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Vida y obra de Jack London, una clase magistral de periodismo

Vida y obra de Jack London,  una clase magistral de periodismo

Se cumplen 100 años de la muerte del escritor norteamericano, autor de La gente del abismo

«Indagar es el arcano de la literatura… No existe la inspiración sin el genio… La indagación es maravillosa y capaz de obrar más milagros de los que jamás podría concebir la fe.” Ahí, en esa curiosidad infinita, encontró Jack London la clave de la literatura y también del periodismo. Indagar es la palabra. Indagar era la palabra clave a principios del siglo XX y es la palabra clave hoy, cien años después. Entre tantas distracciones tecnológicas, entonces y ahora, no hay otra manera de acercarse a la escritura.

A Jack London (1876-1916) se le puede considerar el padre del periodismo moderno. Recorrió antes que nadie el camino que luego harían Steinbeck, Orwell o Hemingway. Él, a su vez, seguía los pasos de sus ídolos y contemporáneos, Stevenson y Kipling. Como sus discípulos y sus maestros, era un escritor de acción: “El hombre tiene que vivir en vez de meramente existir. Yo no voy a perder mis días en el intento de prolongarlos. Voy a aprovechar mi tiempo”.

Vivió una época de cambios radicales: la que va desde la guerra civil en Estados Unidos hasta la Primera Guerra Mundial. El cambio de siglo, con una profunda revolución tecnológica y social, se parece al nuestro. El escritor fue testigo de la transformación que supuso la energía eléctrica; del cambio de las comunicaciones con la invención del teléfono; de una nueva forma de entretenimiento y de información con el cine y la radio; de un inaudito paisaje urbano con los rascacielos; de nuevos medios de locomoción, como el automóvil o el avión.

Se movió entre dos mundos enfrentados, uno que agonizaba y otro que emergía. Ese choque provocó una tremenda convulsión ideológica, política, cultural y espiritual. El hombre se resiste a la industrialización y se busca a sí mismo en la Naturaleza, la aventura y las experiencias extremas. Se siente alienado por los poderosos medios de masas, recién nacidos, por la imposición de un pensamiento uniforme. Es inevitable compararlo con el momento actual.

"Durante dos meses fue uno más de aquellos desheredados de la sociedad.El estremecedor reportaje se convirtió un grandísimo éxito."

London sigue la máxima de su admirado Nietzsche en La gaya ciencia: “Vivid peligrosamente. Construid vuestras ciudades en las laderas del Vesubio”. Y ahí, en las faldas del volcán, pasaría el escritor toda su vida. Ya sea congelándose en el “silencio blanco” de Alaska, o enfrentándose al fiero Pacífico, como buen “cowboy del océano”, en sus travesías por los mares del sur.

El conflicto ideológico de la época está recogido en una de sus obras más emblemáticas, La gente del abismo (1902), como llamaba H.G. Wells a los habitantes del submundo londinense. Se instaló en “el lugar más espléndido de Europa, en el auténtico corazón del imperio”. Convertido en vagabundo —había más de medio millón en la ciudad—, se perdió en aquel sótano de la sociedad que era el East End. Quiso ver lo que ocurría ‘‘desde el punto de vista de las bestias”. Siguió desde Trafalgar Square, confundido con los desarrapados, el mayor despliegue de ostentación imaginable: la coronación de Eduardo VII, la primera en la monarquía británica desde hacía 64 años. “Éramos muchos miles —escribió—, todos controlados y mantenidos en orden mediante una soberbia exhibición de poder armado.”

Durante dos meses fue uno más de aquellos desheredados de la sociedad: “Toda la noche a la intemperie con aquellas personas carentes de un techo, caminando por las calles bajo una lluvia intensa, calado hasta los huesos, preguntándome cuándo llegaría el alba”. El estremecedor reportaje se convirtió un grandísimo éxito. “De todos mis libros es el que más quiero”, diría después. Fue tal su influencia que inspiraría, entre otros muchos autores, al mismísimo George Orwell en Sin blanca en París y Londres.

Antes ya había vivido una experiencia similar cruzando los Estados Unidos, a finales del XIX, como uno más de los parias de su país. Recogió sus vivencias en The Road (1907), referencia inevitable años después para Steinbeck, en la gran recesión, y Kerouac en los años 40.

London fue enviado especial, con desigual fortuna, a la guerra ruso-japonesa por Manchuria (1904-1905) y a la guerra de 1914 entre México y Estados Unidos. Vivió todo tipo de vicisitudes, pasó hambre y calamidades en Asia. Fue el primer yanqui en llegar al frente, desafió a las férreas autoridades niponas y acabó prisionero acusado de espiar para Moscú. En cambio, en Veracruz, describió la guerra desde los bares, muy lejos de la acción, y fue tachado de mercenario al servicio de Hearst, por sus crónicas despectivas contra los revolucionarios mexicanos.

También escribió sobre deportes. Introdujo en Estados Unidos el surf, que descubrió durante su estancia en Hawai. Se quedó fascinado. Con esta pasión y precisión describiría la exótica práctica en un artículo para Cosmopolitan:

“Está impasible, inmóvil como una estatua que súbitamente un milagro ha esculpido en las profundidades del mar de donde ha surgido. Se dirige en línea recta hacia la costa volando con sus tobillos alados sobre la blanca cresta de una ola. Se produce un salvaje estallido de espuma y un estrépito dilatado y tumultuoso cuando la ola cae inútilmente y exhausta en la playa a tus pies; y allá, ante ti, camina pausadamente llegando a tierra… un hombre, un miembro de esa estirpe real que ha dominado la materia y a los brutos y que reina sobre la creación.”

Un hombre de acción como él no podía ser indiferente ante el deporte más popular de su época, el boxeo, sobre el que escribió relatos tan vibrantes como Los gladiadores de la era de la máquina, reunidos bajo el expresivo título de Knock Out. Cubrió para los periódicos grandes acontecimientos, como el histórico combate del siglo por el título mundial de los pesos pesados, celebrado en Reno en diciembre de 1908. Sobre el cuadrilátero, el blanco Jim Jeffries y el negro Jack Johnson. Apostó 4.000 dólares por el púgil al que llamaba La gran esperanza blanca, y los perdió. Ganó el negro.

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Su libro autobiográfico John Barleycorn (1913) es también un soberbio reportaje, pero en este caso sobre una tragedia interior. Describe con crudeza su propio alcoholismo: tremendas borracheras de días enteros y resacas espeluznantes que sólo curaba la propia bebida: “Llegué a un estado en que mi cuerpo nunca estaba libre de alcohol.” Pese a las evidencias, negaba que él fuera ese adicto. Consideraba, iluso, que el licor era un estimulante en lugar de un depresor. Siempre tan pasional, hizo suya la causa y llegó a apoyar una estrambótica propuesta de ley para autorizar al ciudadano sólo dos borracheras anuales. Como mínimo, el libro sirvió para apuntalar las tesis favorables a la prohibición, que llegaría poco después.

London tuvo una existencia compleja y contradictoria que no dejó indiferente a nadie. Se le acusó de haber traicionado el socialismo, de ser un racista y defender la supremacía de la raza blanca, de ser un borracho, de tener un comportamiento violento, de adorar el dinero, de abandonar a su familia, de maltratar a sus empleados, de estar vendido al mismísimo William Randolph Hearst a y su gran poder mediático.

"Desde muy joven, se impuso escribir mil palabras cada día antes de comer.Y si algún día no lo lograba, lo recuperaba al siguiente. Ese es su secreto."

Pero también se le elogiaba por ser un gran ecologista; por enviar dinero a pobres que se lo pedían por todo el país; por contribuir a las cajas de resistencia en las huelgas; por enaltecer el socialismo, aunque al final dejara el partido o el partido le dejara a él; por denunciar las condiciones carcelarias; hasta por ser uno de los primeros en defender la causa de los derechos de autor frente al cine que todo lo “pirateaba”, como ahora internet.

Sobre London se puede pensar lo que se quiera. Pero de lo que no hay duda es de que aprovechó el tiempo, y de qué manera, e indagó lo inimaginable. Ahí está su inmensa obra literaria, muy poco traducida en España, por cierto. Pero también la gráfica, porque fue, además, muy diestro con la fotografía, entonces una tecnología nueva. Hasta en eso fue avanzado en el periodismo, encargándose a la vez del texto y de las imágenes.

¿Cuál es la clave de su vastísima producción en 40 años escasos de vida? Primero, la lectura. A los 16, apenas si había pisado las aulas, pero había leído más libros de los que los chicos de su edad leerían en su vida. Y luego, disciplina, rutina de escritor. Desde muy joven, se impuso escribir mil palabras cada día antes de comer. Y así lo hizo durante 20 años, en su casa, en los vaivenes del océano o en el silencio blanco de Alaska. Y si algún día no lo lograba, lo recuperaba al siguiente. Ese es su secreto.

El Nobel francés Antole France lo describió como “un peculiar genio que percibe lo que permanece oculto para el común de los mortales”. No hay mejor definición para un periodista.

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(*) Artículo elaborado a partir de las obras de Jack London y de la biografía Un soñador americano, de Alex Kershaw, publicada en España por La liebre de marzo en 2000.

 

Diez consejos para el joven escritor (o periodista)

  1. “Lleva contigo un cuaderno. Viaja y duerme con él, plasmando cada pensamiento suelto que se te ocurra. El papel barato no es tan perecedero como la materia gris, lo escrito por el lápiz dura más que la memoria.”
  2. “Si tienes familia a tu cargo, no dejes tu trabajo para escribir”.
  3. “Evita los finales tristes, lo duro, lo brutal, lo trágico, lo horrible si quieres ver tus escritos en la imprenta” (London hizo todo lo contrario).
  4. “Concentra tus energías en una sola historia en vez de dispersarlas en varias”.
  5. “No te pares esperando a que llegue la inspiración. Ve a por ella”.
  6. “Ponte una tarea y fuérzate a hacerla cada día. Y trabaja, trabaja, trabaja contantemente”.
  7. “Estudia los trucos de los escritores que han triunfado. Han dominado las herramientas… sus obras evidencia cómo escriben.”
  8. “Indaga sobre todas las cosas, desde el gusano más pequeño hasta la divinidad”.
  9. “Busca una filosofía de vida. Si te equivocas no importa, con tal de que tengas una y de que te aferres a ella”.
  10. “No narres: ¡Pinta! ¡Dibuja! ¡Construye! ¡Crea!”

(Extraído del artículo de London Getting into Print, publicado en 1903 en la revista The Editor).

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