La lengua como frontera invisible
Durante casi una década, hasta 2015, enseñé lengua castellana en Cataluña. No era una lengua prohibida ni mal vista, pero tampoco era la prioritaria. En clase se hablaba en ella; en los pasillos, también. Pero fuera de ciertos espacios, no marcaba el tono. No estructuraba el relato institucional. No fundaba pertenencia.
¿Por qué no lo aprendí del todo? Porque no me hizo falta. El entorno, aunque institucionalmente catalán, funcionaba con naturalidad en castellano. Y también porque no era mi lengua. Una lealtad soterrada, una pereza práctica y una desafección sin conflicto bastaron para mantenerme al margen. No fue rechazo, pero tampoco implicación. Fue una forma de estar: con respeto, pero sin pertenencia.
En Cataluña, algunas personas —como Carme Pallarès, jefa del departamento de catalán, o Josep Garrigosa, antiguo clérigo de Montserrat— cambiaban al castellano conmigo sin necesidad de pedírselo. Era un gesto discreto, casi natural, que no abundaba, pero que dejaba huella. No disolvía la distancia, pero la hacía más llevadera.
Pero la incomodidad no venía solo del otro. Venía también del lugar que ocupaba la lengua. Del lugar que yo no terminaba de habitar. El catalán no era solo un medio de comunicación: era una contraseña cultural. Una forma de inscribirse en el nosotros.
No viví rechazo. Pero sí un silencio denso. Una forma de estar, pero sin sitio. Una distancia que no se nombraba, pero pesaba: en el aula, en las reuniones, en el patio. Porque hablar, a veces, no es solo decir: es medirse. Y yo no terminaba de encajar.
Esa es la frontera invisible de la lengua: no la que separa con gritos, sino la que se traza con omisiones. No margina, pero tampoco invita. No hiere, pero deja fuera.
Ahora escribo desde otro lugar. No para ajustar cuentas ni para convencer. Solo para decir “yo también estuve allí”. También fui eso que no se nombra.
Y si la literatura no sirve para eso, ¿para qué sirve entonces?
El castellano también puede ser una lengua desplazada
En el aula, en el patio, en casi todas partes, los alumnos hablaban en castellano. Era la lengua corriente, la vivida. No estaba prohibida ni mal vista, pero tampoco era la que marcaba el tono cultural. No era la lengua del canon ni del nosotros.
Todos, salvo los nouvinguts, se movían con soltura entre registros. Entraban y salían del catalán como quien habita una casa heredada. Yo llegué tarde a esa lengua, a esa cultura, a ese modo de estar que se sostenía entre el agravio y el orgullo. Y nunca llegué del todo.
Se dice que el catalán es una lengua minorizada. Y lo ha sido. Pero en ciertas aulas, en ciertos espacios, era también la lengua del canon. La que marcaba la pertenencia. El castellano —aunque mayoría demográfica— no articulaba ese vínculo. Sonaba correcta, incluso poderosa, pero no propia. En el aula, en el entorno, su presencia se percibía más como una prolongación del centro que como una raíz compartida.
No era una lengua excluida ni marginada. Pero tampoco era la lengua en la que se cifraba el “nosotros”. No había rechazo, pero sí una distancia. Una distancia tejida con matices: con preferencias tácitas, resortes institucionales, silencios que orientaban sin parecerlo.
En ciertos espacios, el castellano era eso: una lengua con casa, pero sin sitio en la mesa.
En Cambrils, por ejemplo, se premiaba con un punto extra a los alumnos que hablaban siempre en catalán durante la clase. Era una forma sutil —y eficaz— de orientar el comportamiento lingüístico. También había quienes, como Francesc —un profesor veterano—, recordaban al claustro que, con el alumnado, debía hablarse en catalán. No mencionó el castellano, pero no hizo falta: todos entendimos a qué se refería.
En los medios públicos, el catalán era la lengua del discurso: de los informativos, de la ciencia, de la política, de la cultura. El castellano también aparecía, sí, pero con un lugar asignado. En los reportajes de calle, por ejemplo, era la lengua del margen: la hablaban trabajadoras informales, jóvenes expulsados del sistema, ancianos desarraigados, madres que pedían ayuda, menores no acompañados. No siempre, claro. Pero muchas veces. Y uno lo notaba. No porque lo dijeran, sino porque ocurría.
El catalán explicaba el mundo; el castellano lo padecía. Uno daba forma al discurso; el otro lo recibía, casi siempre, sin voz.
Y no se trata de denunciar. Solo de mirar sin eufemismo. Porque la lengua —más allá del diccionario— también organiza. Marca jerarquías, traza códigos, delimita quién puede hablar. Y desde qué lugar puede ser escuchado.
La literatura como espacio sin blindaje
Hay días en que escribir se parece a hablar en una lengua que ya no se espera. No se hace por estrategia ni por urgencia, sino por necesidad. No tanto para contar lo vivido como para fijar lo comprendido. Porque hay cosas que solo se entienden cuando se escriben.
No vengo del mundo editorial. No tengo linaje ni padrinos. Lo que escribo no nace de una consigna ni de una moda, sino de una lengua que me nombra. Y que, a su manera, también me obliga.
Vivimos tiempos en los que la literatura se confunde con el producto editorial. Se premia la presencia, no la exigencia. Se alza al autor, no a la obra. Se aplaude el eco, no el trabajo. Como escribió Goytisolo, la censura ya no es ideológica ni religiosa: es comercial. Se ejerce desde los algoritmos, desde los catálogos, desde el ritmo de novedades que devora lo que no rinde. No hay inquisidores, pero sí programadores de tendencias.
Todo parece literatura, hasta que uno busca una voz que no se cotice. Ni en cifras ni en ruido. Y no la encuentra.
Yo escribo desde ahí. No por deber ni por gesto. Solo porque algunas cosas, si no se escriben, se pierden.
Desde esa intemperie —más ética que estética— sigo escribiendo.
El lenguaje como campo de batalla
El lenguaje también ordena. Clasifica. Coloca. Y en literatura, eso se percibe con más nitidez que en ningún otro lugar.
No todo lo que se escribe con rigor se reconoce como literatura. Hay un filtro —silencioso, pero eficaz— que vuelve rareza todo lo que no rinde, no se adapta o no obedece al ritmo de los focos.
Como advirtió Goytisolo, la censura ya no impone silencio: lo sustituye por ruido. No prohíbe, pero desplaza. Premia lo fugaz. Recompensa lo fácil. Confunde el eco mediático con la profundidad.
Se celebra el texto que llega con editorial, con agente, con padrino. Se confunde el libro con su nota de prensa. Y se olvida que escribir, si significa algo, es exigencia. No gesto. No tendencia. No clic.
Por eso escribo desde fuera. No para señalar ni para redimirme. Solo para estar. Para decir lo que no se aplaude, pero pesa. Porque algunas cosas no se dicen solas.
Desde ese lugar sigo escribiendo. No por rebeldía, sino por necesidad. No para pertenecer, sino para nombrar.
¿Qué significa escribir desde la intemperie?
No es hacerlo contra nadie ni desde el rencor. Tampoco desde la nostalgia. Es escribir sin red. Sin grupo. Sin respaldo institucional ni pertenencia a grupo alguno. Es saber que, si caes, no hay consuelo. Solo la palabra.
No se trata de levantar la voz, sino de afinarla. De escribir desde donde falta. Desde donde no se espera. No para ocupar un lugar, sino para mantener una mirada.
No es un gesto. Es una forma de estar: en la lengua, sin permiso; en el mundo, sin coartada. Desde ese lugar —lingüístico, simbólico, editorial— sigo escribiendo.
No por rebeldía, sino por necesidad. No para pertenecer, sino para nombrar. Porque hay palabras que uno no elige, pero lo nombran. Y escribir con ellas no es buscar sitio: es sostener sentido.


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