Regreso de Cipango con mono de Occidente. Japón posee una historia y una cultura extraordinarias, líbreme Siddharta Gautama de ponerlo en duda, y he vuelto perdidamente enamorado de esa Babilonia con epicanto, vigoréxica, luminosa e imprevisible, que responde al nombre de Tokio. Sin embargo, disculpen la gañanada, entono el mea culpa y derivados, he echado en falta asideros literarios —lo intenté con Haruki Murakami y, siguiendo la recomendación de san David Bowie, con Yukio Mishima, y no hubo manera de que les pillara el punto—, musicales e, incluso, arquitectónicos: creo que, una vez vistos los cuatro o cinco templos, santuarios y castillos más imponentes, quedan vistos todos los demás. Insisto: Monsieur Cateto, c’est moi. El problema es mío.
Hace un par de años, el Imperio Romano ascendió a los cielos —o descendió a los abismos, según se mire— virtuales y virales del trending topic después de que una joven advirtiera en TikTok sobre la enorme frecuencia con que los hombres blancos cis hetero, o como se diga, pensamos en esa civilización fundada, según el mito, por dos hermanos amamantados por una prostituta, que se llegó a extender desde el Atlántico hasta el Tigris en su máximo apogeo, y que, como escribe Eslava Galán en su magnífico Historia de Roma contada para escépticos (Planeta, 2024), “nos legó el patrimonio precioso de su ley y de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asientan las coordenadas históricas de los europeos”.
El caso es que me hallaba en el Monte Inari, cerca de Kioto, recorriendo un santuario sintoísta bastante chulo, el Fushimi Inari Taisha, dedicado a la diosa de la fertilidad y del arroz y que alberga miles de toris naranjas, cuando me dio por chapotear en la estructura patriarcal de mi cerebro, me acordé del Imperio Romano y pensé: “La leche, con la de mundo que recorrieron aquellos Máximos Décimos Meridios y aquellas Mesalinas y, qué curioso, no se les vio el pelo por estos lares”.
Es sabido que Roma comerciaba con India y China y, si bien es más que probable que productos romanos llegaran a Japón a través de intermediarios, no hay pruebas directas de que los pretéritos nipones tuvieran relación alguna con, como diría el ministro Óscar Puente, los otrora “putos amos” de Occidente.
En 2016, un investigador del Departamento de Bienes Culturales del templo de Gangoji (Nara), Toshio Tsukamoto, hizo un descubrimiento apasionante: en las ruinas del viejo castillo Kasturen, en Okinawa, encontró monedas romanas y otomanas. Las segundas datan de 1687; las primeras, del siglo IV. ¿Cómo acabaron en aquella isla del lejano Oriente unas monedas acuñadas en la otra punta del mundo? Historiadores y arqueólogos descartan un comercio directo, por puntual que fuere, entre Roma y Japón, y apuntan que llegaron mucho después —no se desarrollaron sociedades agrícolas en Okinawa hasta el siglo VIII—, probablemente desde China, después de muchos tumbos dados por las rutas que unían los dos extremos de Eurasia.
Qué novela se marcaría el amigo Emilio Lara fabulando sobre esos improbables denarios. Yo, por mi parte, le estoy hincando el colmillo a mis dos autores romanos favoritos: Suetonio y Marcial. Cebando al mono desde la hermosa, decadente y, todavía, occidental Villa y Corte.


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