La obra, tal como la vemos hoy, consta de seis paneles. Los dos centrales son más grandes que los cuatro que están a sus lados, dispuestos en parejas. La altura de cada uno de ellos es de poco más de dos metros, y el ancho de poco más de sesenta centímetros (un metro con veinte, en el caso de los centrales). Está pintada con óleo y temple sobre madera, se trata de un políptico de seis piezas que no cuesta imaginar como dos trípticos reunidos de esta forma por el paso del tiempo y la confusión. Desde hace unos ciento cincuenta años (pero fue pintada hace mucho más de quinientos) la obra se encuentra en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad de Lisboa, que los lisboetas llaman “el museo de las ventanas verdes”.
San Vicente es el patrón de Lisboa. Sus restos llegaron a la capital por mar. El mar ha sido siempre el horizonte de la imaginación portuguesa.
San Vicente aparece en ambos paneles vestido con una rica dalmática, propia de su oficio de diácono. Es de color carmesí, como la sangre y el día de Pentecostés. El efecto que produce al ponerse delante de él y observarlo es el de una figura desdoblada como en un espejo, por su simetría. Pero ambas figuras tienen la misma densidad, están presentes de igual modo en ambos lados. Una presencia que podría definirse como serena, por una inusual comunión de dulzura y firmeza.
A su alrededor, repartidas por los paneles, hay casi sesenta figuras que forman un inmenso retrato colectivo. Figuras de pie, figuras arrodilladas, una de ellas postrada. Aparecen todas con sus ropas y aditamentos pulcramente representados, como si los observáramos con ojos de una insólita precisión. Brillan las armaduras, se doblan los paños, sin que en ello haya el menor rastro de alarde. Son lo que son, en el fiel justo de la balanza. Lo que importa son sus rostros, y en sus rostros, sus miradas. Apuntan todas a un lugar indeterminado, como si se dirigieran desde dentro hacia dentro, como si todo quedara en un ir y venir de mar a mar.
Los estudiosos han nombrado los paneles, que representan distintos gremios de la corte portuguesa del siglo XV: panel de los frailes, de los pescadores, del Infante, del Arzobispo, de los caballeros, de la reliquia.
Han identificado algunos rostros concretos y dan por supuesto que detrás de cada figura hay un ser de carne y hueso, un personaje real. Como las tablas están llenas de símbolos de los que se han perdido algunos referentes (en su día eran nítidos, como lo son todos los símbolos antiguos), cunden las interpretaciones. Todas coinciden en la identificación de figuras históricas, representantes ilustres de la historia nacional y de la Casa de Avís, pero como el tiempo borró su apariencia, no hay acuerdo definitivo sobre quién es quién ni sobre el significado oficial del retablo.
Algún personaje podría estar representado en dos momentos diferentes de su vida, lo que certificaría la sutil naturaleza anacrónica del cuadro. Se ha especulado en diferentes direcciones, contradictorias, sobre la condición simbólica de las tablas. Podría ser una escena de glorificación martirial, que por tanto no acontece en el espacio físico, histórico (a pesar de su extraordinaria individualización, de la encarnadura mundana de los personajes); una ceremonia conmemorativa, por tanto, que no acontece en el siglo. Un funeral simbolizado, exequias e inicio de la causa de santificación de uno de los miembros de la dinastía en el poder, avalada por el santo patrono de la ciudad, que extiende su protección sobre la casa real y sobre el reino. De este modo, las tablas se convertirían en la perfecta ilustración de una crónica, drama en seis escenas de la muerte y elevación a los altares de una historia trágica ocurrida en tierras lejanas, mar mediante.
Cierto es que en la obra, tan musical como el Tránsito de la Virgen de Mantegna, pero aún más sobrio que aquél, hay un silencio de himno funerario, un majestuoso silencio que conmueve al espectador. Quizás lo de menos hoy, desde una perspectiva distanciada, sea la naturaleza concreta del sepelio (qué fue del Infante Santo…) y su ritual de gloria. Quizás lo importante sea lo que se ve: seres que, distanciados más de un milenio del santo cuyas reliquias llegaron a Lisboa en barco, comparten presente con él; presencias que, en momentos diferentes de sus vidas (y retratadas por Nuno Gonçalves una vez muertas o todavía vivas), separadas más de medio milenio del espectador que las contempla, se muestran misteriosamente enteras ante él. En esta indiferencia ante el tiempo, en este ponerse en un horizonte fuera del siglo radica el sentido inicial y final de la obra, radica el talento de Nuno Gonçalves, su capacidad para dar cuerpo a un mundo que sólo existe desde las posibilidades máximas de esta conciencia de mar.
———————————
Nota con motivo del sexto centenario del nacimiento de Nuno Gonçalves (fecha sometida a revisión)


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: