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7 poemas de Matías Rivas

Matías Rivas Undurraga es un poeta nacido en Santiago, Chile, en 1971. Estudió Literatura en la Universidad Católica de Chile. Trabajó como editor para distintos sellos y medios. Ejerció la crítica literaria durante diez años en la Revista de Libros de El Mercurio y en el semanario The Clinic, bajo el pseudónimo de Mao Tse Tung. Ha publicado los libros de poemas Aniversario y otros poemas, Un muerto equivocado, Tragedias oportunas y Un poema de amor, y los volúmenes de ensayos Interrupciones: Un diario de lectura y Referencias personales. Actualmente es director de Ediciones Universidad Diego Portales.

***

La esperma sucia de una vela

La esperma sucia de una vela
y la incapacidad tuya
para decirme las cosas
está definiendo de alguna manera
mis días. No creo tener
el alcance que tu reclamas
ni la tranquilidad ni los dolores
calmos que tanto te hacen falta.
Las cosas se delinean en la fineza
de sus contornos, y aquí
la esperma se ha mezclado
con la mecha negra quemada.
Lo único que se me ha ocurrido hacer
ya estaba hecho por otro
y mis libros nunca
salieron de mi casa.
Para tu seca belleza extranjera
mal vistas son las despedidas,
yo por mi parte, no tengo qué hacer
sino poner la vista
en los edificios de enfrente,
recordar el patio de mi colegio
formado para entrar a clases
y de esta manera
encubrir el imposible
olvido de estar arriba
o abajo tuyo. Debí aspirar
una vida común,
seca de rabia y sin
tanta ostensible pasión.
Ninguna tarde más
será regada con tu fría mirada
ni sabré cómo me queda
la ropa. Te fuiste sin haber
llegado y yo con el aire
entre los dedos,
reclamo ceguera
en asuntos de amor.

***

Señora Gabriela Mistral

Su piedad piadosa de virgen violada,
de reina de los afligidos y madre de leche roja,
escasa como densa, señora de pocos aspavientos,
nadie le va a negar el lugar suyo en la corte de
los presumidos señores de la lengua.
Aunque se derramaran hordas de ira contra
su gusto a clavo muerto y se encendieran piras
con sus libros, sería sólo por vernos reflejados
en el espejo infeliz de un niño mordiendo
su propia mano.
Nadie se espanta, sin embargo, con las cascadas
de letras que aterran el decir.
Nadie sumerge su cara en el agua quebrada
de su lirismo de veguina del Siglo de Oro.
Señora, usted, que masca la lengua de llanto
y reza en acaloradas iglesias plegarias de viva,
disculpe la torpeza de los alcaldes y del mundo
cultural, usted ya no es una estatua, su gusto.

***

Recién casados

La orilla café de la taza no sale con agua caliente.
El borde tiene grabado mis labios, lo que te molesta.
No sé si será posible sacar la mancha con recriminaciones.
Lo cierto, es que gotea bajo el colchón toda la noche.
Las frazadas y el cansancio tienen olor a sospecha.
No avanzamos, pese a las quejas y reconciliaciones.
Pero tampoco queremos dar un paso más.
Te duelen las rodillas y a mí los codos.
A ambos nos cuesta dormir con las mandíbulas férreas.
Me dices que escuchas como uno niño va llorando al baño.
-Yo voy, tú quédate durmiendo, que mañana tienes que salir temprano.
Te veo apagar la luz con el niño en los brazos.
Miro -entre las sombras- mi ropa colgada.
Escucho mi aliento seco, cortado, y las piernas rendidas.
Quedan pocas horas de sueño y resignación.
Mañana, seguro, ni me sentirás cuando me vaya.

***

Mi buda

Perdona, hijo, mis gritos insufribles,
los portazos,
la cruel injusticia de mis palabras
y el tono infame de mis arrebatos.
Sé que no hay consuelo ni piedad posible
ante mi neurosis desatada. Mi gusto por el orden
y mi fe en la voluntad son inverosímiles.
Carezco de la soltura de la que tú gozas,
de esa elasticidad con la que te estiras por el suelo.
Soy a la luz de cualquier vela un manojo de nervios retorcidos.
Te ruego que no me escuches ni me observes.
Mi paciencia es breve
y me duele la cabeza y el cuello de tanto manejar.
En las noches aprieto las mandíbulas hasta triturar mis muelas.
Disculpa mis malos modos.
Detesto mi escaso entusiasmo, mi cansancio crónico
y ese pesimismo jocoso con que amanezco.
Mi mente parece un panal de abejas con humo
y resisto gracias a las maromas
de tu madre y la piedad de mi familia.
Han tenido entereza y excesiva templanza.
Sólo soy un peón de porcelana.
A tu edad mis padres me daban correazos en las piernas si era necesario;
en cambio, lo que a mí me toca es aprender a escucharte
como si fueras un buda.

***

Supermercado

Por influencia tuya empecé a comprar duraznos.
Cuando íbamos al supermercado
tú siempre comprabas un par de kilos de duraznos
para tu hijo mayor.
En cambio, yo partía derecho a la sección pastas y carnes.
Llenaba el carro
con lasañas congeladas, pizzas y salsas de tomates.
Recuerdo que comprabas una docena de huevos con Omega 3,
queso fresco y quinoa.
En unas ocasiones te vi llevar yogurt natural y un kilo de uvas.
Hacíamos de estos encuentros
un enredo fascinante de mensajes en clave
con la ilusión de que pareciera casual
conversar en los pasillos abarrotados de comida
del supermercado más lejano de tu casa y cercano de la mía.
Hablábamos de amor con susurros histéricos,
nos hacíamos promesas calientes.
Incluso rozábamos nuestras piernas
agachados para sacar la azúcar rubia.
Después nos mirábamos unos minutos.
Me decías, cariño, en un tono suave
que súbitamente cambiaba cuando venía alguien.
Te gustaba tener fósforos en cantidad, por superstición.
Y te preocupabas de que nunca faltara en tu refrigerador el brócoli.
Con las compras listas partías a pagar,
mientras te esperaba en mi auto en el estacionamiento.
Lo mío eran solo un par de bolsas que echaba atrás.
Lo tuyo era alimento para tus hijos y tu marido vegetariano.
Le pedías a un joven que te ayudaran a llevar las bolsas a tu auto
y que las descargara en la parte de las maletas.
Luego partías donde yo estaba,
cortando distancia por pasillos con autos estacionados.
Abrías la puerta y te lanzabas a mi cuello.
“No quiero que nos volvamos a pasar esto.
Quiero que te cuides y te guardes para mí. Entiendes, amor”.
Me tocabas entre las piernas para sentir si lo tenía duro.
Y salías dando un portazo con mi olor en tu pelo.
Caminabas hacia tu auto sacudiendo tus caderas.
Ibas con pantalones apretados y botas negras.
Me quedaba fumando.
Encendías el motor, retrocedías,
y partías directo a tu casa.

***

Gotas en el alero

Espero escribir poemas durante estos meses.
Tengo la ilusión de trazar algunos versos
aunque sé cuán inútiles son los poemas.
No han corregido ningún aspecto de mi vida.
Tampoco me han causado desbarajustes graves.
Con pasión y sin culpa ejercí la sátira, la invectiva.
Lo hice de manera desafiante e inocente,
como niño quemando sus manos entre risas.
Ahora sólo tengo las cenizas de esos poemas:
páginas con residuos borrosos, nubes secas.
Pero confío en que vuelva a llover sobre mi espalda.
Entonces me ocultaré en mi pieza y registraré
el sonido de las gotas que caen del alero sin rozarme.

***

Un poema de amor

No recuerdo tu amor sino el deseo.
La transparente luz del mediodía,
la mirada bajo las piedras nítidas del agua,
un espacio que fluye y un tiempo
sin presente, opaco y frío.
El día devorado de sonidos quema
y cambia el delirio por cenizas.
La luz de la tarde roza
otro vacío donde la palidez
borra, marcada de arena, tu figura.

*

Con el humo del cigarro en las narices
busco el olor de las peras podridas.
El aliento oscila al ritmo de la ansiedad.
No quiero ser pusilánime, menos vil.
En la cama, las manos debajo de las sábanas.
Si me preguntan, diré que siento el olor
dulce y ácido de las peras podridas.
Aunque nadie debería acercarse a un hombre
exhausto observando un frutero.
Salvo los niños.
Los escucho correr y gritar en la otra pieza.
Por suerte son bien educados.

*

El fin de nuestro amor ha sido leve.
Ya no aprecio tu silencio
y sé cuánto detestas mi cinismo.
Me aburren tus miedos y a ti mi intensidad.
El costo ha sido mínimo
respecto de las promesas que nos hicimos
en la cama y en el auto.
Guárdate los recuerdos, si te quedan.

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Álvaro Muñoz Rosati
Álvaro Muñoz Rosati
1 mes hace

Siento que son poemas con un ritmo fabuloso. Parece que van deslizándose tan cerca de la rima, que hay que volver a leer y volver a leer estás canciones.