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Hildegard von Bingen asciende a los cielos

A tenor de la multiplicidad de sus saberes —teología, música, poesía, cosmología, medicina, botánica…— cualquiera diría que Hildegard von Bingen fue una mujer del Renacimiento cuyas terapias incluían oraciones y rituales, en otra muestra de su profunda fe y su creencia, tanto o más arraigada, en la conexión entre el cuerpo, la mente y el espíritu.

Sin embargo, Hildegard von Bingen —su nombre suena mejor en su idioma que en el nuestro— fue una monja benedictina del siglo XII —santa y abadesa para ser exactos—, en la que todos los medievalistas, incluso los más escépticos en cuanto a dogmas, misticismos y revelaciones, reconocen a una de las grandes polímatas de su tiempo —la Baja Edad Media—, que un día como hoy —el 17 de septiembre de 1179— ascendió a la gloria de Dios desde lo que actualmente es Bermersheim vor der Höhe, un municipio del distrito de Alzey-Worms, en el estado federado de Renania-Palatinado (Alemania), entonces, cuando, es de suponer, la santa se elevó a los cielos, un rincón del Sacro Imperio Romano Germánico.

"En unos tiempos tan descreídos y despiadados como los que corren, mientras los odios seculares vuelven a desatarse, hay que hilar muy fino para hablar de la cuarta de las cuatro doctoras que tiene hasta la fecha la Iglesia Católica"

Hoy es considerada el mejor ejemplo del ideal benedictino, y uno de los más venerados del monacato femenino. Pero santa, lo que se dice santa, cuando entregó el alma, todavía no lo era. Su proceso de canonización fue abierto en 1227 por Gregorio IX y en 1244 por Inocencio IV, sin llegarse a concluir en ningún caso. Sí es cierto que, merced al culto que se le profesaba —de lo que dan fe las numerosas manifestaciones artísticas inspiradas por su figura en el siglo—, fue inscrita en el Martirologio romano. Ahora bien, lo que se dice ascender a los altares —la canonización, hablando en plata—, no llegó hasta el 10 de mayo de 2012; el doctorado, el 7 de octubre de ese mismo año, con el pontificado de Benedicto XVI.

En unos tiempos tan descreídos y despiadados como los que corren, mientras los odios seculares vuelven a desatarse, hay que hilar muy fino para hablar de la cuarta de las cuatro doctoras que tiene hasta la fecha la Iglesia Católica. No faltarán quienes prefieran referirse a ella como la Sibila del Rin o la Profetisa Teutónica, títulos que en modo alguno han de ofender a los devotos de la santa, pues, tanto uno como otro vienen a resaltar su habilidad para prever y su papel como consejera espiritual, similar a las sibilas de la antigüedad. Es una forma respetuosa de destacar su influencia en la Edad Media. Pero lo que verdaderamente cumple, en estos tiempos que tienen una de sus causas más justas en la reivindicación de las figuras femeninas pretéritas, es la exaltación de una mujer extraordinaria. Auténtica luz en el oscurantismo de la Edad Media, iluminó aquel tiempo como la Contrarreforma (1545-1648) Santa Teresa de Ávila, cronológicamente la primera doctora de la Iglesia.

"Fueron sus visiones las que impulsaron sus grandes obras proféticas, y algo muy parecido a un milagro debió de ser la inspiración de su setentena larga de canciones litúrgicas, escritas sin haber recibido formación musical alguna"

Ahora bien, quienes la llaman Madre de la Historia Natural no lo hacen por esa “maternidad”, correspondiente al tratamiento de cortesía debido a las superioras de las órdenes religiosas. Antes, al contrario, la maternidad de Hildegard von Bingen, para los escépticos, se refiere a su gran contribución al conocimiento empírico de la naturaleza y la medicina. Sus escritos —Physica. Libro de medicina sencilla. Libro sobre las propiedades naturales de las cosas creadas— incluyen detalladas observaciones sobre plantas, animales y minerales, junto con sus usos medicinales. Su enfoque holístico y su visión única la hacen una figura fascinante en la historia de la ciencia y de su vida, y hacen un momento estelar de la humanidad entera.

Pero hablar de Santa Hildegarda es hablar de sus visiones. La propia abadesa dio noticia de esas iluminaciones en sus textos, compilados por primera vez en el Scivias, cuya edición príncipe, al cuidado de Jacobus Faber, está fechada en el París de 1513: “A los tres años vi una luz tal que mi alma tembló, pero debido a mi niñez nada pude proferir acerca de esto —escribe von Bingen—. A los ocho años fui ofrecida a dios para la vida espiritual y hasta los quince vi mucho y explicaba algo de un modo muy simple”.

Fueron sus visiones las que impulsaron sus grandes obras proféticas —Liber vitae meritorium, Liber divinorum operum—, y algo muy parecido a un milagro debió de ser la inspiración de su setentena larga de canciones litúrgicas, escritas sin haber recibido formación musical alguna.

Básicamente, sabemos de la santa, extraordinaria figura femenina para las cosas del siglo —y para la Iglesia de su tiempo era “del siglo” todo lo seglar, cuanto no concernía a la vida eclesiástica— por el monje Theoderich von Echternach, que al poco de morir Hildegard consignaba su vida por escrito para la posteridad y el regocijo de los creyentes y las feministas. Así se escribe la Historia, la del siglo y la de la Iglesia.

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