Inicio > Blogs > Ruritania > Ni rastro del scoby
Ni rastro del scoby

Ya no queda tiempo para habituarse a la rutina del verano, al calor y a la gente que masifica la zona en esta época del año, porque ya se acaba. Apenas nos quedan los últimos coletazos, los rezagados que empalman con septiembre sus últimos días de descanso antes de darse de bruces con el síndrome postvacacional. Vivir en una zona tranquila no te exime de ciertos sacrificios, muchos de ellos innecesarios. Aún me carcome la rabia cuando pienso en el festival que plantaron a doscientos metros de casa y se abrió la veda, una suerte de «purga» a pie de calle donde cabía esperar cualquier cosa menos lo inimaginable. No es la primera vez que me encuentro a alguien en cuclillas haciendo lo que debería hacer en privado y sin el perjuicio del prójimo, pero que sea algo que ciertas autoridades tratan con laxitud es algo que me desconcierta.

Entiendo la existencia de estos eventos —yo mismo he ido a decenas cuando era más joven— y también soy consciente de que el hecho de que considere ese tipo de música en el lado opuesto de mi top no es óbice para que no haya quien lo disfrute. Ya sufrí yo también el desapego y la repudia de quienes no comulgaban con mis ídolos rockeros y mis pintas de entonces. Entiendo que es algo generacional. Sin embargo, esto no tiene nada que ver con los gustos. Y, en cierto modo, tampoco con el festival. No de forma directa. O sí, vete tu a saber. Aún le estoy dando vueltas.

"Cuando regresamos de vacaciones, hace ya más de un mes, nos dimos cuenta de que el scoby que nos había dado Jose para hacer kombucha no estaba donde lo habíamos dejado"

Cuando regresamos de vacaciones, hace ya más de un mes, nos dimos cuenta de que el scoby que nos había dado Jose para hacer kombucha no estaba donde lo habíamos dejado. El tarro de cristal estaba hecho añicos en el piso de la cocina y el trapo que lo cubría en el salón. Nos lo dio cuando estábamos a punto de irnos y no era el mejor momento para hacer el primer intento con la bebida, así que seguimos sus instrucciones y lo dejamos en un lugar fresco y seco, a la sombra, cubierto con un paño y con el líquido justo para que no siguiera creciendo. Creo que a Evan se le fue la mano cuando rellenó el frasco, quizá pensó que diez días eran muchos, que podía morirse si no disponía de suficiente caldo, privándonos de la oportunidad de elaborar el fermento. Jose nos lo advirtió. Nos dijo que el hongo seguiría creciendo mientras pudiera alimentarse y hubiera el espacio suficiente y necesario para ello. Aún no sé qué ha pasado.

Recogimos los cristales y el paño con cuidado, analizando las pruebas como si fuésemos detectives y elucubrando sobre lo que podía haber sucedido en nuestra ausencia. Imaginamos decenas de posibilidades, ninguna que cupiera en una mente cuerda, pero la única realidad es que no había rastro del scoby. No reparamos en la baba marrón que bajaba, ya reseca, por la escalera. Una alfombra viscosa que llevaba directa al baño de arriba. Subimos con cautela, las perras, también recién llegadas, olfateándolo todo en la misma dirección, gruñendo y ladrando mientras reculaban y rehuían subir tras nosotros. El hongo, que en realidad es una colonia simbiótica de levaduras y bacterias —de ahí el nombre, que no es más que un acrónimo del inglés— tiene un aspecto repugnante y un tacto poco agradable. Recuerda a la mancha de aquella historia de Creepshow que engullía a los jóvenes estudiantes americanos de juerga en el lago; solo que, en lugar de negra, la mancha sólida que es el scoby es de un color marrón que oscila entre el café con leche y la crema de vainilla.  No estaba en el baño ni en ninguna de las habitaciones superiores. Sin embargo, la bañera estaba medio llena. Un caldo marrón oscuro llegaba hasta la mitad y despedía un olor nauseabundo, a fermento, rancio, raro. El tapiz de baba reseca llegaba hasta el mismo borde.

"La criatura, porque, a esas alturas, no podíamos llamarla de otro modo, había desaparecido, no sin antes darse un festín"

Fregamos el suelo en silencio. Dejamos la bañera para el final. Cuando la desaguamos, la mitad que había estado bajo el agua tenía un color amarillento y un cerco oscuro dividía el sanitario. El fondo estaba cubierto de bolsitas de Earl Grey, Pu Erh y Gunpowder y el saco de un kilo de azúcar blanquilla casi deshecho y pegado a la cerámica. El hongo/criatura/colonia simbiótica, en nuestra ausencia, aniquiló todas las existencias de casa. No sé cómo. De verdad que no lo sé, pero así fue. Todo tenía un aspecto realmente asqueroso. Usamos guantes, pero el olor se nos metió en la nariz y allí se mantuvo durante todo el día. Ni la lejía ni el detergente perfumado pudieron sofocar aquel aroma infecto a descomposición. La criatura, porque, a esas alturas, no podíamos llamarla de otro modo, había desaparecido, no sin antes darse un festín. Era un misterio cómo había abandonado la casa sin que saltasen las alarmas.

No volvimos a hablar del scoby y no le dijimos nada a Jose. De hecho, seguimos un poco la pantomima; la siguiente vez que nos vimos, le dimos a probar nuestra kombucha «casera», que no era más que aquella que habíamos comprado en el súper el día de antes y cuyo contenido habíamos trasladado a una botella de cristal sin etiqueta. Eso sí, le añadimos algo de fruta triturada para potenciar el sabor, darle textura y eliminar cualquier rastro o sospecha de artificialidad. Guardamos el suceso como una anécdota que, quizá, con el tiempo acabaríamos contando entre risas cuando reveláramos el secreto a Jose. Casi lo habíamos olvidado. Entonces volvimos a verlo. Creo. En el festival.

Me picó la curiosidad por ver cómo habían acordonado el parque para los conciertos, así que fui con las perritas hasta allí, dando un breve paseo de tres minutos. Fueron ellas las que advirtieron su presencia. Estaba agazapado como un depredador junto a las letrinas, estirado como una alfombra gelatinosa sobre el césped. Había crecido. Y, a pesar de que carecía de ojos, casi pareció que me miraba y asentía en señal de reconocimiento. Las perras ladraron. A mí me dio un escalofrío. No les dije nada a Evan ni a Zoe. Cuando desmontaron y recogieron todo, quedaron las marcas de las vallas, los cientos de pisadas que habían estropeado los jardines, los cuadrados de los baños portátiles y un área circular oscura mucho más grande que la de dos días atrás. En las noticias no se dijo nada hasta una semana después. Aún siguen buscando a los desaparecidos. Cuando finalmente termine el verano, nadie se acordará de ellos. Ni del festival. Ni de la masificación. Las cifras de paro volverán a subir. Los afectados por la vuelta a la rutina dejarán de estar tristes. Y el scoby, donde quiera que esté, seguramente, siga creciendo.

4.8/5 (21 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios