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Montaña rusa

[25 agosto – 7 septiembre]

El lunes por la mañana regresas del Cooltural Fest de Almería. Apenas has pegado ojo. El día se te hace cuesta arriba. Dormitas, ves vídeos de Instagram y comes pasta. Como si fueras un adolescente. Aunque tu cuerpo opine lo contrario.

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Martes. Hoy avanzas algo en la escritura del capítulo 1 de la segunda parte. Te sigue costando. Tal vez te has pasado con la teoría que hay debajo de cada diálogo. Quizá el novelista tenga que trabajar más con la intuición que con otra cosa. Lo compruebas cuando relees el capítulo y todo suena demasiado artificial, demasiado perfecto. La gente normal no habla así. Se contradice, no sabe articular siempre lo que piensa.

Los diálogos no son un buen lugar para dar conferencias. Lo enseñas en clase y, sin embargo, tú mismo has caído en eso. Al menos lo has podido identificar. Aunque ahora no tengas fuerzas para cambiarlo. Lo pones entre corchetes: «reescribir, hacerlo todo natural, que el personaje dude en lugar de estar tan segura de todo.»

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Terminas de leer Tengo algunas preguntas para usted, la novela de Rebecca Makkai (Sexto Piso). Se te ha hecho eterna. Comenzaste a leerla por el tema —novela de campus sobre el true crime y el #Metoo— y también por el tono de la narradora, parecido al que quieres conseguir en tu novela. Empieza muy en lo alto. Pero enseguida se pierde en lo anecdótico. Y no acaba de funcionar, ni como thriller ni como novela literaria. Ese es precisamente el miedo que tienes con lo que estás escribiendo, que caiga en ese terreno de nadie y que no llegue a conectar con quienes buscan una historia que avance o quienes esperan una reflexión pausada sobre la precariedad y la burocracia. De todos modos,  no depende tanto de ti. No puedes escribir solo pensando en cómo se leerá. La historia te lleva por donde te tiene que llevar. Y la novela que estás escribiendo impone su propio lugar. Si es un terreno de nadie, tendrás que aguantarte.

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Lees Las cosas como son y otras fantasías, el ensayo de Pau Luque que ganó el Premio Anagrama en 2020. Llevaba algún tiempo en la estantería y ahora conecta con lo que estás escribiendo. Los límites éticos del arte y la cuestión de la moralidad. Te gusta cómo escribe Luque, desenvuelto, irónico, a veces incluso sobrado, como si estuviera de vuelta de todo, pero siempre con lucidez. Estás de acuerdo con la mayoría de sus argumentos, en especial con los que tienen que ver con su análisis de Lolita y la obra de Nabokov. Hay otros puntos en los que chocáis. Pero en general te lleva a su terreno, incluso en algún momento te convence y cambia tu posición sobre las cosas. Eso es la clave de un buen ensayo, que en lugar de confirmar nuestras creencias o intuiciones, sea capaz de darles la vuelta y ponerlas en crisis.

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Miércoles. Te pinchan ozono una vez más. La espalda, la cadera, el cuello y los brazos. Parece que vas algo mejor. El tramadol te calma. Tal vez demasiado. Podrías engancharte sin problema a la paz que te genera.

En ese estado terminas de ver la serie Muertos S.L. Es uno de tus guilty pleasures. Te divierte su humor negro y lo bien trazados que están algunos personajes. Se te hace cortísima. 

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Jueves. Terminas el diario y avanzas en la novela. Una vez pasado el escollo del primer capítulo de la segunda parte, parece que todo avanza. Aunque hoy no estás inspirado. Trabajas la pura artesanía. Ritmo, repeticiones, palabras… Hay días también para eso.

Visitas a la Julia. Hoy está bien. Inusualmente bien. También ella va por días. Una montaña rusa.

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Lees El jardinero y la muerte, la novela de Gospodínov (Impedimenta). Te gustó Historia Natural y te fascinó Las tempestálidas, y tienes pendiente aún Física de la tristeza (sigue en tu mesita de noche desde el año pasado). La nueva novela te atraviesa. La muerte del padre. El duelo. Pero sobre todo el periodo del acompañamiento. No puedes leerla sin pensar en tus padres, en tus duelos, en tus periodos de acompañamiento. La enfermedad, los pañales, las medicinas, los médicos, la manera en la que todo se mezcla con la vida cotidiana, con la escritura, con los viajes, con la rutina. El modo en que uno se acostumbra a convivir con la espera de la muerte. Algunos momentos son siniestramente semejantes a los que experimentaste con tu padre. La agonía. La mano agarrada en el último momento. Pocos libros lo han descrito tan bien. Pocos textos te han hecho revivirlo todo como ahora hace esta novela.

Al terminarlo, todavía emocionado, en la cama, comienzas una conversación incómoda con Raquel. Llevas ya varios meses con todo eso en la cabeza. La burocracia del fin. ¿Dónde nos enterramos? ¿Qué tanatorio? ¿Cómo preparamos el final? Sería conveniente dejarlo todo atado cuanto antes. Sobre todo para evitar el trago de la burocracia a quien se queda. Que no tenga en ese momento que pensar demasiado. Que todo esté claro. Antes o después llegará lo inevitable. Termináis la conversación y os abrazáis, intentando borrar lo que habéis hablado.

Sin embargo, esos pensamientos se quedan contigo cuando apagas la luz. Cada día eres más consciente de que esto se puede acabar en cualquier momento. Será la edad, pero también la realidad. Siempre habías temido más a la muerte de los demás que a la tuya propia. Al dolor de la pérdida que al vértigo de la desaparición. Pero de un tiempo a esta parte también ha comenzado a rondarte un miedo a la muerte propia. Sobre todo al sufrimiento. Y también —lo confiesas— a ya no estar más aquí. Incluso, por vez primera, comienzas a preguntarte por el otro lado. ¿Qué pasará? ¿Fundido en negro? ¿Fin de fiesta? ¿Algo más, lo que sea? Con esas preguntas cierras esta noche los ojos. En el sueño, mueres y, justo en ese momento, te despiertas sobresaltado.

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Comenzáis a ver Succession. La abandonasteis en la primera temporada sin saber muy bien por qué y ahora la retomáis. Siempre hay un momento nuevo para las cosas. Y este parece serlo. Porque desde el principio caéis rendidos ante la serie, especialmente ante los personajes. La trama es lo de menos. Al poco de comenzar, sabes que cuando acabes no recordarás exactamente lo que ha sucedido, pero que ya no podrás olvidar a Roman, a Logan, a Kendall… a los Roy. Como tampoco puedes olvidar a Don Draper o a Walter White. Viven más allá de las tramas, más allá de las historias para las que fueron creados. Algo así es lo que te gustaría poder hacer con la protagonista de tu novela, que viviera más allá de la historia en la que está envuelta, que alguien pudiera recordarla al cerrar el libro. Crees que lo conseguiste con Dolores en tu novela anterior. No estás seguro de estar lográndolo con Asunción, la protagonista de lo que ahora escribes. Te falta mucho aún.

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Último domingo de agosto. Sensación crepuscular, sobre todo tras despertar de la siesta. Tratas de frenar el tiempo leyendo y te sumerges en Los llanos, la novela de Federico Falco que has estado degustando lentamente durante estas semanas. Es un libro bellísimo. Cadencioso. También lleno de siestas. El regreso al territorio, el duelo de pareja, la posibilidad de escribir más allá de cualquier forma y convención. Te ha recordado a Una música, el libro de Hernán Ronsino. Sobre todo por el retorno a lo rural, al territorio argentino. Aunque aquí el paisaje es aún más protagonista que los sujetos. Es el verdadero personaje central. La tierra. La huerta, su cuidado y su crecimiento. La vida de la naturaleza, con la que acaba sincronizándose el protagonista.

Te atrae la libertad de Falco. Esa libertad que tú ahora mismo no tienes. Escribes demasiado encorsetado. Hoy sigues en crisis con tu novela. No te apasiona lo que lees. Por lo menos, acabas de revisar otro capítulo. No estás a gusto con el tono. Solo la trama, que funciona. Pero sigue faltando la voz. Hoy estás bien abajo en la montaña rusa de la escritura.

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Durante la semana, lees varias novelas con las que no conectas del todo y que terminas en diagonal. La extinción de Irena Rey, de Jennifer Croft (Anagrama). Te interesa el argumento y algo del planteamiento —unos traductores que se reúnen para traducir la obra de una escritora que de repente desaparece…—. Pero te suena todo demasiado artificioso —precisamente la sensación que tienes con lo tuyo—. No te crees nada de lo que lees ahí. Y es porque no acaba de funcionar el tono, la voz. Por mucho que la trama sea un puzle.

Todo lo contrario sucede con Los últimos americanos, de Brandon Taylor (Chai Editora). Una novela de campus contemporánea atravesada por la precariedad de sus protagonistas. Aquí el tono es lo que atrapa desde el principio, pero acabas perdiendo interés después del primer capítulo. Echas en falta una estructura. Te quedas fuera.

Paradójicamente, a pesar del tono cuidado y la estructura clásica (quizá demasiado lineal), tampoco acabas de entrar en El problema mente-cuerpo, de Rebecca Goldstein (Plot), otra novela de campus, en este caso sobre el sexo y la razón, la teoría y la práctica. Tenía todo para conquistarte: novela de ideas, filosófica, vida universitaria… Pero una vez más te quedas fuera. Llegas al final por puro compromiso.

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Te recortas la barba y dejas todas las canas. Hace cuatro años, el barbero te echó un tinte oscuro y has estado utilizándolo desde entonces. Pero ha llegado el momento de regresar al color natural. No era tanto el engorro de tintarla (diez minutos cada dos semanas), como que ya cantaba demasiado y tenías que dar explicaciones cada vez que alguien te decía «no pasan los años por ti». De repente, te miras al espejo y ves unos años más que antes. Pero al mismo tiempo observas algo que te gusta. Tu rostro real. Sientes un alivio inmediato. Y regresas a casa orgulloso de tu barba blanca.

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Jueves. Murcia está en fiestas. La calle repleta de gente. Días de reencuentros constantes. También de inauguraciones y eventos. Como la exposición de Félix Blume en el Centro Párraga. Enjambre, comisariada por Belén Vera. 250 altavoces colgados del techo, cada uno de los cuales reproduce el zumbido de una abeja. Visualmente te recuerda a alguna pieza de Ernesto Neto, aunque aquí el sonido es la clave. Te sitúas entre los altavoces y logras conectar con el zumbido, te sientes parte del enjambre. Por un momento, incluso desconectas de la realidad de la sala, de los visitantes, de la gente a la que después saludas, los amigos con los que conversas y no se percatan de tu barba blanca. La multitud de las calles. Todo hoy es un enjambre. También la terraza de Los Molinos del Río, donde te citas con Yayo y Alicia para asistir la presentación del festival Lemon Pop. Allí están todos los modernos de Murcia. Después, continuáis un poco más la noche. En el Invernadero pinchan Jorge y Fran. Un ambiente totalmente diferente. Otro panal. Pero en el fondo el mismo zumbido. Aguantas hasta el final. Aceptas todos los chupitos que te ofrecen. Sabes que son puro veneno. Antes de llegar a casa, ya tienes el estómago revuelto.

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De un tirón lees El órgano, el libro con el que de Diego Sánchez Aguilar ha ganado Premio de Novela Corta Ramiro Pinilla (Candaya). Un texto experimental, compuesto por una multiplicidad de voces, que surge de una imagen potente y terrible que estaba presente en la que, sin duda, es su obra maestra, Los que escuchan: un órgano capaz de hacer sonar el mal y la violencia. Un órgano Frankenstein, un organista que enloquece por la violencia de la guerra, un coro de voces y un personaje —en off, el propio lector quizá— que trata de entender lo sucedido. La estructura y el tono te hace pensar en algunas novelas —casi fábulas— de László Krasznahorkai. Pero es sin duda la imagen del órgano la que se queda para siempre en tu retina. En los ojos de la mente. Igual que el sonido estridente, demoniaco, que supuestamente emite el órgano. Un instrumento que podría pertenecer al infierno de Dante, a una pintura de El Bosco o a una película dirigida a la vez por David Cronenberg, Yorgos Lánthimos y Lars von Trier.

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El sábado te levantas temprano y continúas avanzando en la novela. Llegas al capítulo 7 de la segunda parte. Hoy, misteriosamente, todo fluye y te gusta lo que lees. La montaña rusa está en la cima. Deberías aprovecharlo.

Sin embargo, a medio día tienes que cortar. Los tíos de Raquel celebran sus Bodas de oro y sus hijas han organizado una comida. Te arreglas demasiado y, al llegar, adviertes que eres el único que lleva chaqueta y corbata. Ni siquiera el novio. Durante un buen rato, te sientes incómodo y tienes la sensación de estar fuera de lugar. Se disipa en la segunda cerveza, con las risas y la conversación.

Terminas justo a tiempo para regresar a casa, cambiarte, ponerte la camisa de flores y salir para el Festival B-Side, en Molina de Segura. Aunque estás cansado, disfrutas de los conciertos, en especial de la actuación de Viva Suecia. Al fin y al cabo, es a ellos a quienes has ido a ver.

En mitad de un concierto, alguien se acerca y te dice que te ve fatal, que así no puedes seguir y que tienes que hacer algo ya para cuidarte y bajar de peso. Tú le respondes que has engordado apenas dos kilos desde la última vez que se encontró contigo y te comentó lo bien que te veía. Él insiste en que no es así, que te ve fatal. Quizá sea la barba blanca, piensas, que ya no te perfila tanto el rostro. O la camisa estampada, que no te favorece. O seguramente no sea nada. Pero aunque fuera verdad, tú jamás comentarías a nadie algo así. Sobre todo porque la persona a la que se lo dices también se mira al espejo y ya lo sabe, ya tiene claro cómo está. Y no vas a venir tú a descubrirle algo que ya ve todos los putos días.

No aguantas ese tipo de sinceridad. La gente que va con la verdad por delante. La que no se guarda nada, la que te dice las cosas por tu bien. Si tú fueras igual de sincero, en lugar de poner cara de circunstancia y darle las gracias por el comentario, en ese momento mandarías a esa gente bien lejos. También con todo el respeto y afecto.

Menos mal que luego te encuentras a quien te abraza y te sube el ánimo. Y así continúas la noche. Pasas a la zona de artistas. Allí te confunden con el miembro de un grupo y te pregunta que cuándo tocáis. Tú dices que hoy libras. Conversas con los amigos. Te quieres quedar todo el rato posible, aunque todo el mundo haya comenzado a irse. Pero aguantas un poco más. Siempre quieres ser el último. Y hoy eso te pasa factura. Porque al terminar no hay taxis y tienes que esperar al autobús. Por aguantar media hora más te has tragado casi dos horas de espera. Llegas a casa reventado tras la caminata. La esfera de actividad del reloj se ha completado varias veces. Te premia con una insignia antes de caer rendido a la cama.

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El domingo, para culminar la semana, pregón de la Feria de Murcia a cargo de Viva Suecia. Los veis desde la terraza de Alicia, que tiene una vista privilegiada de la plaza de la Catedral. Es otro momento emocionante. El pregón, pero también vivirlo rodeado de amigos. La alegría contagiosa de todos. Orgullosos y felices por el éxito de los demás. Después, casi a medianoche ya, cuando el grupo se ha podido zafar de todas las autoridades, cenáis en Local de Ensayo. Mientras llegan todos, veis ganar a Carlos Alcaraz. También ha ganado el Real Murcia. Es noche bonita de celebración, amistad y murcianía. Aunque cuando a las dos y cuarto de la madrugada está llegando el flan de huevo, sabes que el día siguiente va a ser duro. También hoy montaña rusa. Pero todo sea por celebrar.

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