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Una historia de España (LXXVI)

Patente de corso de Arturo Pérez-Reverte

Llegados a este punto del disparate hispano en aquella matanza que iba a durar tres años, conviene señalar una importante diferencia entre republicanos y nacionales que explica muchas cosas, resultado final incluido. Mientras en el bando franquista, disciplinado militarmente y sometido a un mando único, todos los esfuerzos se coordinaban para ganar la guerra, la zona republicana era una descojonación política y social, un disparate de insolidaridad y rivalidades donde cada cual iba a lo suyo, o lo intentaba. Al haberse pasado la mayor parte de los jefes y oficiales del ejército a las filas de los sublevados, la defensa de la República había quedado en manos de unos pocos militares leales y de una variopinta combinación, pésimamente estructurada, de milicias, partidos y sindicatos. La contundente reacción armada popular, que había logrado parar los pies a los rebeldes en los núcleos urbanos más importantes como Madrid, Barcelona, Valencia y el País Vasco, había sido espontánea y descoordinada. Pero la guerra larga que estaba por delante requería acciones concertadas, mandos unificados, disciplina y fuerzas militares organizadas para combatir con éxito al enemigo profesional que tenían enfrente. Aquello, sin embargo, era una casa de locos. La autoridad real era inexistente, fragmentada en cientos de comités, consejos y organismos autónomos socialistas, anarquistas y comunistas que tenían ideas e intenciones diversas. Cada cual se constituía en poder local e iba a lo suyo, y esas divisiones y odios, que llegaban hasta la liquidación física y sin complejos de adversarios políticos –mientras unos luchaban en el frente, otros se puteaban y asesinaban en la retaguardia–, iban a lastrar el esfuerzo republicano durante toda la guerra, llevándolo a su triste final. «Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede», escribiría Azaña en sus memorias. Lo que resume bien la cosa. Y a ese carajal de facciones, demagogia y desacuerdos, de políticos oportunistas, de fanáticos radicales y de analfabetos con pistola queriendo repartirse el pastel, vino a sumarse, como guinda, la intervención extranjera. Mientras la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaban a los rebeldes con material de guerra, aviones y tropas, el comunismo internacional reclutó para España a los idealistas voluntarios de las Brigadas Internacionales (que iban a morir por millares, como carne de cañón); y, lo que fue mucho más importante, la Unión Soviética se encargó de suministrar a la República material bélico y asesores de élite, expertos políticos y militares cuya influencia en el desarrollo del conflicto sería enorme. A esas alturas, con cada cual barriendo para casa, el asunto se planteaba entre dos opciones que pronto se convirtieron en irreconciliables tensiones: ganar la guerra para mantener la legalidad republicana, o aprovecharla para hacer una verdadera revolución social a lo bestia, que las izquierdas más extremas seguían considerando fundamental y pendiente. Los anarquistas, sobre todo, reacios a cualquier forma de autoridad seria, fueron una constante fuente de indisciplina y de problemas durante toda la guerra (discutían las órdenes, se negaban a cumplirlas y abandonaban el frente para irse a visitar a la familia), derivando incluso aquello en enfrentamientos armados. Tampoco los socialistas extremos de Largo Caballero querían un ejército formal –«ejército de la contrarrevolución», lo motejaba aquel nefasto idiota–, sino sólo milicias populares, como si éstas fueran capaces de hacer frente a unas tropas franquistas eficaces, bien mandadas y profesionales. Y así, mientras unos se partían la cara en los frentes de batalla, otros se la partían entre ellos en la retaguardia, peleándose por el poder, minando el esfuerzo de guerra y sometiendo a la República a una sucesión de sobresaltos armados y políticos que iban a dar como resultado sucesivos gobiernos inestables –Giral, Largo Caballero, Negrín– y llevarían, inevitablemente, al desastre final. Por suerte para el bando republicano, la creciente influencia comunista, con su férrea disciplina y sus objetivos claros, era partidaria de ganar primero la guerra; lo que no impedía a los hombres de Moscú, tanto españoles como soviéticos, limpiar el paisaje de adversarios políticos a la menor ocasión, vía tiro en la nuca. Pero eso, en fin, permitió resistir con cierto éxito la presión militar de los nacionales, al vertebrarse de modo coherente, poco a poco y basándose en la magnífica experiencia pionera del famoso Quinto Regimiento –también encuadrado por comunistas–, el ejército popular de la República.

[Continuará].

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Publicado en XL Semanal el 27 de noviembre de 2016.

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