Para llegar a la librería Intempestivos, supuestamente en Segovia, antes hay que pasar por Roma. Como es lógico (si es que lo es), no me refiero a la Roma de la época presente, sino a otra Roma que pasó, o, quizá, sucedió: la Roma de Trajano y Adriano, la Roma por la que lloró Gibbon cuando concluyó el relato de su decadencia bajo unas acacias suizas, la Roma que un gran día fue imperial. Un viaje de esta naturaleza no es algo lo que se dice baladí. Por eso lo prudente es olvidar las nociones convencionales que podamos tener del concepto “visitar una librería” y empezar aportando unas pequeñas pero muy oportunas instrucciones.
Pero no nos suicidemos todavía. Si eludimos el canto de sirena de los arcos, y seguimos fielmente estas modestas instrucciones, estaremos a punto de entrar en Intempestivos. Pero aquí nos encontraremos, como diría Borges, con una nueva perplejidad. Ante la puerta hay una pizarrita en la que se puede leer: “Una librería en la que se beben libros.” En la puerta cuelga un cartel con esta sorprendente advertencia: “Hablamos poesía.” Este desconcierto que produce encontrarnos ante la puerta de una librería donde todavía se utilizan los códigos y se habla el lenguaje de una tribu extinguida nos lleva a preguntarnos una cosa: si hay una Roma antigua dentro de Segovia, ¿qué país será este que está dentro de esa Roma?
—Un país-fantasía, si quieres llamarlo así —dice Judith, que lleva al frente de Intempestivos, junto a su compañero Jesús, once años—. Era una idea que nos rondaba por la cabeza desde siempre. En 2014 se dieron diferentes circunstancias que convirtieron la fantasía en realidad. Fundamentalmente, a Jesús lo despidieron de su trabajo y la indemnización nos permitió abrir la librería que queríamos. Y, bueno, aquí estamos, más de una década después.
O, dicho de otro modo, apenas una década y ya con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura —que le fue otorgado en 2016 junto a Letras corsarias (Salamanca) y Puerta de Tannhäuser (Plasencia), con las que conforma esa alianza de librerías independientes que se presenta al mundo bajo el nombre de “La conspiración de la pólvora”— a sus espaldas. Dos cosas que, en un mundo tan cambiante y acelerado como el de la edición de libros, no son precisamente de poca importancia.
—Internet y las redes sociales lo han revolucionado todo, y eso ha cambiado la forma de comprar libros y hasta la forma de leer —dice Jesús—. Por otra parte, la concentración es cada vez mayor. Las distribuidoras pequeñas o familiares van despareciendo en favor de otras mucho mayores; los grandes grupos compran cada vez más editoriales. Los suplementos culturales cada vez tienen menos peso… Seguramente en los próximos años los cambios sean todavía más profundos.
Judith asiente, mientras coloca en el expositor una pequeña pila de libritos cuyo título ha llamado inevitablemente mi atención: Los secretos del titiritero (o cómo mover un polichinela). Con más de cien ilustraciones que sirven para explicar las artimañas. No conozco este librito de nada, y tampoco a su autor, Paco Paricio (“de los titiriteros de Binéfar”). Pero naturalmente no puedo dejar de encontrar algunas resonancias entre este título y el de esa extraña maravilla que Heinrich von Kleist escribió en 1810, Sobre el teatro de marionetas, donde Kleist narra inocentemente las ventajas de los muñecos articulados sobre las criaturas semovientes, en especial las humanas. Pero Intempestivos está lleno de pequeños asombros como estos: libros caídos de no se sabe qué cielo pero a los que tratan en igualdad de condiciones que a los hermanos (supuestamente) mayores de la casa. O lo que es lo mismo: al frente de Intempestivos hay libreros.
—La cadena del libro parece que ha estado siempre muy bien engrasada —dice Judith, mientras alinea lo que parecen unos cuadernillos junto a Los secretos del titiritero.— Que todo el mundo ha ocupado en esa cadena un lugar asignado. Puede que haya sido así hasta ahora, pero hoy las líneas están difuminadas. Los libreros seguimos siendo el eslabón que une al autor con los lectores. Sin embargo ya no sólo estamos nosotros haciendo de puente: la venta online se lleva un buen trozo del pastel (especialmente las grandes plataformas; que no es que sean grandes, es que son gigantes monstruosos que lo fagocitan todo); pero también muchos editores hacen preventas de sus libros, con regalos y descuentos a los que no accedemos las librerías, por ejemplo; hay plataformas que se sostienen mediante un modelo de suscripciones… En fin, que cada vez hay más venta fuera de las librerías y las de las librerías son más y más estacionales. Son brutales los días del libro o las Navidades, pero luego cuesta mucho tirar del carro.
Ese pesimismo se encuentra sin embargo ante la contradicción que supone formar parte de una librería que también edita libros. Libros pequeños, sí, como los que se alinean junto a Los secretos del titiritero, esa obrita nada menor sobre el arte de hacer hablar a unos muñecos de trapo —y sobre la vida privada de los títeres— que había decidido ya que no iba a quedarse ahí.
Jesús ve mi interés en esos curiosos cuadernillos y sonríe afectuosamente:
—Mira, ahí tienes un proyectito pequeño que nos hace felices una vez al año. Nos juntamos con Letras Corsarias (una librería de Salamanca) y las editoriales Delirio y La Uña Rota (precisamente). Los sospechosos habituales; le pedimos a un autor y a un ilustrador que nos cedan un texto y unas ilustraciones y sacamos un librito que regalamos cada año para el Día del Libro. Es algo que hacemos con muchísimo cariño y sin ninguna pretensión. Tanto autores como ilustradores siempre responden maravillosamente, y es una forma de fomentar la lectura y de devolver tanto cariño a nuestros lectores. Además, nos ayuda a financiarlo el WIC, un festival de música independiente (independientes el festival y la música) que hace los inviernos segovianos más soportables.
No puedo evitar hacerles la pregunta que posiblemente más veces habrán tenido que responder, al imaginarme las criaturas que podría deparar el criterio de esta Judith decimonónica, enamorada de la literatura del XIX —una deuda con su formación académica que sigue pagando gustosamente—, y de este Jesús que prefiere pasear por los arrabales llenos de muertos y los bajos fondos de la novela negra:
—¿Y no os habéis planteado ampliar la familia con otros libros? Intempestivos es un nombre maravilloso para una editorial…
Judith y Jesús se ríen con evidente complicidad, lo que demuestra que, en efecto, esa pregunta no es para ellos ninguna novedad:
—Muchas gracias, pero no; nunca nos hemos visto en ese papel. Zapatero a tus zapatos. La experiencia de nuestro librito anual es más que suficiente para nosotros. Como divertimento está bien, como trabajo, no sabríamos ni por dónde empezar. Sentimos un enorme respeto hacia la profesión.
—Y muy en especial hacia el trabajo que desempeñan las editoriales independientes —interviene Judith—. Nos parece algo inaudito sacar adelante un proyecto digno sin la chequera de por medio. Lo que no quita que los grandes grupos publiquen grandes obras y a autorazos, por supuesto. Pero solemos poner el ejemplo de La Uña Rota, una editorial pequeña, radicada aquí, en Segovia, al margen de modas (y al margen de Madrid y Barcelona, que eso también hay que destacarlo). Carlos Rod, su editor, trabaja incansablemente, desde hace treinta años casi, en un proyecto que NO publica novela. ¿Tú sabes lo difícil que es eso? ¿Ganarte el pan publicando ensayo, poesía o ¡peor!, teatro? Es increíble. Acaban de concederles el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial y no podemos aplaudir más esa decisión.
Sin duda, La Uña Rota es una de las pruebas más bellas y gratificantes de que no todo está inventado en el modelo editorial. Si es verdad que todo se ha visto tan radicalmente alterado como hacía un momento me ha explicado Judith, la editorial dirigida por Carlos Rod demuestra que los cambios en el modelo no siempre tienen que deslizarse hacia el lado pesimista del asunto, y a veces dependen (para bien) de que uno cuente con bastante arrojo y tenga una noción de autor acerca de la idea de concebir un catálogo para crear una constelación encantadoramente propia en la cartografía editorial. Así, de hecho, lo entendió Calasso: una editorial es una obra, tan abierta o discretamente planificada como un libro.
—Es cierto que el mercado editorial ha cambiado —dice Jesus, que aprovecha para recolocar algunos libros en esa amplia sala que de vez en cuando despejan para recibir a un autor: aquí estuvo Han Kang, varios años antes del Nobel, cuando era prácticamente una desconocida aunque en Intempestivos ya la habían señalado entre sus autores favoritos—, pero también han cambiado los lectores. Nos damos cuenta de que, cada vez más, a la gente le gusta que le lleven la compra a casa. Las librerías seguimos siendo un punto de encuentro, pero somos conscientes de que a la gente le cuesta cada vez menos hacer “click” (nosotros no tenemos web, en una especie de resistencia anacrónica y kamikaze). Si tú pides un libro por internet hoy a las ocho de la tarde y mañana por la mañana lo tienes en tu casa, cuando vas a una librería y te dicen que el libro tardará una semana no lo vas a entender. Hemos perdido la costumbre del deseo y la espera. Lo quiero, lo tengo. Punto. Claro, si tu librería cuenta con un buen volumen de facturación, eso no es un gran problema. Pero si tienes una librería pequeña en una ciudad pequeña, no es tan fácil. Las distribuidoras te exigen un pedido mínimo (que sube cada año, como si las ventas lo hiciesen en la misma proporción) y hay que esperar a que te dé para ese pedido. Y muchas veces no puedes hacerlo en menos de una semana.
—Por otra parte —añade Judith—, cuando abrimos, apenas veíamos gente de menos de treinta años pasar por las librerías. De unos años a esta parte, hay dos fenómenos que han acercado a este tipo de público a las librerías físicas: el manga y la novela de romance y fantasía juvenil, sobre todo las ediciones especiales. Es maravilloso ver entrar a los chavales. Poco a poco los vas conociendo y vas viendo, también, cómo evolucionan sus gustos, cómo maduran como lectores. Es fantástico.
¿Entonces no todo es tan pesimista como parecía señalar el creciente desgaste del puente más antiguo en la cadena del libro? A veces hablo con escritores y editores, con agentes literarios y distribuidores, con gestores de ferias y periodistas culturales, y la sensación siempre es la misma: la mayoría parecen los supervivientes de un cataclismo que todavía no ha tenido lugar, fantasmas del futuro cuyos ojos han visto a un gremio condenado a desaparecer. A mí siempre me hace reír esa desesperación: la excepcional buena vida de los escritores y del mundo literario en general es algo tan ocasional, y la mera idea de dedicarse a escribir algo tan sumamente alejado de las decisiones inteligentes, que siempre me pillan por sorpresa los arrebatos de angustia de quienes ya no saben qué más hacer para ganarse al famoso “lector medio” (que nunca me cansaré de decir que es un medio lector), convencidos de creer estar viviendo en sus carnes el peor momento de la literatura en varios milenios de historia. Ahora bien: ¿se preguntó el hombre de Altamira o de Lascaux, al observar detenidamente su obra terminada en las paredes de una estrecha caverna, si podría vivir de eso? No, ¿verdad? Simplemente lo hizo porque tenía que hacerlo.
Me gusta Intempestivos, esa pequeña aldea gala en mitad de esta decadencia romana de nuestro mundillo cultural, por esa razón: hacen lo que hacen porque tienen que hacerlo. Sus libreros son lectores que quieren trasladar su cariño por los libros a otros lectores como ellos, o a lectores como ellos que aún no saben que lo son. Al ver trabajar a Jesús y Judith entre los volúmenes que escogen para cubrir las mesas de novedades (y las mesitas consagradas a las editoriales independientes, en su curiosa condición de exposiciones permanentes), me doy cuenta de que aquello que parecía una observación pesimista no era ni siquiera escepticismo: se trataba simplemente de poner sobre la mesa el resultado de un cálculo absolutamente real, pero sin estridencias. El librero de corazón, como los escritores que vienen de Lascaux, seguirá haciendo lo que hace aunque se haya venido abajo la última piedra de ese puente —o acueducto— que tradicionalmente ha llevado hasta los lectores las aguas claras o turbias de una literatura en permanente estado de formación.
—Al final, lo más importante es transmitir la pasión por los libros y crear una buena comunidad —dice Jesús—, un espacio que sea un poco como estar en casa. Por supuesto es importante que el librero haga una criba de la avalancha de publicaciones que salen semanalmente para crear su propia apuesta. Pero al final, son los lectores los que deciden si ese proyecto encaja o no con lo que ellos necesitan.
Viendo esas mesitas cariñosamente decoradas para los libros más independientes del panorama, y la gente que entra y sale de la librería con una recomendación bajo el brazo, estoy convencido de que el proyecto de Intempestivos, como las piedras de esa obra milenaria a la que asoma todos los días, ha encajado muy bien.







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