Vale, sí, es mero pataleo. Reconozco mi derrota. La asumo sin lágrimas ni aspavientos, como el general romano que, perdida la batalla, rebusca la dignidad perdida para dejarse caer sobre su espada. En esta guerra moderna —sin pólvora pero con wifi— he sido vencido. Que sí, que tecleamos más rápido de lo que pensamos, algunos directamente sin pensar. La maldita era digital jibariza las palabras hasta dejarlas en huesos, las mutila con siglas y las castiga con stickers. Si uno se descuida, la autocorrección le cuela un anglicismo como quien te desliza una droga blanda en el café: suavecito, sin que te enteres, hasta que ya estás diciendo deadline en lugar de “plazo” y feedback en vez de “opinión”. ¡Opinión! Una palabra de cuatro sílabas con una historia gloriosa detrás y la estamos cambiando por una pedrada lingüística importada del calcinado Silicon Valley segundos antes de una puñetera brain storming.
Acepto que mis amigos ya no me llamen y ahora me envíen audios, fragmentos de pensamiento deslavazado, escupidos a voz viva mientras se sientan en la taza del váter o caminan por la calle con el móvil sujeto como una bandeja. Me he resignado a que la intimidad sea ahora un archivo de 48 segundos con respiraciones incluidas. Me han obligado a escuchar confesiones sentimentales en medio de reuniones tan apocalípticas como soporíferas, vetada cualquier respuesta tecleada porque, chavalotes, no sé si sabéis que no hay forma de escuchar vuestros putos pódcast si estoy rodeado de gente. Todo me lo he tragado con deportividad: la muerte del silencio, la banalización de la pausa, el auge del “visto” sin respuesta y vuestros cabreos porque no os he enviado otro audio de vuelta, con lo que os ha costado locutar el vuestro entre bocinazos, semáforos y ruidos varios de fondo.
Pero hay un límite: los emoticonos.
Pido piedad. Imploro compasión. ¿Qué crimen hemos cometido para merecer esa invasión amarilla de caritas tontas, enfermizas? Esa galería de muecas que pretende resumir el alma humana en un catálogo de expresiones prediseñadas, a cual más ridícula. ¿Dónde quedó el matiz, el subtexto, la ironía bien trenzada? Todo aplastado por un pulgar hacia arriba o una cara llorando de risa. ¿Pero de qué se ríe esa cara, si lleva más de una década llorando igual, la payasa?
Ojo, no estoy en contra de la evolución. Entiendo que el lenguaje cambia, que las herramientas se transforman, que la tecnología nos empuja hacia adelante con brutalidad darwiniana. Pero hay algo profundamente vulgar en esta reducción industrial de la emoción. El amor se convierte en un corazón rojo. El duelo, en una carita triste. El deseo, en un emoji de fuego. Y así vamos: coleccionando fuegos y caritas como si la vida fuera unas manos cetrinas aplaudiendo, o un ñordo, o un pulgar hacia arriba o una insufrible carita con gafas negras como un malote de serie B. Una bacanal de holgazanería.
¿No hay algo profundamente desolador en que ya nadie diga “te extraño”, sino que te mande una cara con ojos de anime húmedo? ¿No hay una tragedia silenciosa en que una conversación profunda acabe con una flamenca bailando? ¿Es esto lo que hemos acordado como normal?
Al menos los egipcios se tomaban la molestia de esculpirlos en piedra. Nosotros los mandamos por WhatsApp, con una conexión inestable y un “perdona que no te contesté antes, es que estaba saturado” que significa exactamente “no me apetecía un carajo”.
Yo ya solo pido una reserva lingüística. Un rincón donde aún se pueda escribir sin tener que traducirlo a dibujitos. Una tierra prometida libre de GIFs, donde los signos de admiración se usen para exclamar y no para parecer simpáticos. Donde alguien diga “estoy devastado” y no recurra a la carita con dos ríos de lágrimas como en esas insufribles series japonesas de dibujos animados. Porque al final, las palabras pesan. Tienen memoria, historia, dignidad. No se reemplazan con un emoji del demonio guiñando el ojo.
Así que no me mandes una cara con corazones por ojos. No me digas que me “echas de menos” con un gif de un oso abrazando el aire. Dímelo, teclea. Piensa lo que vas a decir, Tómate tu tiempo. Un poquito más del que tardas en buscar en tu biblioteca del horror cómo abofetearme con el enésimo emoji de mierda.
Y si no, al menos ten la decencia de mandarme un fax.


Qué bueno!
Simplemente genial!
Est modus in rebus. Si tengo que comentar la pérdida de un querido amigo, llamo a la familia y visito sus casas si puedo; no escribo un mensaje, con o sin emoticonos. Si un amigo me envía un mensaje amistoso, le envío una carita feliz; no le escribo un tratado de ironía sutil. Sin embargo, coincido con sus quejas sobre los mensajes de voz largos e inútiles (“Si quiero hablar con alguien, llamo, y lo hago en los momentos más oportunos”) y también con el uso excesivo de anglicismos, cuando nuestros idiomas (tú español, yo italiano) tienen términos mucho más ricos e interesantes.