Hay un curioso poeta que desde hace ya cincuenta y tantos años viene superando la prueba del tiempo. Menospreciado por la crítica académica durante décadas, ahí sigue, vivito y coleando inclasificable en los anaqueles de las librerías, donde se codea con las tres megaestrellas poéticas del siglo XX español: García Lorca, Miguel Hernández y Antonio Machado.
Canturreando como un augur chiflado —“tengo un ojo pitañoso y el otro con ictericia”—, el viejo boticario rojo se constituyó en reto para una crítica que, al cabo del tiempo, empieza tímidamente a tomárselo en serio. “A la hora de las sombras subterráneas, la blasfemia reclama sus derechos”.
León Felipe no es para leer. Ni para recitar “con voz engolada”, como él mismo advierte. Es para maldecir con la voz rota de un goliardo trastornado, como en aquel momento expresionista y desquiciado en el que se puso a relinchar exigiendo “¡Justiiiiiiiiiicia!” por boca del viejo Rocinante. Y es que don Quijote ocupa un lugar destacado en su particular mitología. El cantante Joan Manuel Serrat lo tuvo claro cuando, hace diez mil millones de años, incluyó en Mediterráneo, ese disco llamado a constituirse en mito desde que puso el pie en la calle, un poema del vate zamorano, Vencidos. “Por la manchega llanura se vuelve a ver la figura de Don Quijote pasar…”.
Mediterráneo, que data de los primeros setenta, apareció poco después del disco que Serrat dedicara a Machado (Antonio), y en su gestación bien pudo cruzarse el fallecimiento de León Felipe en México en 1968. Menudo añito, por cierto. Sobre Vencidos, un poema del libro Versos y oraciones de caminante (Madrid, 1920), comentó el cantautor en el curso de una entrevista promocional que podría clavarlo en la puerta de su casa a modo de manifiesto. Un poco como Lutero sus tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos. “Cuántas veces te grito, hazme un sitio en tu montura, caballero derrotado. Hazme un sitio en tu montura, porque yo también voy cargado de amargura y no puedo batallar”.
Decíamos que León Felipe no es para leer, sino para cantar. Añadiríamos que también para llorar a moco tendido, maldecir hecho una fiera y gritar a voz en cuello. “¡Se murió aquel manchego, amigos! Se murió aquel estrafalario fantasma del desierto y… ni en España hay locos“. Siempre díscolo, desaforado e impertinente, León Felipe no se callaba ni debajo del agua. “¡Franco! ¡Tuya es la hacienda, la casa, el caballo y la pistola! ¡Pero mía es la voz antigua de la tierra!”.
Ni que decir que en tiempos del inenarrable caudillo ferrolano sus libros fueron perfectamente inencontrables en España. Con cuentagotas y de tapadillo circulaban ediciones argentinas de Losada, beneméritas fotocopias, ciclostiles y hasta “copias” más o menos fantásticas mecanografiadas y hasta manuscritas. Como las de un celebrado poema con dicterios memorables dirigidos al señorito provinciano que vivía encastillado en El Pardo. “El sapo iscariote y ladrón repartiendo castigos y premios… y yo aquí callado, impasible, cuerdo sin que se me quiebre el mecanismo del cerebro. ¿Cuándo se pierde el juicio? yo pregunto, loqueros”.
Eso. ¿Cuándo? Porque una cosa chocante de León Felipe, por desgracia, es que resulta tremendamente actual, como si el tiempo no hiciera mella en la piedra berroqueña de sus mejores versos.
“¿Cuándo enloquece el hombre? ¿Cuándo es cuando se enuncian los conceptos absurdos y blasfemos y se hacen unos gestos sin sentido, monstruosos y obscenos? Si no es ahora, ahora que la justicia vale menos, infinitamente menos que el orín de los perros; si no es ahora, ahora que la justicia tiene menos, infinitamente menos categoría que el estiércol…?”.
León Felipe fue un profeta. “¡Volveré, alcabaleros! Volveré en el corcel del viento”, clamaba jeremíaco. Y aquí está. Cuando más falta hace.
“¡Respondedme, loqueros! ¿Cuándo se quiebra y salta roto en mil pedazos el mecanismo del cerebro?”
León Felipe vive.


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