenta que estamos en una tierra maldita, ubicada casi en medio de la nada, y en una etapa en la que el Régimen, aún borracho del reciente triunfo, impone como una prioridad hacer limpieza de maquis y de rojos a los que solo les queda la victoria de escribir un relato distinto de su derrota. Ignacio del Valle pone en pie a curiosos personajes de uno y otro bando, como el cacique Manuel Alfonso Pío Judas Ramón Cabrera y Flores de Lizaur. Y, en el lado opuesto, Emilio el Gaseosa o Faustino y sus cerdos: el hombre sencillo con cara de gárgola, alias Manita en la Polla (“un mote bien puesto no te lo quita ni Dios”). Bienvenidos a la España del estraperlo y del chanchullo. Donde se trafica con aceite y con garbanzos. Y también con seres humanos. Tras una Guerra Civil, abundan por doquier los tipos carroñeros que se aprovechan de su impunidad para montar su rentable chiringuito con los restos del naufragio.

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Título: Soles negros. Autor: Ignacio del Valle. Editorial: Alfaguara. Páginas: 355. Edición: papel y ebook.

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