Mi verano, como desde hace ya tiempo, ha terminado a 900 metros sobre el nivel del mar; al oeste de los viñedos que visten Valdepeñas y con Villanueva de los Infantes a escasos kilómetros, evocando la estela de quien por allí anduvo al final de su vida, don Francisco de Quevedo. No sabemos si maldiciendo a Olivares hasta que le envolvió la parca o ya más tranquilo, entre juncos y vuelos de abubillas. ¿Que dónde estaba yo concretamente? En Albaladejo. Un pequeño pueblo de clara etimología árabe, rarísimo en España, ¿dónde se ha visto?, de la muy manchega comarca de Montiel. Pero… ¿Allí que hay? No he visto nada en el catálogo de Nautalia. Ni falta que hace, ya os lo digo. Lo que hay es buena gente. Y además muy motivada. Tanto que te sientes conectado sin necesidad de tener wifi. ¡Ea! Descubrí esta villa —supongo que al igual que otros— como consecuencia de la recreación histórica que, desde hace ya cinco años se hace allí gracias a su alma mater: un infatigable amigo oriundo de dicha villa, Juan Víctor Carboneras, que un buen día decidió vincular el estudio de los hombres que se alistaban en los ejércitos de la Monarquía Hispánica a su tierra. Es decir: dar a conocer la historia de decenas de hombres que en algún momento de los siglos XVI y XVII salieron de allí para hacer un worldwide tour por aquellos lugares donde los Habsburgo españoles tenían algo que decir. Y ese periplo, que innumerables veces tenía meta en Flandes, nuestra infeliz Arcadia de insurrectos herejes, pasaba por Italia, por el norte de África, por el quinto pepino del Sacro Imperio o incluso por arrugarse la piel al sol navegando hacia las Indias. El caso es que recreaciones hay muchas, pero muy pocas como esta de Albaladejo, en donde se pueda sentir un fundido tan excepcionalmente afectivo entre los que están y los que vamos.
Sólo así se explica que, año tras año, sean legión los que peregrinan —me incluyo— ya no desde otros puntos de esta piel de toro, ¡sino desde otros países! para engrandecer el empeño de una comunidad por viajar a un tiempo distinto. Aventura compleja y romántica que con su espíritu altruista va camino de jugar en la primera división de los eventos históricos en España, si no lo hace ya. Y un ejemplo, además, que habla de la fuerza de voluntad para, desde abajo, cohesionar socialmente al medio rural, castigado en soportar un letargo categórico.
La recreación anual de Albaladejo me ha enseñado a valorar, aún más, la importancia del trabajo colectivo. El sentido de la cooperación, que exhibe su inventiva para hacer de lo más cotidiano una escenografía inspirada y funcional. Esa virtud, que tan insólita es fuera de los pueblos, devuelve a cualquiera a una realidad demográfica donde todos cuidan de todos y no existe el individuo desvinculado, tan propio de las jaulas de asfalto. Me resulta gratificante comprobar que gracias a una recreación los visitantes se abigarren junto a un viejo carro de labranza, que cobra más protagonismo que un superdeportivo presentado en Le Mans; que haya “abierto” un recoleto corral de comedias, o que se haya logrado revertir el precipitado deterioro de la bodega comunal del pueblo, creando un espacio que asombra a propios y extraños. Me resulta igualmente sorprendente ver cómo el horno del pueblo ha reverdecido y deja boquiabiertos a los que entran buscando una buena barra de pan… ¡que sabe a pan! Y no os digo ya el aceite, si hablamos de una villa que caracolea hacia el corazón olivarero del Campo de Montiel. ¡Larga vida a los sabores auténticos! Ya os acordaréis de esto más tarde, cuando bajéis a comprar la comida de mañana a cualquier superficie de esas que parecen lo que son: un cubo de Lego. Bendita moda esto de poner en práctica la historia, que hasta nos enseña a respetar lo que no quieren que tengamos: identidad. Y en este caso por partida doble, hacia España y hacia sus raíces, que no están, precisamente, ni en Madrid ni en Barcelona, sino en sus pueblos. Los que como Albaladejo salpican los montes, las sierras y las vegas del país.
No os quedéis sin ir otro año y reservaros unos días en septiembre —siempre se celebra al ocaso del verano— para disfrutar de lo que no se ve, pero vaya si se siente: la hospitalidad de sus gentes y esa extraordinaria dedicación que tienen por integrarte en un horizonte de generaciones que ennoblecen tierra y paisaje sin necesidad de poesía.
Ya podrán ir recreadores, ¡todos los del mundo si se quiere!, que sin esos vecinos que cosen sus trajes, que nos cocinan a todos, que nos abren sus casas y alegran humildemente cada calle, saliente o plaza, poco podría decirse de este evento más allá de lo que habitualmente se espera de una actividad como esta. Quién iba a decir que niños, chavales y mozas iban a saber más sobre Felipe II que muchos bachilleres. Quién iba a decir que la mejor medicina para los más viejos del lugar iba a ser leer con hambre curiosa libros sobre lo que fue esa Castilla Imperial, antaño semillero de tipos bizarros que se ganaron fama invicta.




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