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La mano

Es mientras veo Miércoles y Cosa se pasea por las habitaciones con una agilidad tremenda que siento un cosquilleo en la parte más oculta de mi memoria. Un recuerdo velado que parece estar y al mismo tiempo no. Como el nombre de alguien de tu pasado que no eres capaz de traer al presente, o la fecha de cumpleaños que recordaste tres días después. Es la sensación de haber olvidado algo durante la noche, en ese periodo en que te levantas al baño y queda un espacio suspendido entre sueños, un fragmento difuso que parece también parte de la vivencia onírica, pero que, sin embargo, no lo es. Así y todo, son pedazos nocturnos que se acaban disolviendo en la marea del sopor y la inconsciencia hasta desaparecer o mezclarse con historias que no son verdad en esta realidad, pero muy reales en esa otra que habitamos al cerrar los ojos.

Aún recuerdo el apretón de manos de Fidel aquel día, cuando noté que su extremidad no era suya y había «hecho un Franky» con algún desconocido. No lo volví a ver después de aquello; hasta el otro día. Sí seguí viendo muchas partes acopladas en cuerpos ajenos, intrincados puzzles de piel y ojos de diferente color en un mismo rostro. A veces, esos miembros eran excesivos en número o tamaño, anclados, incluso, en lugares que no les correspondían, biológicamente incorrectos o, al menos, imprecisos: una pierna de más en el coxis, una oreja extra en la nuca, un nuevo ojo en el ombligo y cosas así. Como la mano que me recuerda a esa criatura de los Addams que deambula por todas partes y que posee una identidad propia, escindida del resto del cuerpo, como si el miembro no necesitara comunión con el todo para funcionar, para pensar y obrar. Incluso como si poseyera su propio corazoncito. Y es en eso en lo que pienso cuando veo la sombra de un brazo proyectada sobre mi cama y mi mujer esta tumbada a mi lado y mi niña en el cuarto contiguo. O cuando percibo el cosquilleo de unos dedos en la planta de mis pies desnudos.

"El otro día estaba abierta y, aunque la verja no lo está, esos hierros solamente pueden impedir la entrada de un cuerpo entero, no de sus pedazos"

Aún pasado el verano, duermo con la ventana abierta y la reja echada, la mosquitera cerrada para evitar los mosquitos rebeldes aún en esta época del año. El otro día estaba abierta y, aunque la verja no lo está, esos hierros solamente pueden impedir la entrada de un cuerpo entero, no de sus pedazos. Sé que es una paranoia. Porque me estoy acostumbrando a ver por el paseo, por las calles y por todos lados a gente incompleta a la que antes me sonaba haberla visto con todo en su sitio. Sus caras no reflejan la tranquilidad de antaño, sus ojos se muestran inquietos y voraces, como si anhelaran encontrar aquello que les falta y pudieran hallarlo en cualquier lugar, por extraño o ridículo que pudiera parecer. A Fidel lo vi de lejos. Le faltaba el brazo. El mismo cuya mano yo había estrechado meses atrás. Salía del supermercado; lo seguí hasta el aparcamiento y lo abordé por detrás. Debió pensar que la mano que se posaba en su hombro era la suya: vi la decepción en su mirada cuando advirtió la mía. Luego me dedicó una sonrisa amarga a la que intenté corresponder con mayor entusiasmo.

Me confesó lo del intercambio de miembros. Le dije que ya lo sabía. Que era vox populi, que no se preocupara por eso ahora. Entonces me dijo que se había ido. «Así, de repente», se le quebró la voz en un lamento ahogado por la congoja. «Por la noche me estaba lavando los dientes y a la mañana siguiente casi ni podía ponerme los pantalones». No entendía qué había pasado, por qué se había largado o si acaso se lo habían robado. El caso es que su brazo había desaparecido. No era el único caso. Me dijo que otros compañeros habían sufrido pérdidas parecidas: «sus miembros frankiados se han dado el piro». Y nadie sabía dónde habían ido a parar. Me explicó que se habían empezado a crear colectivos de afectados por la pérdida y también reuniones de terapia en algunas ciudades. «Con los coches no ha pasado nada», dijo Fidel indignado, como si aquella penitencia debiera ser igual para todos. Aproveché la ocasión para saber más del tema. Por mucho que fuera de conocimiento popular, los entresijos de aquellos intercambios seguían habitando terrenos misteriosos. «¿Quién os hizo el Franky? Igual esa persona sabe algo del tema». Era algo que ya habían contemplado. Esa persona había desaparecido también. «No hay nada que podamos hacer, salvo asumirlo». Fueron sus últimas palabras antes de despedirnos. No se subió a ningún coche; había ido al parking por inercia. Lo vi alejarse cabizbajo hacia la salida, renqueante, con pesar. Puede que incluso lo oyera suspirar o sollozar. Qué se yo.

"Porque al igual que una boa se estira junto a su futura víctima para medirla, aquella mano que notaba junto a mi cara, tal vez hiciera lo mismo"

En ese estado de vigilia en el que el sueño está a punto de vencer fue cuando vi la sombra y pensé de nuevo en Fidel y en su brazo. Y también en teorías locas sobre el lugar al que irían a parar todos esos miembros autoamputados, liberados de la prisión de esos cuerpos ajenos. Tal vez buscaban a sus anteriores dueños, igual querían regresar a su hogar. O no. Puede que sencillamente hubieran cobrado una suerte de inteligencia y una destreza tales que les permitieran moverse por el mundo y explorar. Y si eso era así, quién no me decía a mí que esas nuevas criaturas tuvieran intenciones menos loables que las de aprender y disfrutar de nuevas experiencias, sino que se despertara en ellas inclinaciones menos generosas y más malévolas. Porque al igual que una boa se estira junto a su futura víctima para medirla, aquella mano que notaba junto a mi cara, tal vez hiciera lo mismo. O quizá estaba esperando a que me durmiera del todo para rodear mi cuello con sus dedos y apretar hasta que exhalase mi último aliento.

Lo cierto es que esas partes que se fueron ya no están y que quienes afirman haberlas visto, como yo, no poseen un testimonio muy fiable, porque, como digo, parecen visiones, criaturas imaginarias que habitan en los interludios del sueño, justo en el instante en que la realidad se confunde con la imaginación desbordada. A la mañana siguiente, mi cuello seguía intacto; nadie había resultado herido. Sin embargo, la seguridad de mi hogar, la paz, la tranquilidad… Eso sí se había visto gravemente perjudicado. Lo supe en cuanto miré a mi lado y descubrí la almohada hundida justo allí donde la mano había suspendido mi sueño.

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