Años más tarde recordaría aquel día como el mejor de su vida.
—Es el final —musita—, es el final.
Pero el final esperado no llega. Un estruendo surca el cielo. Un bofetón de aire le golpea en la cara, parece que se avecina un huracán. Abre un ojo para contemplarlo y no ve nada. Baja la mirada, entreabriendo los ojos, y no ve nada. Ni siquiera la masa de agua que hacía unos segundos se acercaba a ella.
De repente, el mar se rasga y un ser gigantesco con cara de pez humano, cubierto de escamas, emerge de él. Salta por encima del agua dos metros, mostrando su cuerpo de serpiente. Llega el final, pero se da cuenta de un detalle. De su cuello mana sangre. El aire se vuelve a mover y una espada surgida de la nada impacta con la cabeza del animal. Saltan pedazos de carne y explota la sangre, tan cerca que Andrómeda siente el regusto a hierro en su boca. El choque de su cuerpo gigantesco contra la superficie de agua forma un maremoto, cuyo impacto llega a la roca donde Andrómeda está atada. Mojada de cabeza a pies, busca al dios que la ha salvado. No puede ser otra cosa más que un dios. Pero nada. No hay nada ni nadie.
Un remolino se forma ante ella del que se hace carne un hombre.
—¿Quién eres, forastero? —acierta a decir.
—Mi nombre es Perseo.
Y el agua se vuelva a abrir. Tocado, pero no hundido, Ceto surge del mar. Ahora puede ver a su rival. Lo golpea con una fuerza tal que el cuerpo de Perseo se estrella contra la pared de roca. El sonido de los huesos de Perseo aplastados hiela la sangre de Andrómeda. Ahora sí. No tiene salvación. El monstruo acerca su cabeza sangrante al rostro de la muchacha, jadeante, sin resuello. Su aliento apestoso enerva su piel. Acaricia su rostro con uno de los tentáculos de serpiente y abre la cueva que tiene por boca. La va a engullir —piensa—. Perseo se recupera en el suelo del impacto, se incorpora agarrándose a lo que puede. Le duele el alma y las costillas, le cuesta moverse. Saca de la bolsa que lleva a la espalda la cabeza de la gorgona y la esconde tras de sí.
—¡Eh, monstruo! No has terminado conmigo. Deja a la chica y ven a luchar con un hombre.
Ceto gira la cabeza. Sus ojos torvos se clavan en ese ser tambaleante. Un rugido intenso sale desde sus entrañas y se dispone a atacar. Perseo le muestra el rostro de Medusa. La sangre del monstruo se solidifica, sus extremidades se endurecen, poco a poco, como un torrente, esa ola pétrea va ascendiendo hasta convertir al ser en un apéndice de la dura roca.
Andrómeda no sale de su asombro. Perseo se acerca y con un certero movimiento de espada corta los grilletes que la ataban al sacrificio.
—Gracias, gracias, gracias. No sé cómo podría agradecerte que me devuelvas mi vida —dice, aún turbada.
—No tienes que agradecerme nada. A mí no, tal vez al destino que quiso que yo me cruzara en tu camino.
—Pues haré libaciones, plegarias y sacrificios al dios o la diosa que nos cruzó.
Perseo se hunde en los ojos de Andrómeda. Ya le pareció bella cuando la vio desde lejos, con el cabello suelto, la piel del color de la noche, los ojos cerrados y el vestido ondulante. Ahora su voz le parece sublime y su corazón se llena con los primeros síntomas del amor. Toma a la chica y, volando como llegó, se acerca a los padres de Andrómeda.
—Es hora de que me concedas lo prometido. Te exijo la mano de tu hija.
—Te concedo ese don. Has liberado a mi hija y a mi patria del monstruo y mereces una recompensa por ello. Si mi hija acepta.
Andrómeda, con la boca abierta, mueve la cabeza, no entiende en qué momento se ha llegado a ese pacto. No sabe qué decir, no conoce al hombre, pero sí sabe que se ha jugado la vida por su salvación, y eso le conmueve el alma.
***
La boda se celebraría en unos días, pero todavía debían luchar con un obstáculo. Andrómeda ya estaba prometida desde su niñez con su tío Fineo. Fineo, tras enterarse de que su hermano iba a entregar a su prometida a otro, reunió a un pequeño ejército de nobles. Su finalidad: terminar con el extranjero. Pero los secretos en muchas ocasiones visten alas y el rumor de aquella conjura llegó a Perseo que se enfrentó a sus enemigos.
Fue el rostro de Medusa el que lo ayudó a terminar con aquellos indeseables y fue el rostro de Medusa y los regalos de los dioses los que lo ayudaron durante muchos años a librarse de sus enemigos, primero en Serifos, luego en Argos y finalmente en Tirinto. Cumplió el oráculo que había carcomido durante tantos años a su abuelo Acrisio. Él murió a manos de su nieto, como se le había vaticinado, pero no fruto de la traición, sino de un desdichado accidente. No se puede escapar ni del destino ni de la muerte. Andrómeda, Perseo y su amor fueron eternos. El agradecimiento a las gestas de Perseo fue el cielo. Los dioses lo convirtieron en constelación, así como a Andrómeda y a Casiopea. Y se decretó que todos los años fuera recordado por sus hijas: las perseidas, que vuelven cada año para recordarlo.


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