Madrugar no es poca cosa cuando una tiene pacto con la noche. Pero ahí estaba, desafiando mi propia biología, encendiendo la moto como quien firma un manifiesto, rumbo al microcentro, todavía húmedo de sueño, con un único objetivo: filmar al loco brillante.
Cuando todo acabó, charlamos. El estribillo de siempre: “¿ya te vas?”. Estrategias repetidas, la danza maestra, la danza nuestra de cada vez: me acerco, me voy, atraigo para escapar después, o finge olvido, u olvida, o finjo indiferencia, y a veces lo es.
Al día siguiente llamó. Yo dormía, como corresponde a quien madrugó más de lo razonable. Mensaje de voz: “A ver si nos vemos antes de que me vaya”. Se va. No en verano, como yo creía, sino ya. El corazón quiso estrujarse pero no lo dejé.
Recién levantada le paso la grabación y responde rápido, conmovido. Cuando es sobre algo que le interesa mucho suele hacer eso. Cuando le hablo de mi mundo responde con un dejo de obligación, a destiempo, si responde, porque no soy la ciencia, ni un algoritmo, ni estadísticas sobre fagos y moléculas.
Qué idiota lindo, pienso, y me río sola de la tortura deliciosa. Porque nunca se sabe con él, y ahí está el embrujo: ojos azules y despiertos, cabeza cana, capaz de asociar diez ideas a la vez, y así me quedo, escuchando lo que no se dice, persiguiendo el eterno resplandor de la mente sin recuerdos.


Hermoso texto