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Escribir como terapia

Escribir como terapia

Los que me quieren, pocos pero algunos hay, me insisten en que escriba. No por ver mi nombre en una portada, ni por acompañarme en esa tortura para tímidos que es la promoción de un libro. No. Lo hacen por algo mucho más sencillo y, quizá por eso mismo, más profundo: cuando escribo, soy feliz.

Hay quien dice que uno se parece más a sí mismo cuando está distraído. Yo, en cambio, me parezco más a mí cuando me siento frente al ordenador, los auriculares puestos, Pearl Jam de fondo y una historia a medio inventar palpitando en la yema de los dedos. Escribir no es solo lo que hago, es el lugar al que pertenezco porque soy dueño de mis aciertos y mis fiascos. De los de lo mal escrito y también de aquellos que creo que son medianamente pasablesMis alivios y mis padecimientos vienen de ese rato dominical en el que abro el ordenador y empiezo a teclear.

A juicio de los míos, hay algo terapéutico en verme así: absorto, navegando a la deriva por ese mar sin brújula que es una novela en marcha. No saben —o sí— si lo que sale de ahí será bueno, malo o directamente prescindible, pero el proceso, ese espacio íntimo donde lo externo no entra y todo lo que existe es una frase más que intentar, les resulta motivo suficiente para animarme a volver al sitio de mi recreo.

Escribir, para mí, nunca ha sido una cuestión de publicar. Publicar es otra cosa. Un accidente, a veces un mal necesario. Lo mío es más simple, más rudimentario incluso: me gusta partir. Salir sin mapa. Tener una idea, abrir un archivo en blanco, dejar que la música suene y dejar puerto seguro atrás. A veces cruzo tormentas, otras veces me quedo encallado en una calma chicha que me exaspera. Y sí, cuento en mi bitácora con varios hundimientos. Lo escrito no llega a puerto y acaba en el cajón de los naufragios. Pero aun así, mi gente me prefiere así: en la travesía, no en la llegada, que saben insufrible por lo que tiene de exposición, de miedos, de rabia cuando compruebas, otra vez, que tu obra no pasa el examen de los lectores.

Mi editor, que es amigo, ha aprendido a convivir con estas partidas sin retorno. A veces, cuando le entrego algo, lo lee con el gesto de quien acaricia una bomba sin saber si va a estallar. Lo conozco lo bastante como para saber que no tendrá empacho en decirme: “Tío, esta vez no lo veo”. Lo que me da miedo, más que su juicio, es que algún día publique por cariño lo que debería irse directamente a la pira y acabe palmando dinero por eso de no aguantarme taciturno y cenizoSupongo que no será así, que algo le rentará encuadernar mis idas de olla y puede que hasta tratar de promocionarlas con la épica de una editorial tan prestigiosa como modesta es un reto que le llena tanto como a mí dedicar las mañanas de domingo a escribir.

Quizá por eso me detengo. Quizá por eso, desde hace tiempo, me quedo clavado en esas veinte mil palabras que podrían ser el comienzo de algo. O de nada. No es que no quiera escribir. Es que todavía no he encontrado el momento de partir.

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