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El viaje de Don Quijote, Julio Llamazares

En las historias de la literatura al uso se cuenta, con todo lujo de detalles, las razones del viaje de Azorín por tierras manchegas en 1905, año del tercer centenario del Quijote. Una conmemoración que no pasó inadvertida para un hombre culto y sensible como el director de El Imparcial, don José Ortega y Munilla, padre y maestro del más grande filósofo español del siglo XX. De él parte el encargo de que Azorín, que ya gozaba de una buena fama tras la publicación de La voluntad, llevase a cabo un trabajo digno de los lectores de su periódico. Quince entregas que, ese mismo año, se habrían de convertir en un volumen que, aunque hoy pocos leen, pasa por ser una de las grandes joyas de nuestra literatura. La historia se repite. Días van, días vienen, ha pasado todo un siglo y Julio Llamazares, el mismo de La lluvia amarilla y En Babia, recibe un encargo parecido por parte, esta vez, del diario El País. El producto final es este volumen hermosamente editado, que tiene el aspecto de libro viejo aun siendo nuevo, recién parido y puesto en circulación. Y a ello contribuyen, sin duda alguna, las exquisitas ilustraciones de Jesús Cisneros, sencillas pero sugerentes y evocadoras, que a uno le recuerdan a las realizadas en su día por Ramón Gómez de la Serna por gusto y entretenimiento propio.

Azorín lleva a cabo su primera posta en Argamasilla del Alba, donde se entretiene en visitar la cueva de Medrano y parlotear con sus habitantes, mientras que Llamazares, que no tiene intención alguna de enmendar al maestro, inicia sus andanzas —en automóvil, que no en carro y en tren como el del 98— en las ventas de Puerto Lápice. Son muchos, sin embargo, los detalles que relacionan a Azorín con Llamazares. Para empezar, esa exquisitez de la prosa que ambos practican. Y también el conocimiento del lenguaje que usan, dando la sensación de estar al tanto del terreno que pisan. Amén del respeto que sienten por el paisaje y el paisanaje, que se convierten en pieza clave en ambas historias. Conviene recordar, asimismo, que el libro de 1905 se apartó –deliberadamente, claro– del cervantismo oficial de entonces. Dicho de otro modo: no es un estudio al uso del Quijote, lo que le valió a Azorín los reproches de la ortodoxia, representada, en su caso, por Rodríguez Marín, quien calificó La ruta de don Quijote como una obra de “tentativas baladíes en que no hay ni pizca de cervantismo”. Ni falta que le hacía.

"El viaje de don Quijote es un libro serio hasta donde tiene que ser serio. Porque retazos de humor y retranca fina nunca falta"

En el caso de Llamazares aún es pronto para saber la reacción de los puristas que durante estos meses conmemoran el cuarto centenario del segundo Quijote, y también de la muerte de su autor. Tiempo al tiempo. En todo caso, el libro del escritor leonés es respetuoso con unos y con otros, sin entrar en polémicas ni discrepancias. La erudición, por suerte, no es lo suyo. Se trata, lo que no es poco decir, de un autor de ficciones al que no se le han puesto límites a la hora de describir aquello que contempla en relación, eso sí, a la más grande novela que jamás se haya escrito…, junto con La Ilíada y La Odisea, “y alguna otra que el lector quiera añadir de su parte”. En Alcázar de San Juan, el viejo escritor de Monóvar recoge sus bártulos, sus cuadernos repletos de notas, su maleta de cuero, y regresa a la capital de España para contar lo que ha visto. Llamazares, discípulo díscolo esta vez, terco como don Quijote, decide continuar viaje hasta las playas de Barcelona donde se permite una de sus muchas y finas ironías, marca de la casa: “¿Cómo imaginar ahora, viendo la playa llena de turistas, de chiringuitos, de tenderetes y rodeada de rascacielos, a don Quijote armado de todas sus armas…?”. Porque, de vez en cuando, acaso sin proponérselo del todo, asoma el Llamazares columnista que no quiere pasar por alto lo que resulta notorio, como en esa ocasión en la que pone el ojo en el ya famoso y fantasmagórico aeropuerto de Ciudad Real que lleva el nombre de Don Quijote, y que, tras largos años en desuso, fue adquirido por unos chinos a un precio irrisorio. Ironía y, en ocasiones, medias palabras, que se propagan por la imaginación del lector como un reguero de pólvora. Así sucede cuando saca a relucir las numerosas monterías que tienen lugar en Sierra Morena, lugar sagrado para el ilustre hidalgo. ¿Qué es lo que realmente se caza? Llamazares le pide disculpas a Cervantes y se encamina a la ciudad y a ciertos pueblos de Zaragoza, tomando partido por el Quijote apócrifo de Avellaneda, el “impostor misterioso”, quebradero de cabeza de los cervantistas, que no se ponen de acuerdo sobre su verdadera autoría.

Pero también está ese otro Llamazares de las cosas pequeñas y sencillas. Señor de la intrahistoria. Y justo en ese punto aparecen ciertos personajes a los que describe, muy a la manera barojiana, en apenas un par de certeras pinceladas. Concha, que hace de guía en su visita a los molinos de Criptana, Daniel, el de Bujaraloz, a quien regala un ejemplar de su última novela, Distintas maneras de mirar el agua, o ese par de ancianas, residentes en un convento del Toboso, a quienes les lee unas líneas del Quijote que ellas agradecen con una sonrisa. El viaje de don Quijote es un libro serio hasta donde tiene que ser serio. Porque retazos de humor y retranca fina nunca falta, como en ese pasaje en el que nos hace partícipes de su perplejidad cuando el dueño del hotel donde nuestro autor pernocta aduce sus razones por las que Cervantes nació en Alcázar de San Juan. Asegura que, cuando iba a morir, alguien le preguntó de dónde era; a lo que respondió que de Alca…, dejando ahí la cosa al ser abatido por la parca. Llamazares, con su aportación, ha hecho más por el Quijote que muchos de los conocidos y reputados cervantistas. Y lo hace a su aire. Con la misma libertad que rezuma el Quijote, una novela que, “por imaginaria, ocurre en todos los lugares y en ninguno”.

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Título: El viaje de don Quijote. Autor: Julio Llamazares. Editorial: Alfaguara. Páginas: 201. Edición: Papel y Kindle

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