Empecé a leer este ensayo el 1 de julio de 2025, justo 111 años después de que Kafka escribiera en su diario «1.Juli. Zu müde», esto es, «1 de julio. Demasiado cansado». Y mientras lo leía no podía parar de asentir: ¿acaso no lo estamos todos? De ahí que en El derecho a las cosas bellas Juan Evaristo Valls Boix lleve a cabo lo que explicita su subtítulo: una vindicación de la vida holgada, que ha de venir acompañada de unos derechos (a la pereza, a la huelga, a la jubilación, a la ciudad, a la literatura) capaces de abrirnos a la vida socavando la metafísica del trabajo. Frente a la verticalidad del capitalismo (material y simbólica: el rascacielos, los ascensores y los ascensos), el libro reivindica la condición horizontal: únicamente somos en el descanso. Quien yace, no se levanta sobre el otro, no lo pisa, sino que se entrega a la escucha y, por ende, a la conversación.
Para tal fin, hemos de reactivar la imaginación para configurar un deseo postcapitalista; a este respecto, al transcribir la siguiente cita…
“Aquellas zonas oscuras e indeterminadas, la candidez festiva de los parques, las plazas a disposición del juego o la conversación, la paz íntima de las bibliotecas son lugares donde por un momento se desacata la eficiencia y perdemos nuestro tiempo. Allí donde el consumo no medie y la circulación se atrofie, allí donde podamos parar y reposar, o practicar la dulce ociosidad, allí hay algo que resiste. (pp. 154-155)”
…el corrector me señalaba un posible error: ¿no habría querido escribir «repostar» en vez de «reposar»? O sea, entendía que la pausa no era libre, sino necesaria, tal y como es concebida hoy en nuestro mundo laboral: un descanso mínimo para que el cuerpo extenuado pueda volver a trabajar o, dicho de otra manera, una parada al servicio del capital. Una práctica tramposa. No es de extrañar que el estrés, la depresión o el bruxismo se extiendan como un virus. Leyendo a Juan Evaristo no paraba de recordar la novela Donantes de sueño, de Karen Russell; en ella, una pandemia de insomnio sacude el planeta y los afectados necesitan que les donen horas de descanso, entretanto oleadas de zombis incapaces de pegar ojo se agrupan en los suburbios. Observamos cómo la economía capitalista coloniza nuestra psique además de nuestros cuerpos; el cansancio aumenta y las horas de sueño disminuyen, el oráculo de Hamlet sentencia: el tiempo se encuentra fuera de quicio. Si en el Primer manifiesto surrealista André Bretón contaba la anécdota de cómo el poeta francés Saint-Pol-Roux antes de acostarse colgaba en la puerta de su dormitorio un cartel donde podía leerse «el poeta está trabajando», hoy todos somos Saint-Pol-Roux: ni siquiera dormidos abandonamos nuestras tareas, pues «uno de los modos en que el fascismo sigue vivo en las democracias de todo el mundo es a través de la cultura del trabajo y su insidiosa metafísica capitalista» (p. 44) infiltrándose por cada poro.
El derecho a las cosas bellas forma una constelación con un variado núcleo de obras y conceptos: pienso en Vivir en horizontal, de Bernd Brunner, Gozo, de Azahara Alonso, o también en las ideas de Helen Hester y Nick Srnicek en torno al «lujo público». En nuestra mentalidad, en los días laborables deben satisfacerse una serie de fines, mientras que el domingo está dedicado a uno mismo, por eso Hegel hablaba de la filosofía como el «domingo de la vida». Ahora, Juan Evaristo nos invita a extenderlo a cada jornada, como aquella canción que cantaba «todos los días es fiesta en Santo Domingo…». Una «vida cursi y divina» (p. 21) nos espera.
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Autor: Juan Evaristo Valls Boix. Título: El derecho a las cosas bellas. Editorial: Ariel. Venta: Todos tus libros


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