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Volver para contarlo

Volver para contarlo

En el abismo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad

Tal vez Goya se equivocaba. El sueño de la razón quizá produzca monstruos, pero el sueño de la ambición genera maldad, dolor en lo ajeno que al soñador le trae sin cuidado. Propicia el dolor porque reconoce que ahí reside su verdadero poder: en hacer daño sin sentir remordimiento, en potenciar el sufrimiento sin apenas parpadeo, en sentirse en paz con todo ello y salir airoso de este mundo. Los aguafuertes de los Caprichos con sus lechuzas y murciélagos gigantes y el óleo de El Aquelarre que Goya pintó con el macho cabrío y las brujas danzando a su alrededor mientras le ofrecen como alimento niños vivos llevaban ya un siglo en el mundo cuando Jósef Teodor Konrad Korzeniowski (Ucrania, 1857 – Kent, 1924) acuñó por boca de Eric Kurtz aquel grito en forma de exhalación que aún hoy resuena y es lugar común cuando se habla de la obra maestra que es El corazón de las tinieblas: “¡El horror! ¡El horror!”. Con ese grito ahogado, quien luego sería conocido como Joseph Conrad marcaba el fin de un largo período de sequía creativa y potenciaba la voz narradora de un alter ego que iba a hacer fortuna, el estimulante Charles Marlow que también tendrá voz en Juventud, Azar y en Lord Jim.

“En cuanto termine de escribir una basura para Blackwood”, confesaba Conrad a su amigo y mentor Edward Garnett no sin un punto de exageración, seguiría con la novela Salvamento (traducida por Miguel Martínez-Lage en 2001 para Pre-Textos) a la que no pondría punto y final hasta dos décadas más tarde. Al igual que le ocurría a su adorado maestro Gustave Flaubert, Conrad sufría con la escritura; más bien padecía con las labores que atañen a cierta idea de perfección que en él venía implícita en el ejercicio de traspasar las ideas al papel. “Estoy escribiendo –es cierto-, pero es como sumar un crimen a otro crimen: cada línea es tan odiosa como una mala acción… soy un hombre que ha perdido a sus dioses”. En cambio, William Blackwood, a la sazón editor de Conrad, le escribía en una carta fechada el 10 de febrero de 1899 que cada una de las entregas de la nouvelle en curso “es un poderoso retrato pintado con palabras, capaz de mantener en todo momento una extraña sensación de pesadilla africana”, como se recoge en Las vidas de Joseph Conrad de John Stape (Lumen, 2007). Era eso, desde luego, pero pronto iba a convertirse en mucho más. No iba a hacer falta siquiera una lectura en clave del relato, aunque sí se precisaba una mirada atenta a las complejidades y vericuetos emocionales que continúan subyugando a los lectores contemporáneos de este relato universal. En esta línea de pensamiento, Rafael Argullol opina que “El corazón de las tinieblas apunta en dirección contraria al sentimentalismo y psicologismo predominantes y, no obstante, da en la diana al expresar nuestras ansiedades y nuestros miedos. Aun conectados por meandros enigmáticos, el horror conradiano y el nuestro aparecen superpuestos. Quizá por esto, un texto difícil, duro, sin concesiones, sigue abriéndose camino en medio de los conformismos literarios de este inicio del siglo XXI.”. No habrá que asustarse. La pieza, que en la traducción al castellano pierde la ambigüedad del título en inglés —¿mejor Corazón de tinieblas?, como sugiere Javier Reverte— es exigente, pero no es más que la exigencia que se pide cuando las cosas son contadas con la elegancia sustancial de la poesía y la laboriosa potencia que acompaña al entramado argumental de la novela.

Nativos congoleses convertidos en esclavos por la Compañía

Nativos congoleses convertidos en esclavos por la Compañía

"l Kurtz modélico que vive en la mente de Marlow se muestra en toda su crudeza convertido en una suerte de tótem sagrado para los nativos, un líder enajenado que decora su casa con calaveras humanas."

La historia que se contiene en El corazón de las tinieblas cuenta dos asuntos, aunque Joseph Conrad los une magistralmente en uno cuando calificaba la empresa del Congo como “la más vil rapiña que haya jamás desfigurado la historia de la conciencia humana y la exploración geográfica”. Por un lado se narra la aventura semiautobiográfica de la siniestra experiencia del propio Conrad en el Congo Belga de Leopoldo II hacia 1890 y los excesos de la civilización occidental que encarnaba el monarca inclemente; por otro, el relato se nos presenta como uno de los más grandes ejemplos de cómo vertebrar un profundo estudio de las emociones humanas en un escaso centenar de páginas. A partir de la crónica del personaje narrador de Marlow y de sus vicisitudes al mando de un pequeño barco de vapor que se adentra en las aguas del río Congo para relevar a Kurtz, un enigmático agente comercial del interior que se halla gravemente enfermo, Conrad somete a sus personajes a una tensa reflexión moral a propósito de la potencia con la que la naturaleza trata de desatar los instintos de olvidado primitivismo que siguen latiendo en el alma humana, a pesar de tantos años de adiestramiento social. Los poderes ocultos de la selva indómita no son más que una proyección de los poderes ocultos que laten en el corazón de los hombres. Entre Marlow y Kurtz hay un lazo que los emparenta: ambos resisten el influjo del mundo mezquino que enarbolan los huecos comerciantes que sólo ven posibilidades de enriquecimiento en el verde de la jungla y en el negro del esclavismo. A pesar de esa conexión entre los dos personajes, existe una diferencia que también se muestra con total transparencia: la contención o doblegamiento de los instintos abisales que la naturaleza ha podido despertar en ellos. Si Kurtz es el hombre sin autocontrol, que no se domina y cede al ímpetu de lo salvaje, Marlow es el que no sucumbe ante las fuerzas de la tiniebla, gracias al peso de la tradición y al entramado social que sustenta su vida. Sólo Kurtz acabará diciendo al final de su aventura “¡El horror!”, a pesar de que ambos lo constaten. Sólo Kurtz cederá ante el hechizo de las fuerzas oscuras que anidan en todos nosotros, aunque sea el ambiguo Marlow quien lo explique y quien sienta que se ha paseado por el lado salvaje de la vida y ha sobrevivido para contarlo.

No hay demasiadas certezas en el alter ego de Conrad. La ambivalencia, las dudas, ciertas dosis de escapismo y una pizca de remordimiento hacen que todo el relato se envuelva en un halo de ironía, a fin de hacer la doble pesadilla más soportable, la pesadilla del relato, la pesadilla de la vida. Misterios de un mundo absurdo y sin sentido, pero que nos embruja y mantiene a flote, tal vez para corroborar y ser testigos de la maravilla que supone el avanzar generación tras generación hacia ese horizonte inalcanzable que nos sirve de motor y guía nuestro destino. Lo malo es que el fascinado viaje que Marlow emprende en pos de Kurtz con la esperanza de descubrir en su persona las claves para reajustar los valores en un mundo repleto de hipocresía y cinismo acaba convirtiéndose en la constatación de la miseria humana y de la podredumbre que se agazapa a la vuelta de la esquina de todo trato humano. El viaje hacia las entrañas del continente africano de Marlow se convierte en un viaje hacia un Kurtz que parece todo elocuencia, que atesora el poder de la palabra como encantamiento y solución a los enigmas del mundo. Desde esta perspectiva, el mismo Kurtz en el que el narrador imaginaba la salvación proporcionará a todos los que escuchan el relato alucinado de Marlow —el lector es uno más entre sus fascinados narratarios— un ejemplo palmario de los riesgos que entraña un individuo que es sometido al aislamiento y al poder corrosivo e insobornable de la naturaleza primigenia. El Kurtz modélico que vive en la mente de Marlow se muestra en toda su crudeza convertido en una suerte de tótem sagrado para los nativos, un líder enajenado que decora su casa con calaveras humanas (acaso fuente de inspiración para el film Depredador de John McTiernan, 1987). Por suerte, no todo iba a ser cinismo y desencanto. Al igual que ocurre con otras novelas de Conrad (pienso ahora en la poco frecuentada Victoria, vertida al castellano por Alejandro Gándara en 1988 para Alfaguara), la desconfianza en la humanidad no es plena. Siempre resta un atisbo de esperanza en los paseos por el filo del abismo emprendidos por el escritor polaco a lo largo de su vida literaria.

Película Depredador

Película Depredador

"Con Marlow, Conrad introduce por vez primera en su trayectoria la narración dentro de la narración, una técnica muy cervantina con la que consigue vencer el lastre del narrador omnisciente"

La voz de Marlow es la gran sorpresa de El corazón de las tinieblas. El qué y el cómo se nos explica la aventura tropical de locura, muerte y epifanía que contiene su relato. Conrad se apoya en él para narrar su propio acontecer en la selva, la misma que le convertiría en escritor tras sus episodios de fiebres y dolencias que le acompañarán ya por el resto de sus días y que le harán renunciar a su carrera en el mar. Lo que le faltaba a Conrad, un neurótico con algo menos de sentido del humor que Woody Allen, pero con la misma exacerbada hipocondría y semejante capacidad de invención. Decir que Conrad o sus trasuntos literarios no tienen demasiado sentido del humor tal vez no sea del todo cierto: creo que hay mucho humor cuando Conrad escribe en Victoria que “el mundo financiero es un mundo misterioso donde, por increíble que parezca, la evaporación precede a la liquidación. Primero se evapora el capital. Luego, la compañía liquida”; o cuando en el relato que nos ocupa, Marlow recuerda “la angustia que va incluida en el [bajísimo] precio” con que se pagan las volteretas de los marineros en sus respectivas cuerdas flojas. Aunque aquí Conrad casi parece un monologuista al uso, es cierto que sus humoradas son contadas, no así su irónico sentido del humor, “aunque de una clase que sus adquiridos compatriotas ingleses no siempre captaban, o quizá no entendían”, como advierte el no menos irónico Javier Marías en el retrato que dedica al escritor en su impagable libro de semblanzas, Vidas escritas. Al contrario que el genial neoyorquino, el autor de Lord Jim es amante del mot juste, una exigencia que torturaba al escritor de origen polaco pero hizo de él uno de los mejores estilistas que haya dado su lengua adoptiva, en esa senda de escritores que triunfaron con idiomas prestados como fueron Vladimir Nabokov, Emil Cioran, Samuel Beckett o Elias Canetti entre tantos otros. “Nunca he sondeado la palabra escrita en busca de otra cosa que no fuera la manifestación de la Belleza (y) he llevado este artículo de fe desde el puente de los barcos hasta (…) mi mesa de trabajo (…). Y en esta cuestión vertebral para la vida y para el arte no es tanto el por qué lo que importa, de cara a nuestra felicidad, cuanto el cómo”, según revela a modo de testamento vital en Crónica personal (traducida por Martínez-Lage para Alba en 1998) y que siempre habrá de ser leída junto a los recuerdos e impresiones del propio Conrad en el maravilloso El espejo del mar (traducido nuevamente por Javier Marías para la conradiana Reino de Redonda en 2005).

Coltan

Coltan

Con Marlow, Conrad introduce por vez primera en su trayectoria la narración dentro de la narración, una técnica muy cervantina con la que consigue vencer el lastre del narrador omnisciente y potenciar así la verosimilitud del relato sin caer en la demagogia de la autobiografía descarada, como bien recordaba Enrique Vila-Matas en el prólogo de la novela con motivo del 30 aniversario de Alianza Editorial. Las artimañas con las que el escritor hace avanzar la historia que cuenta Marlow empiezan por esa estrategia de muñeca rusa, unida a los efectos de luminotecnia, la sugerencia polisémica, la mirada tangencial, el suspense, la ambientación fantasmal o los efectos sonoros. Dado que la palabra será la característica sustancial de Kurtz, es el sonido lo que más se recuerda del ambiente que envuelve El corazón de las tinieblas. El sonido y la sensación de participar en un relato que desvela sus verdaderos hallazgos tras deshacerse el lector de las capas superpuestas que en él se contienen. “Marlow no era un caso típico (si se exceptúa su propensión a contar historias), y para él el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato, que lo ponía de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna”, escribe el citado biógrafo John Stape imbuido del alto estilo narrativo de Conrad. Del mismo parecer es Araceli García Ríos, traductora y prologuista de la obra en su primera edición para Alianza Editorial, y añade que “el Marlow narrador no da la sensación de ser un personaje de carne y hueso, sino que parece simbolizar más bien una actitud moral: la del propio Conrad (…). Conrad está haciendo revivir acontecimientos de su propia vida, y a través de Marlow puede conseguir el doble efecto de presentarlos con autenticidad e inmediatez y al mismo tiempo agrandarlos y clarificarlos desde la distancia que le separa de ellos.”

"Orson Welles planeó llevar a cabo una versión cinematográfica de su libro y Francis Ford Coppola hizo con Apocalypse Now (1979) otra obra de arte a partir de su relato."

Con la mirada puesta en La Divina Comedia de Dante, Conrad revierte la estructura del clásico medieval y parte del supuesto Paraíso para acabar en el Infierno, no sin antes dejarse la piel en el Purgatorio que será el viaje a contracorriente que emprenda Charlie Marlow desde la Estación Exterior a la Estación Interior por el río Congo, convertido en la senda líquida que conduce a lo más parecido a un apocalipsis zombi (recordemos que el civilizado rey de Bélgica motivaba a su “fuerza de trabajo” mutilándoles las extremidades o aniquilando al menos a diez millones de súbditos africanos a fin de esquilmar los recursos naturales de la zona lo más rápidamente posible: ayer marfil, caucho, oro, diamantes… hoy además el coltán indispensable para nuestros aparatos electrónicos. El mismo Leopoldo II que en el famoso Congreso de Berlín de 1885 había prometido abrir el territorio al comercio, abolir la esclavitud y cristianizar a los salvajes tras ser obsequiado por las naciones firmantes con un territorio ochenta veces mayor que Bélgica). Todos los horrores de la sociedad capitalista —Che Guevara dirá en 1965 a propósito del Congo que “hay que tener el espíritu bien templado para aguantar lo que sucede aquí (…). Hacen falta superhombres”-— acaban encarnados en la figura del endiosado y terrible Kurtz “ese emisario de la compasión, de la ciencia, del progreso y el diablo sabe cuántas cosas más”, destino final del viaje paródico que Marlow emprende en la estela del que Henry Stanley realizara años atrás en busca del doctor David Livingstone. Atrocidades, en una mezcla hedionda de soberbia, incompetencia, codicia y estupidez iban a desembocar en la apertura de puertas al siglo XX, con el foco puesto en los claroscuros de la violencia, el nihilismo o el inconsciente como prueba fehaciente de la vulnerabilidad e inestabilidad moral del ser humano y metáfora explícita de lo que somos, con permiso de Nietzsche, Freud y Jung.

Película Apocalypse Now

Película Apocalypse Now

Cuando Conrad contaba nueve años de edad, puso un dedo en una parte vacía del mapa de África y dijo que cuando fuera mayor iría allí, pero no esperaba el horror que encontró cuando pisó el Congo el 12 de junio de 1890 en aquel escaso medio año de delirio interminable. Ya lo escribía Edgar Allan Poe en su inquietante microrrelato Silencio, que no sería descabellado imaginárselo en manos de Conrad, cuando es el mismísimo Demonio quien dice que “en las orillas del río Zaire no hay calma ni silencio. Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre.” Puestos a especular, acaso hoy mismo, de seguir Conrad con nosotros habría descubierto la alucinada música del riot Fela Kuti en Water no Get Enemy o las desquiciadas Six Litanies for Heliogabalus de John Zorn. Habría descubierto además que Orson Welles planeó llevar a cabo una versión cinematográfica de su libro y que Francis Ford Coppola hizo con Apocalypse Now (1979) otra obra de arte a partir de su relato. Conocer que el Marlon Brando que encarnaba a Kurtz en la película no había leído la novela cuando decidió metamorfosearse en aquel capitán envilecido en la selva vietnamita tampoco iba a sorprenderle. Entendería que se trata de uno más de tantos misterios que conlleva el arte. Tan sobrecogedor como ver el modo en que una mujer hermosa vierte lágrimas frente a un cuadro de Alma-Tadema sin saber muy bien por qué o tan paradójico como acabar ahogado en una fiesta cesárea de Heliogábalo por una lluvia infinita de pétalos de rosa.

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A las mencionadas ediciones y traducciones de El corazón de las tinieblas habrá que añadir, entre otras, la temprana de Sergio Pitol (Siruela, 2009) o su misma traducción con ilustraciones de Ángel Mateo Charris (Galaxia Gutenberg, 2007), la última de Miguel Temprano con ilustraciones de Tiá Zanoguera (Random House, 2015), una versión en cómic de Loic Godart y Stephane Miquel (Norma, 2015) o una adaptación a cargo de Karim Taylhardat con dibujos de Luis Manchado, Miguel Ángel Díez, Pablo Auladell y Paco Marchante conmemorando el centenario de la obra (Sins Sentido, 2002).

Autor: Joseph Conrad. Título: En el corazón de las tinieblas. Editorial: Varias editoriales. Venta: Amazon y FNAC

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