La acequia del pueblo bajaba con fuerza en la cuesta del molino. Era el último tramo antes de que las aguas desembocaran en el Turia. Allí decidieron matar al perro.
—No matéis al perro —dijo Luisito, el más pequeño.
—Que no, pesado. Solo vamos a bañarlo —le respondió el Royo.
—¿En la fuente?
—En la acequia —zanjó el Gitano.
Hasta aquel momento y durante varias semanas, los tres niños le llevaron agua y sustento al cobijo de un barranco, en un saliente calcáreo que hacía la función de techo, instalado en una zona con cierta elevación y a escasa distancia del pueblo. Lo llamaban y salía de su agujero contento, moviendo el rabo. Les ladraba, les lamía las manos. Un hombre les había prometido quedarse con el cachorro por veinticinco pesetas, pero varió su opinión y los muchachos quedaron burlados; así que, rota la expectativa, decidieron matarlo.
Luisito pidió que no lo mataran, pero su voz se perdió en el ruido del agua.
—Si tanto interés tienes —le gritó el Gitano—, llévatelo. Que se lo queden tus padres.
—No pueden —respondió, casi llorando.
—Pues entonces no estorbes —dijo el Royo.
El cachorro permanecía junto a ellos como si no existiera otro mundo que aquel. No había en su gesto la menor sospecha. El Royo lo alzó en brazos y lo lanzó a la acequia. Los ladridos se perdieron entre las aguas que lo arrastraban hacia el río. No llegó. Quedó atrapado en una zona de cañas y ramas, donde se debatió hasta zafarse. Cuando los vio acercarse, brincó de alegría. El Royo le dio una patada y el perro soltó un gañido breve, seco. Después lo arrojó otra vez, esta vez al río.
Nadó hacia ellos, aturdido por la patada y el esfuerzo. Apenas tocó tierra, el Gitano lo lanzó con fuerza casi a la otra orilla. El perro llegó como pudo, embarrado, jadeando.
—Te has pasado, Gitano —protestó el Royo—. Se nos ha escapado por tu culpa.
Desde la ribera contraria, el perro los miraba. Las aguas que debían matarlo lo habían salvado.
Pero el cachorro volvió a lanzarse al agua para vadear el río. Cuando alcanzó la orilla, el Royo afinó la puntería y lo arrojó al centro, donde el agua corría con más fuerza. El perro braceaba, chapaleando hacia sus dueños. Apenas llegó, lo lanzaron otra vez.
Luisito amagó con irse, pero el Royo se le plantó delante.
—Tú te quedas, nenaza. O te mato.
El perro ya los alcanzaba de nuevo.
La fuerza del agua lo arrastraba más lejos en cada lanzamiento. La otra orilla, que había alcanzado una vez por accidente, ya no existía para él.
Llegaron a un tramo más ancho, donde el río rodeaba un peñasco solitario. La corriente era más honda allí.
Lo lanzaron tantas veces que acabó agotado. Solo flotaba.
Aún los miraba. Inmóvil. Sin un ladrido.
Luego emitió un sonido seco, casi un estallido, y la cabeza desapareció bajo el agua.
Quedaron ondas en la superficie. Como una marca.
Luisito no volvió al río.
Esa noche cenó sin hablar.
Pero soñó con el agua.


Crueldad: Dícese de la propiedad en algunas personas de cambiar amor por muerte.