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Los Leones de Cibeles

El amor tardó en llegar, pero llegó… Afrodita había sido la encargada de que todo sucediera.

—Padre, no es justo. Me ha ganado, sí, pero con malas artes. No debería otorgarle mi mano.

Atalanta se quejó amargamente después de saberse vencida por aquel hombre. Nunca había imaginado que llegaría el día. Pensaba que podría ganar a cualquier pretendiente y que podría envejecer virgen, que llegaría el momento en que el interés por ella desapareciera o que pretender su mano se convirtiera en un miedo tal que ningún hombre quisiera arriesgarse. Pero el destino tiene un plan para cada uno de nosotros, y estaba en el plan del destino que Hipómenes se cruzara en su camino.

—Hija, no puedo hacer eso. Di mi palabra, y la palabra de un rey es sagrada. Además, jamás pusimos normas. Confiamos demasiado en tus aptitudes y hasta ahora no te habían fallado. ¿Qué es lo que te hizo pararte sabiendo todo lo que podías perder: la curiosidad o la codicia?

—No sé, padre. Me embrujaron y simplemente no pensé en las consecuencias. Siempre creí que podría vencerlo, pero me engañó.

—Ahora debes enfrentarte a las circunstancias. Piensa que el matrimonio no es tan malo. Tal vez este hombre quiera hacerte feliz. Date cuenta de a dónde ha llegado por conseguir tu mano. ¿Qué no hará por tu amor?

***

La boda se celebró por todo lo alto; no todos los días se casaba la hija de un rey. Atalanta no había visto a Hipómenes desde el día de la carrera y de eso había pasado un mes. Recordaba sus facciones difuminadas y sudorosas. Su aspecto no le resultó desagradable entonces, pero no estaba preparada para verlo limpio, afeitado, con el cabello compuesto en rizos perfectos, ajustado por una fina corona de oro y con sus mejores galas. El mes de espera le había servido para digerir su futuro. También ayudaron los regalos que diariamente llegaban a Palacio de su prometido: cartas donde hablaba de su belleza y le manifestaba el amor que le profería, manzanas recién cogidas, guirnaldas de flores, un gatito para hacerle compañía, alguna gallina para su mesa, un pasador de piedras preciosas… Afrodita cumplió su palabra y no solo lo ayudó a ganar la carrera, sino que hizo que poco a poco fueran cayendo los muros que habían guarnecido su alma.

"Pero Hipómenes se había olvidado de algo. Los sacrificios prometidos a Afrodita por prestarle ayuda nunca llegaron y la diosa tramó su venganza"

Tras la unión, Hipómenes se mostró paciente. No quiso forzarla, aunque tuviera derecho. No quiso encerrarla en el gineceo y la dejó ser. Aquel acto de amor incondicional acabó convenciendo a Atalanta de que aquello del matrimonio no debía de ser tan malo, y una noche, cuando en el cielo pintado de estrellas la luna faltaba, consumó lo que a partir de entonces se transformó en amor.

Desde el primer momento, la carne de los dos adolescentes se convirtió en fuego. Se volvieron inseparables, y entonces Atalanta cayó en la cuenta de que los aguijones de Eros habían atravesado su corazón. Se sintió dichosa, la mujer más feliz sobre la faz de la tierra. Los dioses le habían guardado aquella felicidad a ella y lo que entonces sintió como castigo ahora le parecía un paraíso.

Pero Hipómenes se había olvidado de algo. Los sacrificios prometidos a Afrodita por prestarle ayuda nunca llegaron y la diosa tramó su venganza… Encontró un motivo propicio. Pronto viajarían de Arcadia a Calidón. Hipómenes quería volver al hogar y presentar a su nueva esposa en sociedad. En el trayecto se encontraba el templo de Cibeles. Afrodita sabía lo vengativa que llegaba a ser la diosa si se profanaba su templo. Como diosa del amor, su propia naturaleza le impedía llevar a cabo su castigo por sus propias manos, así que buscó las de otra divinidad.

"Los brazos y las piernas se convirtieron en patas, las manos y los pies en pezuñas, las uñas en garras. La piel en pelo. El tronco se dobló hasta una posición horizontal"

Cuando ya frisaban el bosque consagrado a Cibeles, Afrodita inflamó el deseo de los amantes, hasta que no resistieron su empuje y buscaron un lugar a salvo de las miradas de todos para aliviarse. Insensatos. Sin pensar dónde entraban, locos de pasión, consumaron su amor ante la estatua de la diosa, que se hizo carne.

—¡Insensatos! ¿Qué furores son estos que traéis a mi templo? ¿Quiénes sois para profanar mi casa? —dijo la estatua, sedente en su carro de oro.

Los jadeos cesaron y una punzada de dolor atravesó las almas unidas. Los cuerpos se retorcieron. Hipómenes intentó decir algo, pero de su boca solo salió un hilito de lo que parecía un rugido. Los brazos y las piernas se convirtieron en patas, las manos y los pies en pezuñas, las uñas en garras. La piel en pelo. El tronco se dobló hasta una posición horizontal. Los ojos almendrados de ella se redondearon, la pupila se estrechó y cambiaron de color. A los de él les pasó lo mismo. Las narices se achataron y desaparecieron, la boca se alargó, los dientes se afilaron hasta convertirse en colmillos y el cráneo se ensanchó. Ya no eran humanos. Los rugidos, expresiones de dolor ante la transformación, devoraron el silencio del templo. Y la diosa sentenció:

—¡Habéis profanado mi templo y este será vuestro castigo! Seréis dos leones que jamás podrán volver a procrear y unciréis mi carro para toda la eternidad.

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