Carne y alma: Imágenes de la corporalidad, del dominicano Jochy Herrera (Santiago de los Caballeros, 1958), es muchas cosas: un ensayo sobre el cuerpo humano, en primer lugar, pero también un manual médico, un tratado de historia de la medicina, un estudio sociológico, un volumen de crítica de arte, un ejercicio de crítica de la cultura, una antología poética y literaria, un vademécum y un gabinete de curiosidades. Herrera, en la mejor tradición de los médicos humanistas, como Gregorio Marañón o Pedro Laín Entralgo, que ampliaron el sentido de la medicina al vincularla al desarrollo del espíritu humano, despliega su análisis del cuerpo de la cabeza a los pies, y nunca mejor dicho, aunque no siga un orden estrictamente descendente. Su análisis empieza con los conceptos de la desnudez, presente en el mito judeocristiano del Jardín del Edén, y de la perfección física, encarnada por el Hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci, y termina con una enjundiosa meditación sobre la muerte y el alma. Con el sostén de este esqueleto, el escritor dominicano —autor de otros libros sobre la corporalidad, como Extrasístoles (y otros accidentes), publicado en 2009, o Estrictamente corpóreo, en 2018, y Premio Nacional de Ensayo de la República Dominicana con Fiat lux: Sobre los universos del color, de 2024— trenza una exhaustiva malla de consideraciones sobre su objeto de estudio, en la que adquieren una importancia decisiva las verdades del cuerpo reveladas por la mitología, la filosofía, la literatura —en especial, la poesía: en casi todos los capítulos hay poemas que ejemplifican lo expuesto— y, sobre todo, la historia del arte, como ya anuncia el subtítulo del libro: Imágenes de la corporalidad. Cuando habla del rostro, por ejemplo, un capítulo, «Estética del semblante», consigna los diferentes modos de reflejarlo en la pintura, desde las iluminaciones del Commentarius in Apocalypsin, del Beato de Liébana, hasta Les Amants, de René Magritte, el famoso cuadro surrealista en el que una mujer y un hombre aparecen abrazados y con las cabezas cubiertas por una capucha sin ojos ni respiraderos, pintado más de ochocientos años más tarde, pasando por el Autorretrato con guantes, de Durero, Judit y Holofernes, de Caravaggio, y la obra de Modigliani (muchas de estas imágenes se reproducen en color en las páginas de Carne y alma, lo que constituye un gran mérito de la edición). La evolución de la representación del rostro humano —como de las demás partes del cuerpo— le sirve asimismo a Jochy Herrera para aquilatar el modo en que ha sido descrito y atendido por la medicina, y concebido y tratado por nosotros, sus poseedores. El autor presenta siempre científicamente los órganos corporales y es pródigo en datos empíricos. También subraya que la ley de la evolución, y, en concreto, el trascendental fenómeno de la bipedestación —que condicionó desde nuestra sexualidad hasta nuestra inteligencia—, explica el desarrollo y funcionamiento de la mayoría de esos órganos. Herrera sabe, sin embargo, que las realidades físicas, y sobre todo las que nos atañen más directamente, como nuestro propio cuerpo, son siempre moldeadas por el pensamiento: son fruto de la cultura y revierten en cultura. Así pues, no solo lo que hoy sabemos del rostro, sino lo que el rostro es, difiere sobremanera de lo que era en la Antigüedad, en el Renacimiento o antes de la Primera Guerra Mundial. El constante y lúcido vaivén —o permeación— entre la realidad estrictamente orgánica y la comprensión de esa realidad que en cada momento de la historia desarrolla el hombre, es uno de los grandes aciertos de este libro. Como también lo es la proyección que hace Jochy Herrera de las capacidades y funciones del cuerpo humano en el cuerpo social, en la construcción de la conciencia, en la configuración del yo y del otro. Muy crítico se muestra, así, con la manipulación tecnodigital del cuerpo, dolorosamente propia de nuestro tiempo, que incluye muchos aspectos de la cirugía estética, de la industria cosmética, de los trasplantes, de la suicidología y hasta del selfi, ese «rescatador de Narciso». Herrera, imbuido de espíritu humanista, está en contra de la mecanización, de la despersonalización, de la tecnificación robótica de la ciencia y la medicina, de la que responsabiliza a la misma realidad que las ha hecho posible: el capitalismo, que mercantiliza nuestra piel y nuestros corazones, nuestra imagen y nuestro genoma, y, enajenando de esta suerte el cuerpo, nos desposee de alma.
Cada aspecto del cuerpo al que Jochy Herrera presta atención se despliega en un esponjoso haz de reflexiones y pormenores, que se bifurcan y ramifican, y con las que ejerce en todo momento su sentido crítico. Cuando habla de la piel, habla de la máscara (y de sus múltiples representaciones y significados en la literatura y el arte, desde la función primigenia de identificar a las personas en el teatro griego clásico), del tatuaje (menciona el reciente lanzamiento al mercado de una Barbie tatuada, que confirma la tiranía de la imagen en la que, a su juicio, nos encontramos) y del racismo, sobre el que nos dice que el desciframiento del código genético nos ha permitido saber que «todos los mortales habitantes del planeta pertenecen a la misma especie, el homo sapiens. Lo sabemos porque el 99.9% de la secuencia del genoma contenida en el ADN es idéntica en todos y cada uno de ellos. En consecuencia, apenas el 0,1% de la composición genética acoge las diferencias existentes entre nosotros (…) el color de la piel, la complexión física y la estatura corporal, la textura del pelo, el color de los ojos y la forma de la nariz, entre otros». Herrera sabe que el racismo es una insensatez, aunque no por enfrentarlo a datos tan incontestables vaya a reducirse o desaparecer, porque al racismo le dan igual los datos: no es una carencia (in)formativa, sino una enfermedad mor(t)al que está latente en todos y para la que aún no hemos encontrado una vacuna definitiva. También aporta una información que puede resultar plausible para unos, pero escalofriante para otros: en 2022, los beneficios obtenidos por la industria de la dermatología cosmética, gracias al bótox, al láser infrarrojo, al ácido hialurónico y a los antioxidantes, entre otros mejunjes y artificios —diseñados para rejuvenecer una piel fatalmente condenada a envejecer, como todo lo que nos compone—, ascendieron a 60.000 millones de dólares. Herrera no deja de airear los casos de manipulación artificiosa del cuerpo: denuncia el gasto astronómico (60.000 millones de dólares es tres veces más que el producto interior de Botsuana) que genera y que acaba traduciéndose en la inflación de las expectativas de muchos (por alargar la vida, por ser más guapos, por parecer más saludables, jóvenes y, en definitiva, mejores) y el escandaloso enriquecimiento de unos pocos.
Jochy Herrera dedica extensos apartados del libro al corazón —un músculo que conoce bien: él es cardiólogo—, a los órganos sexuales («pezones», «genitalidad» y «clítoris») y a la muerte y el alma. Del primero nos recuerda que ha sido metáfora de lo humano desde que los antiguos egipcios lo excluyeran del vaciado del cuerpo que realizaban en la momificación y lo dejasen en el interior del difunto desecado, como esencia de lo que había sido y aún había de ser en el país de los muertos. Por su parte, los órganos vinculados a la reproducción y al erotismo le permiten una aguda reflexión sobre la erodiversidad de la especie humana y la mirada machista que ha predominado en la sexualidad humana y en su representación artística, así como la denuncia de algunas prácticas atroces que, al igual que el racismo, todavía no hemos sido capaces de erradicar, como la amputación del clítoris en muchos países africanos. Herrera también da cuenta de algunos episodios entre aventurados y chuscos de la cirugía contemporánea, como el caso de un chino, cuyo nombre se omitió comprensiblemente en las noticias que se dieron de su caso, que había sufrido una amputación traumática del pene y al que se implantó el miembro de un joven (fallecido), pero que, tras la entusiasta difusión de la proeza quirúrgica (y las enormes esperanzas que despertó entre la población masculina menos favorecida por la naturaleza, que acaso viera en aquella sustitución una solución posible para su cortedad), los médicos informaron de que habían tenido que retirar el pene al receptor, tras sufrir este (y su esposa) un grave trastorno psicológico, aunque sin especificar si el trastorno se había producido por exceso, por defecto o por otras causas. Sobre la muerte, refiere cómo han evolucionado sus fronteras —pasando de la ausencia de actividad cardio-respiratoria al cese de la función encefálica—, nos insta a «asumir la vida plenamente resignados a nuestra indeleble transitoriedad», y concluye su reflexión con una pregunta sencilla pero capital: «¿Por qué no vivir mejor para entonces, quizás, morir mejor?». Del alma, en fin —esa entidad institucionalizada por un remoto Platón hace 2.400 años, pero que, en realidad, no es más que uno de los nombres que le hemos dado a la conciencia, fruto, a su vez, de una compleja red de procesos neuroquímicos—, nos dice muchas cosas, pero quizá la más inquietante sea su peso, que el doctor Duncan McDougall, tras rigurosos experimentos en el hospital Haverhill de Massachusetts a principios del siglo XX, cifró en veintiún gramos (aunque veintiún grados ¿de qué?, se pregunta Herrera: «¿De aire, sangre, cerebro o corazón?»).
Carne y alma: Imágenes de la corporalidad es un documentado compendio de pesquisas sobre esa dimensión fundamental del yo que es el cuerpo, que reúne, junto con las incisivas reflexiones de su autor, lo mejor que se ha escrito y pintado sobre él, y en el que solo se echa en falta, quizá, una bibliografía y un índice de ilustraciones.
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Autor: Jochy Herrera. Título: Carne y alma: Imágenes de la corporalidad. Editorial: Huerga & Fierro. Venta: Todos tus libros.


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