Morir de pie: Stand-up comedy (y Norteamérica) reivindica la importancia del monologuismo estadounidense dentro del arte contracultural que ese país generó durante la segunda parte del siglo XX, a la altura de sus representaciones musicales, cinematográficas o literarias. Parecía necesario (ad)juntar la figura del stand-up norteamericano al arquetipo de Hombre Público Norteamericano, que sería esa persona que, tras incubarse en la tradición de la libertad de expresión (Primera Enmienda), religión americana (a la manera que la entiende Harold Bloom), libre mercado y propiedad privada, se sube a un escenario y habla. Junto al stand-up, otras representaciones del Hombre Público Norteamericano serían el político, el profeta, el colono o el medicine man. Sorprendentemente, como veremos en el libro, todas ellas confluyen en Joseph Smith Jr. (1805-1844), el fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o, a lo fácil, del mormonismo. Finalmente, además de realizar una breve historia del stand-up, el libro también explica cómo y por qué en los sesenta, al igual que en otras disciplinas como la música o la literatura, al stand-up contracultural se le pedía que subiese al escenario a hablar de «sí mismo», de su «yo interior».
En esta nueva edición digital de 2020, se añade un epílogo, del cual Zenda ofrece un fragmento, sobre la cúspide del Hombre Público Norteamericano, Donald Trump, y una nueva mutación del stand-up: el stand-up identitario de superación personal.
Epílogo 2020
Donald Trump, nuestro Hombre Público Norteamericano
En 2010, cuando monté la charla en la que se basa este pequeño ensayo a partir de lo que podría haber sido una tesis doctoral —risas—, no pude imaginar mayor arquetipo del Hombre Público Norteamericano que Joseph Smith Jr., el fundador del mormonismo con el que armo mi texto. Me volví a equivocar: un neoyorquino, criado en una familia de especuladores inmobiliarios, ambicioso, disfuncional, acilindrado y con cierta afición a las mujeres y al tinte, se convertiría en el 45º presidente de los Estados Unidos y en la cúspide del Hombre Público Norteamericano.
Elizabeth Christ Trump (1880-1966), una viuda emigrada desde Bavaria, y su hijo Fred Trump (1905-1999) fundaron en 1923 la compañía «E. Trump e hijo» para continuar la labor de su marido y padre, Frederick Trump (1869-1918), fallecido en una pandemia: la gripe española. El día 29 de mayo de 1918, mientras Frederick daba un paseo con su hijo comenzó a sentirse muy mal, entre fiebres y mareos. Y fue rápida la guadaña: el día 30 de mayo de 1918, en afortunada expresión estadounidense, ya «empujaba margaritas».
La pequeña compañía de construcción y arrendamiento de Queens se basaba en el dúo familiar: la madre firmaba, organizaba y ejecutaba, y el hijo, todavía menor de edad, solo conjugaba los dos últimos verbos. La empresa tuvo que parar, como paró todo lo estadounidense, en 1929. Pero regresó, remozada, a principios de la década de los treinta. Ya no era mamá y su niño. Era una compañía, la compañía de Fred Trump, que abrió un supermercado para vender esclavismos cotidianos a las amas de casa y que, tras esa experiencia, entendió que el dinero de verdad no estaba en ellas: estaba en las hipotecas. Comprando a bajo precio casas cuyos dueños no podían afrontar su pago hipotecario, Trump Sr. se convirtió en un maestro especulador. En un merecido multimillonario. Cristo, doliente entonces de los dos solo él, se confirmaba a su lado.
Construyó casas temporales para militares durante la Segunda Guerra Mundial y, una vez terminada la contienda, el campo de felices baby boomers ya se veía en el horizonte para ejecutar apartamentos y chalets unifamiliares por todo Nueva York. «¡Qué bonitos son los hogares de Trump! ¡Especialmente los de la colonia Beach Haven!», asumo que exclamaban esos neoyorquinos, sacudiéndose de sus white-collars la arena ensangrentada de la playa de Omaha. Eran bonitas porque no se admitían negros —claro, ya se sabe lo que afean los negros—, algo tolerado por el propio Gobierno norteamericano a través de la Agencia Federal de Vivienda.
«Supongo/ que el viejo Trump sabe/ cuánto/ odio racial/ ha suscitado/ en los crisoles de los corazones humanos/ cuando dibujó/ esa línea de color/ aquí en Beach Haven, su proyecto para familias», escribió el cantautor Woody Guthrie en una composición inacabada de 1954 tras sus años alquilado en Beach Haven (Brooklyn). Guthrie era otro Hombre Público Norteamericano: un folksinger que recorría pueblos con su guitarra —«Esta máquina mata fascistas»— para, subido a un escenario, transmitir unas canciones que hoy día podrían ser consideradas como «socialcomunistas» y vetadas del espacio público. Y así continuó el racismo en Beach Haven hasta 1973, cuando el Departamento de Justicia denunció a la familia Trump por segregación racial, un delito que nunca admitieron. Quince o veinte años antes todavía se podía ver a la matriarca del clan, Elizabeth, ya viejita, recaudando las monedas de las laundromats —esas grandes lavadoras metálicas tan populares en Estados Unidos que funcionan con centavos/por hora— de su familia. Qué obstinada cuerva. Otra a la que, a base de esfuerzo de inmigrante alemana, Cristo se vio obligado a querer.
Fred completó la tarea de su madre sin molestarse por los centavos. Él iba a lo grande, al olimpo del sueño americano. Sin barreras. No le detuvo ni que le hubiesen arrestado en una manifestación del Klan en 1921; ni que fuese investigado en múltiples ocasiones por ganancias súbitas de difícil justificación; ni que le denunciase el Departamento de Justicia por discriminar a inquilinos negros; ni que mintiese al venderse como un filántropo; ni que hasta su muerte fuese sospechoso de evasión de impuestos.
A Fred le quería Cristo porque era un hombre hecho a sí mismo. Y por eso comparte nicho con su madre y su padre en el cementerio luterano —aunque admita muertitos de cualquier fe— de Queens. Vivirán siempre al lado del Padre protestante.
Donald Trump era tan obstinado con construirse un sí mismo norteamericano que a principios de los setenta, después de unos pocos años en la compañía de su padre —conocida ya como la «Trump organization»—, se convirtió en su presidente. No existe un ejemplar de estadounidense más perfecto: alguien que desciende de la inmigración y que suda —o dice que suda— por su porvenir. Y sabemos que lo consigue porque el porvenir estadounidense no se mide por la felicidad. Así solo lo hacen a los que no quiere Cristo: los pobres. La probabilidad de entrar al Cielo —«Heaven… I’m in heaven, and my heart beats so that I can hardly speak»— se mide por el dinero. Se mide por lo grande que tengas la torre —del rascacielos Trump o del pozo petrolífero Plainview en «Pozos de ambición» (Paul Thomas Anderson, 2007)—. Se mide por lo mucho que puedas gritar a tus subordinados. Se mide por el número de mujeres que no tengan más remedio que follar contigo y luego vomitarse encima.
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Autor: Edu Galán. Título: Morir de pie. Stand-up comedy (y Norteamérica). Editorial: Mong. Venta: Amazon
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