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Coup de Jarnac

Como todo el mundo sabe, Mario Vargas Llosa murió hace casi ya seis meses, concretamente el 13 de abril de este año 2025. Tuve la tentación de escribir “falleció”, o “nos dejó”, pero creo que, para un ser verdaderamente inmortal a lo Kundera (ya saben, gran inmortalidad, pequeña inmortalidad y todo eso), hay que utilizar el verbo “morir”, para acentuar la paradoja. Además, “morir” es más plástico, más de carne y hueso, más propio de su literatura, más real que mágico. Dicho esto, quizás debiera haber escrito ese mismo día o, a lo sumo, en los tres o cuatro días siguientes, pero no quise.

Y es que hay veces que pienso que los medios (o, si pensamos en colectivista, algún departamento ministerial, de esos de segunda, que esponsorizan a sobrinitas y cuñados), todos, como los restaurantes, deberían tener un libro de reservas para los escritores, también para todos (tanto profesionales como escribidores aficionados), que impidieran que todo ser humano con acceso a un bolígrafo o un teclado nos apelotonáramos ante los temas de actualidad, a la vez, en tromba, como meros turistas deambulantes y bobalicones.

—Reservas, dígame.

—Buenas, querría hacer una reserva para escribir una columna sobre la muerte de Vargas Llosa.

—Imposible, caballero. Estamos completos. ¿Querría elogiar o vilipendiar?

—Elogiar, claro.

—Lástima, tenemos un hueco para esta semana, para oprobio y escarnio de El cautivo, o de la trayectoria de Almodóvar. Es una gran oportunidad: sólo hemos abierto la plaza mínima a la que nos obliga la Ley, y el cliente que reservó, un gran amante de los deportes extremos, ha sufrido un pequeño accidente practicando la ruleta rusa.

—No, se lo agradezco: no me interesan las obras de psicoanálisis ni los directores antiguos.

—Lo siento, entonces, caballero. Quizás pudiera encontrarle un pequeño espacio para dentro de seis meses. Le recomiendo que, para otra vez, reserve con varias semanas de antelación.

No me digan que no sería todo mucho más racional, más civilizado y más organizado. Vamos, como Monipodio y su registro de cuchilladas semanales. Y hete aquí que casi seis meses después me dispongo a perpetrar la falta de originalidad de elogiar a un inmortal.

"Gabo me agota. Creo que ése puede ser el resumen de lo que su literatura provoca en mis meninges"

Pero, primero, debo acometer el sincericidio de reconocer que no me gusta la novela hispanoamericana; más concretamente, no me gusta lo que se dio en denominar el Boom Latinoamericano. No me gusta el Realismo Mágico de García Márquez, pero tampoco me gusta el Realismo Real de Vargas Llosa, aunque si tuviera que elegir uno, pistola en cabeza, elegiría al último.

Gabo me agota. Creo que ése puede ser el resumen de lo que su literatura provoca en mis meninges. Uno lee Cien años de soledad y se encuentra en vilo, tratando de encontrar el hilo en un discurso moderadamente lógico y consecuente, y, de repente, sin ninguna explicación y, creo, sin ninguna necesidad, surge una nueva situación increíble, la enésima, y vuelta a empezar. Lo extraordinario se inserta en el relato de manera tan sistemática, tan esperable después de otras varias docenas de veces, que acaba por convertirse casi en un mero recurso de vocación epatante, como si se buscase conseguir la atención del lector mediante duchas escocesas, un chorrito de agua caliente y otro de agua fría: en lugar de favorecerme el interés en la narración, esa acumulación de milagros, plagas y prodigios me genera una desagradable sensación de saturación. Vale, llámenme raro, pero no entiendo qué necesidad hay de que Remedios la Bella ascienda al cielo mientras tiende sábanas, que una peste del insomnio borre la memoria del pueblo, que nazca un niño con cola de cerdo o que lluevan flores amarillas a la muerte de un fulano. Sinceramente, creo que colaboró en exportar una caricatura de Hispanoamérica, un continente reducido a milagros absurdos, a exotismos para turistas literarios y a calamidades folclóricas y coloridas, en el que hasta las desgracias son pintorescas, algo imposible de tomar en serio. No sé si he dicho que no me gusta leer a García Márquez.

"El caso de Mario es distinto. Su literatura no está plagada de gilipoyuás, pero casi parece que inyectase en ella un fin distinto o ajeno a lo que yo particularmente busco en una novela"

El caso de Mario es distinto. Su literatura no está plagada de gilipoyuás, pero casi parece que inyectase en ella un fin distinto o ajeno a lo que yo particularmente busco en una novela. No es tanto el lenguaje denso que utiliza muchas veces, u, otras, un abuso del monólogo interior (esto, incluso, podría gustarme) o la digresión repetitiva. Ni tampoco sus recurrentes temas centrales, como la dictadura, la miseria del pueblo, la violencia o la identidad nacional frente a la herencia colonial. No, no me gusta esa necesidad de complejidad formal, como si el prestigio literario sólo lo diera la oscuridad o el retorcimiento; y tampoco los temas tan permanentemente particulares y propios, en lugar de universales y variados. No, lo que verdaderamente me aleja del Mario escritor es que parece que aquellas novelas del Boom son más un vehículo para explicar sus tesis sociales y políticas que un acto creador de historias, situaciones, personajes y vivencias. No es que no valore la técnica de hacer llegar al lector un mensaje a través de la forma más amable de la novela frente a la más árida del ensayo. Es que, simplemente, la continua matraca ideologizada metida subrepticiamente me hastía. Es un poco lo que me ocurre con la poesía de Neruda: por ejemplo, Veinte poemas de amor y una canción desesperada es de una belleza que duelen los ojos al leerla, pero Canto General me parece una panfletada ideológica tan fuera de lugar, tan desubicada, que lo que duelen son las tripas, incluso sin llegar a terminar sus quince tostones.

"Pero Mario Vargas Llosa, rígido como una gárgola enfadada, con la mirada de acero, no devolvió el gesto: imperceptiblemente, cerró el puño"

Pero a Mario me lo redimen, un poco, sus críticas abiertas al Realismo Mágico, al que tacha de etiqueta cómoda para el consumo externo, europeo y norteamericano, que convierte la literatura hispanoamericana en mero exotismo, y ello aunque sólo lo hubiera hecho porque él defendía una novela comprometida con la realidad política y social. Y además, me lo redime un mucho el que quién sabe si ésa —también— fue una razón residual e inconsciente de aquello por lo que a continuación me declaro firme e irreductible fan suyo.

Era febrero de 1976 (seguramente, el día 12). Vestíbulo del cine México de la ciudad de México D. F., durante el estreno del documental La odisea de los Andes. Gabriel García Márquez vio a su amigo Mario y avanzó sonriente hacia él, con ese bigote que parecía guardar secretos de Macondo y esa vanidad tranquila de saberse un genio, mezcla de antigua introversión con cierta actual ironía caribeña, y abrió los brazos dispuesto al abrazo. Pero Mario Vargas Llosa, rígido como una gárgola enfadada, con la mirada de acero, no devolvió el gesto: imperceptiblemente, cerró el puño. El golpe fue seco, breve, como si quisiera resumir en un solo instante definitivo todas las desavenencias, los celos, los desencuentros políticos y personales que los habrían separado, o vaya usted a saber qué entre dos inmortales. García Márquez retrocedió tambaleante, tan incrédulo que ni siquiera respondió. Y de repente, allí, seguramente bajo el brillo incierto de alguna luz de neón, una amistad legendaria quedó hecha pedazos.

"Las razones exactas del episodio nunca fueron confirmadas oficialmente por los protagonistas. Existen varias teorías, pero no me creo las que aluden a factores políticos"

Las razones exactas del episodio nunca fueron confirmadas oficialmente por los protagonistas. Existen varias teorías, pero no me creo las que aluden a factores políticos: no veo a un, finalmente, liberal convencido y combativo perdiendo los papeles por diferencias ideológicas. Sin embargo, sí me creo la, en realidad, versión más extendida, aunque nunca confirmada, que apunta a un asunto personal relacionado con la esposa de Vargas Llosa, Patricia. Al parecer según algunos testimonios, García Márquez habría intervenido o aconsejado a Patricia durante una crisis matrimonial, lo que habría molestado profundamente a Vargas Llosa, quién sabe si, quizás, un poco mosqueado por tantos prodigios, milagros, exotismos, o, pudiera ser, la posibilidad de algunos deseados, en secreto o en menos secreto, reales fantásticos polvos mágicos. Ya se me entiende…

El caso es que la misma acción que supone perder los papeles si hablamos de ideología, me parece precisamente no perderlos, sino encontrarlos, si hablamos del corazón. Sí, señor: tu tocas las narices a mi mujer, yo te parto las tuyas. Con dos. Cómo no recordar el magnífico bofetón de Will Smith a Chris Rock en la gala de los premios Oscar del 27 de marzo de 2022. El graciosete, que presentaba la gala, hizo un chiste sobre la actriz Jada Pinkett Smith —esposa de Will Smith— comparando su cabeza rapada con el look de G. I. Jane, ignorando o fingiendo ignorar que Jada padecía alopecia. Al grito de “keep my wife’s name out your fucking mouth!”, Will Smith hizo simplemente lo que debía hacer: sin importarle las consecuencias, saltó al escenario y le sopló un sopapo al fucking clown de turno. Como Mario, como tantos, envueltos en lances de honor, por su patria o por su amada, que bien mirado (sentido), ¿no son lo mismo?

"¿Soy un tipo antiguo y démodé? Pues háganme un Héroe, por favor, porque, hoy, a casi seis meses de la muerte de Mario Vargas Llosa, le escribo con rendida admiración"

Cómo no ver en Mario (o en Will) el eco de aquellas pendencias prohibidas, literarias y reales, en las que el hombre todavía no tenía miedo a la cancelación, al gorgojeo patético de los pusilánimes que esconden su cobardía en la confusión intencionada entre la violencia arbitraria y la violencia legítima, o a ser tachado de machista, fascista y hasta madridista. Qué placer recordar el duelo entre Romeo y Tybalt tras la ofensa a Julieta y la muerte de Mercucio, en el Romeo y Julieta de Shakespeare (suponiendo que existiera tal Shakespeare), o el de D’Artagnan y el conde de Wardes, a causa de Milady de Winter, en la primera entrega de Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas padre. Qué escalofrío recorre la columna vertebral, leyendo sobre el El duelo de Jarnac, entre François de Vivonne (Seigneur de la Châtaigneraye) y Guy de Chabot (Seigneur de Jarnac), motivado por una insinuación sobre la virtud de la madrastra de Jarnac; y que dio origen a la expresión “coup de Jarnac”, como un golpe violento, imprevisto y decisivo, considerado erróneamente como un golpe ladino y desleal; o sobre el último duelo de Pushkin, para muchos el poeta más grande de Rusia, frente al oficial francés de la Guardia Rusa Georges d’Anthès, por los excesos del militar con la bellísima e hipnótica Natalya Pushkina, esposa de aquél.

Al fin, cómo no sentirse uno un poco reconciliado con la Humanidad cuando descubrimos que, en nuestros descreídos y acomodaticios tiempos, todavía existen Héroes que se embarcan en sus particulares Troyas o Ítacas, por el respeto y el amor a sus mujeres… Sin miedo al precio a pagar, con la fatalidad de lo que no podría ser distinto sin perder el alma… ¿Soy un tipo antiguo y démodé? Pues háganme un Héroe, por favor, porque, hoy, a casi seis meses de la muerte de Mario Vargas Llosa, le escribo con rendida admiración, no al literato, y no al político: ¡al boxeador!

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